Timbuktú

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De los desiertos namibios de Mad Max he pasado, en veinticuatro horas, como en un sueño africano que no termina, a los desiertos más norteños de Mauritania. Ahora que las arenas me habían devuelto la alegría de ver cine, recordé que en los discos duros me aguardaba una película aclamada por la crítica, Timbuktú: una “obra maestra” de nacionalidad mauritana, con actores no profesionales, y muchos premios en los festivales más recónditos del planeta. Sin embargo, mi otra cinefilia, la de tres al cuarto, la que se lo pasó teta con las travesuras de Mad Max e Imperator Furiosa, tiraba de mi dedo índice hacia atrás, para no ver esta película que anunciaba bostezos y somnolencias a la hora de la siesta. Ahí comenzó una lucha titánica entre mis dos cinefilias, manteniendo el suspense mientras yo me adormilaba con los ciclistas de la Vuelta a España. 

    Al final, como siempre, venció mi cinefilia más responsable, que siempre opta por arriesgarse con productos extraños para que no me echen a patadas del selecto club de los finolis.



        Timbuktú cuenta los nueve meses de ocupación que sufrió la ciudad de Tombuctú a manos de los rebeldes yihadistas. Una pesadilla de lunáticos armados con kalashnikovs que prohibieron el fútbol, la música, la tertulia en las calles. Que forraron a las mujeres de tela para no propagar la lascivia por las callejuelas. Que decretaron el imperio de la sharia como burócratas absurdos de una novela de Kafka. Timbuktú tiene el valor del documento, de la denuncia, de la defensa de un islamismo moderno alejado de estas visiones medievales. Una película de gran valentía, de altos valores, de compromiso humano…,  pero en realidad un truño de considerables dimensiones. Aburrida, cutre, digresiva, con un sentido del ritmo que vamos a llamar peculiar. Un ejercicio de alta paciencia por mi parte, de concentración cívica, de estiramiento de mis párpados. Timbuktú es otra vergüenza que habré de anotar en mi largo currículum de falsa cinefilia, que sólo es arrogancia ante los hombres, y postureo ante las mujeres. 

    Menos mal que nadie lee este blog redactado en un sistema exterior de la galaxia, en el planeta Tatooine sin ir más lejos, con mucho desierto también, y con dos soles como dos soles que alumbran mis negros secretos. 


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Mad Max: Furia en la carretera

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Con la edad me he ido convirtiendo en una rata huidiza de los blockbusters. Cualquier película destinada a la chavalería queda automáticamente borrada de mis agendas, como una prevención visual para mi mareo. Como una terapia auditiva para mis tímpanos. De vez en cuando, sin embargo, me dejo caer en la trampa, y mordisqueo el veneno de los canales de pago a ver si regresan las sensaciones de los tiempos mozos, de cuando las explosiones y los mamporros eran motivo de exaltación y gozo, y no torturas que ahora me levantan la cefalea, y me ponen los nervios perdidos.

    No soy de los puristas que reniegan de las modernidades porque el guión sea flojo, o porque los personajes se pasen la rectitud ética por el forro. A mí, provinciano por naturaleza, amoral por convicción, estas sutilezas me importan poco si el artificio me deja hipnotizado como un mono. Yo de lo que me quejo es de la cacofonía, del montaje disparatado, de los efectos generados por ordenador que rebasan con mucho la memoria RAM de este pobre cerebro, un cacharro ya obsoleto que ni los médicos se atreven a reparar, no sea que toquen un cable y acaben por joderlo del todo.


        Hoy -llámenlo intuición, o potra, o rabillo del ojo que leyó una crítica positiva por casualidad- he visto Mad Max: Furia en la carretera. No les mentiré si les digo que la presencia de Charlize Theron pintada para la batalla también me seducía lo suyo. Y es que tiran más dos tetas –aunque sean como las suyas, tan bonitas pero livianas- que cien carretas futuristas surcando los desiertos australianos. Apagué las luces, aposenté el culo y le di al play. Dos horas después, estaba de regreso en La Pedanía, pero es como si hubieran transcurrido dos días, o dos años, porque las películas que te cogen por los huevos desde el primer fotograma no pasan en un suspiro, sino que te llevan a otra realidad muy densa y vívida, y al descubrirte de nuevo en el sofá es como si volvieras de un largo viaje, y sintieras cierta extrañeza y pesadez.

