La conversación

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Hay oficios, como el mío, allá en el colegio de educación especial, que viven de la desgracia ajena. En el mundo del futuro, cuando las ciencias hayan adelantado que es una barbaridad, ya no existirán niños con deficiencias a los que atender, y mi trabajo, como otros parecidos, se perderán en el tiempo como recuerdos de un tiempo prehistórico. 

    Echo la vista a mi alrededor, en esta pedanía perdida del noroeste, y son muchos, yo diría que legión, los que también llenan el frigorífico aprovechando que el mundo es imperfecto o doloroso. Al otro lado del cristal, en el hospital comarcal, cientos de personas cobran sus sueldos gracias a que la gente enferma, y tiene accidentes, y ronda la muerte. Un vecino mío vive de arreglar coches todos los días, que es una desgracia menor, comparada con las otras, pero muy molesta y demasiado frecuente. Allá vive un cantinero que hace su negocio a costa del hígado de sus parroquianos, que cuanto más beben más lo enriquecen. Incluso mi otro vecino, el pintor, se aprovecha de que las casas están mal hechas, o desfallecen con la edad, y en ellas se descascarilla la pintura y se enmohecen las paredes. Y qué decir del empleado de la funeraria, del agente de seguros, del humorista que hace chistes a costa de la clase política...


 Y tambièn están, por supuesto, como en una raza aparte, los detectives privados como éste que protagoniza La conversación, la película perdida de Coppola entre los dos Padrinos, tan rara como hipnótica, tan sugestiva como gélida. Los trabajadores antes citados no creamos la desgracia de la que vivimos, como hacían Charlot y Jackie Coogan destrozando los cristales que luego reponían, y hasta firmaríamos un manifiesto para que fueran erradicadas y pudiéramos vivir de algo más noble y elevado. Pero Harry Caul, en La conversación, cuando descubre a los amantes dándose el lote, o a los empleados robando el material de oficina, no sólo no restaña el mal del mundo, que en su caso suele ser un pecadillo sin importancia, sino que los amplifica, y los magnifica, pues el cliente que ha pagado por sus servicios luego descarga la furia vengativa sobre los pillados in fraganti, a veces incluso con criminales consecuencias. Y Harry Caul, el pobre, que vive atrapado en su oficio como la mayoría de nosotros, incapaz ya de dedicarse a otra cosa, siente remordimientos que lo atormentan y lo convierten en un hombre amargado y triste. 

    Sólo en el saxofón, que es un instrumento muy propio de las gentes solitarias, encuentra Harry el consuelo a la paradoja maldita de su trabajo.


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Las altas presiones

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En Las altas presiones, Miguel es un treintañero largo que regresa a su Pontevedra natal buscando exteriores para una película que él no dirije, aunque si la pontevedresa es guapa, e impresionable, y se siente atraída por el tipo que "hizo carrera en Madrid", él dice que sí, que la dirije, nos ha jodido, para no malograr la conquista. Porque Miguel ha venido a Pontevedra a trabajar, sí, pero también a recordar los viejos tiempos, y a cobrarse alguna pieza en la semana de safari que le paga la productora.


    En Pontevedra, por lo que se ve, los treintañeros que apuran su edad dorada se conservan estupendamente, lo mismo ellas que ello. Supongo que es por los aires benéficos del Atlántico, o por las bajas presiones que curiosamente, contradiciendo el título de la película, suelen rondar amablemente sus cabezas. Pues nada: habrá que irse a vivir allí, de balnearios, o de turismos rurales. Si no fuera por las canas que se entrevén en las barbas de ellos, y por las arruguillas -por otro lado muy atractivas- que se adivinan en los ojos de ellas, uno casi pensaría que Las altas presiones va de unos veinteañeros que juegan a tener añoranzas de adultos, y no de unos pre-maduritos que juegan al flirteo de cuando eran más jóvenes y relucían.

El paisaje industrial, en cambio, que es el motivo artístico que Miguel persigue con su tomavistas, está mucho peor conservado. Las fábricas derruidas y los negocios abandonados delatan una Galicia que se corrompe a un ritmo mayor que el de sus habitantes. Allí, como en todos los sitios, ya sólo queda el sector primario, el batallón de funcionarios y el ejército interminable de camareros que sirven los mariscos y los vinos de la tierra. Y los políticos que lo jodieron todo, claro.