               Mad Max: Furia en la carretera es la hostia. No se me ocurre más alta literatura que ésa. La hostia. Dos horas de locura absoluta en el futuro arenoso de la humanidad. Un guión mínimo para un espectáculo grandioso, de ponerte unas palomitas a la vera y quedarte con la primera a medio camino de la boca, así todo el metraje, congelado en la misma foto del tontaina. Cuando no es un topetazo de los bólidos, es la belleza felina de Charlize Theron; cuando no es un trastornado que se inmola sobre el camión, es la hermosura divina de esas vírgenes que huyen de la Ciudadela. El que caso es que no hay tiempo para comerse la palomita, ni para pensar en otra cosa que no sea la persecución y la huida, el deseo y la salvación.  Y uno, primitivo como el que más, ha reencontrado el viejo nirvana en esa idiotez que provocan el ritmo frenético y el paisaje de pesadilla. Al fin.






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Bad Boys

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Mucho se está hablando sobre la edad de oro de la televisión, con los grandes folletines sucediéndose en una espiral creativa que parece no tener fin. Una ristra de “series que no te puedes perder” que nos está dejando exhaustos a los aborregados del televisor. No sé si la próxima generación vivirá peor que sus padres, pero sí es cierto que desde hace unos cuantos años, desde que estrenaron Los Soprano en Canal +, cierto tipo de progenitores tenemos a los críos un poco abandonados, como faltos de afecto y de consejo, cocinándolo todo al microondas y diciéndoles que sí a todo lo que piden con tal de no perder un minuto, todo el día apoltronados en los sofás, programando vídeos, consultando guías, opinando en los foros... Una catástrofe social que todavía no ha sido abordada como se merece en las revistas de verano, y en las tertulias de la radio.

          Por el contrario, se está hablando muy poco de la otra gran edad de oro, la de los documentales. En las películas, por muy buenas que sean, los “creadores” siempre acaban desbarrando un poquito, saliéndose del tema principal para alumbrar tramas que nos traían un poco sin cuidado. Al fin y al cabo, todo el mundo se pone detrás de la cámara para hablar de su libro, y su libro rara vez nos interesa de un modo absoluto. Los buenos documentales, en cambio, y hablo de esos que ahora duran tanto como una película, con su hora y media de entrevistas e imágenes de archivo, son una maravilla de ingeniería narrativa que no pierden un segundo en tonterías accesorias. Carecen, obviamente, de la poesía de la ficción, pero a cambio te aclaran las ideas, o te refrescan el recuerdo, o te enseñan algo novedoso e insospechado.

         Bad Boys -sobre todo si te interesa el mundo del baloncesto, porque si no vas jodido-  es una obra maestra del género. Nos cuenta el auge y caída de los Detroit Pistons, el equipo marrullero y poco estiloso que ganó el título de la NBA en los años 89 y 90. Una pandilla de buenos jugadores, ninguno excepcional si exceptuamos a Isiah Thomas, que allí encontraron una hermandad más que un equipo. Tipos duros, chulescos, resabiados, que desperdigados por otras franquicias jamás habrían pasado a la historia, pero que combatiendo en la misma legión alcanzaron el rendimiento máximo, y la gloria de los títulos. Un documental mejor estructurado que muchas películas laureadas de la actualidad. Bad Boys resume en hora y media lo más sustancial de casi diez años de convivencia, de victorias y derrotas, de amistades y enfrentamientos. Una labor de síntesis que muchos cineastas ya quisieran para sí. Y todo ello sin abrumar, sin abrasar a datos, siempre apoyándose en las viejas imágenes, y en las entrevistas sin pelos en la lengua. Qué hijos de puta, eran los Bad Boys, pero cuánto llegan a emocionarte, ahora que van para viejunos y rememoran sus batallitas. 




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Justi&Cia

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Uno -que lleva dentro a un Che Guevara que jamás encontró el valor ni la oportunidad de tirarse al monte- agradece la mala hostia vengativa que van dejando Justi y su compinche Cia por la geografía española, como unos modernos Don Quijote y Sancho Panza a lomos de la Carboneta. Y además son de León, coño, o al menos trabajaban en las minas de León, antes de que la política energética y el latrocinio empresarial cerrara los negocios. Y uno, que es del terruño, y que simpatiza con su causa, lo pone todo de su parte desde el primer fotograma, que es una panorámica de la ciudad con la Pulchra Leonina recortada sobre el cielo. Que uno será ateo, coño, pero la Catedral es muy bonica, y de algo hay que presumir cuando se conversa con otros provincianos de la península.


       Justi&Cia es una película necesaria porque alguien tenía que poner en celuloide, o en digital, esta fantasía delictiva que otros sólo soñamos en lo más crudo de los telediarios, o en lo más encarnizado de las tertulias. Esto sí que es hacer justicia verdadera, y no paripé carcelario, con los corruptos que siempre escapan de rositas. Justi y Cia, con sus mordazas, sus cintas aislantes, sus pollas de goma, se encargan de sublimar nuestra agresividad durante un ratico después de comer, y eso sirve de terapia para nuestra buena salud de ciudadanos. 

    Pero Justi&Cia, con ser necesaria, no es suficiente. Como divertimento revolucionario te hace levantar el puño casi sin querer, como hacía a la inversa el doctor Strangelove, pero como película deja de interesar a la media hora. Demasiadas arritmias, demasiadas lagunas, demasiadas preguntas en el aire. Con otra película uno hubiera desistido del empeño, y se hubiera puesto a zapear por los canales deportivos, o a juguetear con el teléfono móvil. Pero Justi y Cia, que ya son los Batman y Robin de León, se merecían el apoyo moral de nuestra mirada. Y Álex Angulo, el homenaje.


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True Detective. Temporada 2

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En mi nuevo televisor Full HD de 43 pulgadas, el rostro angelical de Rachel McAdams, otrora armonioso y delicado, se ha descubierto, para mi horror, lleno de lunares. No esas pecas traviesas que a veces lucen las anglosajonas, sino excrecencias carnosas, verruguiles, que colonizan como cagaditas de oveja su cuello y sus mejillas. Hay un lunar, en concreto, en el párpado de su ojo derecho, que me ha traído a mal traer durante los ocho capítulos que ha durado True Detective, temporada 2. No sé si en las otras películas de Rachel McAdams el lunar ya estaba ahí, maquillado por las profesionales, o disimulado por la pobre resolución de mi anterior aparato. Pero en esta serie ha sido una mosca cojonera que se posaba en el televisor todo el rato, pero por dentro, inalcanzable a los manotazos o las golpes de zapatilla. Tal vez sea un lunar de atrezzo, colocado ahí con la artística pero poco honorable intención de afear a Rachel, para que nos la creamos mejor en su papel de mujer policía, perseguida por su pasado. Un lunar que tendría el poder mágico de volverla humana, terrenal, como una señora más que pega sus cuatro tiros en el trabajo y luego baja a comprar yogures al supermercado.

        De cualquier modo, esta mancilla sobre Rachgel nos la habría traído muy floja si True Detective II hubiera sido tan entretenida como su antecesora. True Detective I no necesitó de un gancho sexual para dejarnos los ojos como platos, y los oídos como aberturas de un gramófono. Pero en este esqueje putativo uno se aburre con mucha frecuencia, mareado en diálogos de una trascendencia shakesperiana, y confuso en una trama de raíces inaprensibles. Desnortado en un enredo de detectives que antes eran dos y peculiares, y ahora son ciento y sacados del molde de los arquetipos. 

    True Detective II ha sido una decepción policial que demandaba el solaz de una belleza femenina donde reposar la mirada. Menos mal que de vez en cuando, aunque su personaje fuera bastante plomizo y previsible, estaba ahí Kelly Reilly para lucir su cabello pelirrojo, su rostro de pantera, su escote profundísimo de abismos inconfesables, decorado, esta vez sí, por miles de pecas que hacían las veces de asideros donde sujetarnos a la realidad, y no caer como dementes al abismo de la turgencia. 



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Citizenfour


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Fahrenheit 9/11, y antes que ella JFK, nos dieron un puñetazo en la cara para despertarnos de nuestro Matrix contemporáneo. Para entender que por encima de los parlamentos y los senados, los presidentes y los monarcas, existe un poder inalcanzable y omnímodo que dicta la marcha del mundo. La económica, por supuesto, y luego la militar, siempre a su servicio. Los representantes democráticamente elegidos sólo son monigotes que se pliegan a los dictados del verdadero mandamás. Tipos con mucha jeta, o con mucho carisma, que conocen el doble juego de la realidad, pero no se inmutan cuando mienten en los mítines, o en las entrevistas de la televisión. Caraduras que saben de su papel mínimo, secundario, prácticamente irrelevante. Marionetas que siempre llevan una mano metida por el culo y hablan con la voz  muy poco disimulada de su amo.


La película de terror de este año se titula Citizenfour, que es el seudónimo que usaba Edward Snowden en sus primeros contactos con la prensa. Aquí no voy a contarles la historia de nuevo. Presupongo que mis lectores, que son cuatro gatos muy escogidos de los callejones, son gente informada y leída. Sólo diré que no se dejen engañar por los entusiasmos de la crítica. Lo que cuenta Citizenfour, faltaría más, es una trama del máximo interés, pero el cómo se cuenta es harina de otro costal. La cosa pinta bien al principio, con Snowden en su hotel de Hong Kong y los periodistas asistiendo a sus revelaciones con la mandíbula inferior tocando el suelo. Pero luego Snowden se pone en plan informático, que si Linux, que si MSDOS, que si placa base, y la directora de la función, en lugar de cortar estas turras en la sala de montaje, deja que el tío desbarre hasta que uno se queda frito. 

Muchos minutos después, al despertar, Citizenfour seguía allí, más o menos en la misma onda, y uno, que sigue el documento por deber de ciudadano concienciado, empieza a sentir aguijones de antipatía por este héroe de nuestro tiempo. Es que no calla, el jodío, y la seño, en vez de poner orden en la clase de informática, no hace más que pintarse las uñas y enviar mensajes a su novio por el móvil.



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Calabria, mafia del sur

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Calabria es una película italiana que trata sobre los mafiosos de verdad. No los de Chicago con los borsalinos, ni los de Atlantic City, con el whisky. Ni los de Nueva Jersey con las basuras. Que también son mafiosos, no lo niego, tan psicópatas y tan irascibles como cualquier matón que se precie, pero que ya tienen una pátina de americanos bien lavados y afeitados, con buenos trajes y colonia cara que les regala su operadísima mujer de grandes tetas.

    La mafia que protagoniza Calabria es muy parecida a la que tuvo que abandonar Vito Andolini en las alforjas de un burro, allá en su pueblo siciliano de Corleone. Ha pasado más de un siglo entre una ficción y la otra, pero la mafia fetén sigue funcionando con gentes parecidas, aunque ahora se muevan en todoterrenos, y se comuniquen con teléfonos móviles. Siguen siendo los mismos tipos cejijuntos y cetrinos, malencarados y vengativos, que viven colgados de los montes donde triscan las cabras y se despeñan los tomates. Y que siguen disparándose con las luparas por asuntos de lindes o de burlas al honor. Son los mismos Giuseppes con boina que viven casados con las mismas Francescas de mil medallas de la Virgen colgadas al cuello.

           Estos mafiosos que se quedaron en Calabria no tienen nada que ver con sus primos americanos, ni con sus hermanos de Milán, que se dedican al trapicheo de drogas o a la esclavitud de prostitutas, y que cuando regresan al pueblo por vacaciones lo hacen en cochazos impolutos. Los calabreses sedentarios, al lado de la despensa donde guardan el vino peleón y el queso de cabra, guardan los tarros de las esencias, que abren con disimulo para perfumar el ambiente cuando llegan las visitas, para recordarles que podrán vivir muy lejos, en Nueva York, o en Carajistán, pero que jamás dejarán de ser unos calabreses maniatados por sus raíces.



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El marido de la peluquera

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La vida de los hombres deslucidos es un largo desierto con oasis sexuales muy distantes entre sí. Los hombres más impacientes curan su sed en fuentes muy alejadas de la pureza, que al final son las que dan más sed, y nunca terminan de romper el maleficio. Otros hombres, menos hormonados, aguantan como pueden el reseco chaparrón, y se refugian en los sueños eróticos de la gran pantalla, o en el voyerismo de la vecina del cuarto, inalcanzable y guapísima en su espléndida madurez. O encuentran, una vez al mes, o cada dos, según los presupuestos, a las peluqueras. A mí, por ejemplo, me pasa que en las vacas flacas ellas son el único contacto sensual que ameniza la larga hambruna. Las únicas mujeres que por exigencias del guion te acarician el cabello, te rozan la nuca, colocan su pecho muy cerca de la piel requemada. Para nada un encuentro sexual, ni un contacto cerdícola: solo el recuerdo de que una mujer, en la cercanía, hace que el mundo parezca de otro color

            Ignoro si la vida sexual de Patrice Leconte sufría una travesía del desierto cuando rodó El marido de la peluquera, su obra maestra incontestable. Pero si no fue él, desde luego, fue un buen amigo quien le puso sobre la pista de esta sensualidad atrapada en las peluquerías de caballeros, regentadas por mujeres que sin pretenderlo se convierten en un bálsamo, en una invitación a cerrar los ojos y dejarse llevar por el roce en la nuca, por el aliento en la oreja, por el pecho en la espalda... El marido de la peluquera es un sueño erótico hecho realidad: el que tuvo Antoine a los doce años, cuando supo, en una revelación súbita, que sólo casado con una peluquera encontraría la paz de la vida sencilla y la armonía sexual. Por qué vagar por el mundo incierto de las mujeres y no acudir, directamente, al refugio de tanto rechazo y tanto quebranto.  Por qué volar de flor en flor, de espina en espina, y no pedirle matrimonio a Mathilde, para que nos deje vivir allí, en el propio establecimiento, sin más mundo que su visión, sin más experiencia que sus manos, sin más amistades que los clientes que llegan y rápidamente se van.




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