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Cien años de perdón

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Me siento a ver Cien años de perdón convencido de que los ladrones que son robados por otros ladrones son los mafiosos que esquilmaron las arcas públicas de Valencia, y que lo hicieron, además, con el beneplácito de los votantes, de los telediarios, del mismísimo papa Benedicto, que con esa manía que tienen los papas de bendecir al aire, al tuntún, sin ningún objetivo en concreto, lo mismo santifican a las gentes honradas que a los chorizos que los reciben al pie del avión. 

    Que el ficticio banco atracado por Luis Tosar y su pandilla de uruguayo-argentinos se llame Banco Mediterráneo me había llevado, seguramente, a la confusión. Pero no. El terrible secreto que se esconde en las cajas de seguridad no son los fajos de binladens, ni podían serlo, además, gilipollas que es uno, porque los billetes de 500 -salvo algún despiste del concejal más imbécil de los contubernios, que los guarda bajo el colchón o bajo el parquet- están todos en Suiza, o allende los mares, porque estos esquilmadores son unos auténticos profesionales, gente fina y preparada que no se iba a dejar los billetes en un banco, como los pobretones de la plebe, a la intemperie de un atraco cualquiera, para que años y años de esforzada dedicación, de sólido compromiso con los votantes más merluzos, terminen con Butch Cassidy y Sundance Kid lanzando los billetes al aire entre risotadas y compadreos. 




    No. Lo que se esconde en la caja 314 es un disco duro con documentos que comprometen a La Jefa, supuesta Presidenta del Gobierno que en sus tiempos del ascenso político se sirvió de un voto tránsfuga para ejercer el poder que se le escurría entre los dedos. Sólo los adictos a ciertos telediarios y a ciertas tertulias niegan con la cabeza los que los demás asumimos como cierto: que Calparsoro y su guionista están hablando, con muchos años de retraso, de cierto golpe de estado que tuvo lugar en cierta comunidad autónoma carente de mar. En Cien años de perdón hay atracadores, rehenes, picoletos, expertos del CNI, y entre todos ellos, paseándose como un fantasma, o como un holograma de los que vende Tom Hanks en Arabia Saudí, una señora muy rubia y muy pija que es la mar de resalada y de campechana. Se agradece, la intención de los cineastas, que además tienen que hilar muy fino para no caer en la injuria, porque de aquellos polvos no quedaron ni los lodos ni los rastros. Menudos son, los perpetradores, cuando se ponen. Se agradece, digo, el guiño, y el recochineo, pero a buenas horas, los mangas verdes, que eran unos policías de los Reyes Católicos que tenían fama de llegar siempre tarde a los puntos calientes: a los atracos, y a las fechorías, en general.


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Charly

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Iba a decir que Charly Gordon, en la película Charly, es un retrasado mental que vive feliz en su buhardilla con los cuatro chavos que le pagan en la panadería. Pero de pronto he recordado que ya no estamos en los años sesenta, y que a los hombres y mujeres así desfavorecidos ya no se les puede llamar así. Ahora hay que usar terminologías más suaves, más respetuosas, que recorren caminos verbales a veces fatigosos y poco claros. De hecho, ahora mismo, enfrentado a la descripción de Charly Gordon, no soy capaz de articular una definición exacta, académica incluso, que no deje resquicios para la queja, para la corrección, para la indignación, incluso, de algún lector muy sensibilizado. Dejémoslo, pues, estar.

    En la película,  un grupo de científicos muy sesenteros que llevan bata blanca y manejan grandes superordenadores, le ofrecen a Charly Gordon la posibilidad de aumentar su inteligencia con una operación en el cerebro. Él sería el primer humano en probar tal terapia, tras los éxitos alcanzados con ratones. Charly no es infeliz con su vida de simplón, pero barrunta que sus prójimos disfrutan de placeres y experiencias que él tiene vedadas por naturaleza. Así que no duda en someterse a la operación, y aunque los frutos intelectuales tardan en llegar, cuando llegan son espectaculares, ubérrimos, imprevistos en los cálculos preliminares de los sabios. De tal modo que Charly -ahora el señor Gordon- ya no es un humano más con el CI estándar, sino un hombre superdotado que de todo aprende y de todo hace una reflexión única y provechosa.

   Pero ay: Charly se ha vuelto más inteligente, pero no más feliz. La clarividencia que da la sabiduría le ha hecho comprender el mal del mundo, el destino aciago de los hombres. Y además, para más inri, gracias a sus nuevos "superpoderes", Charly ha descubierto la jodienda que siempre viene pegada con el amor: el dolor de la incertidumbre, la agonía del rechazo, el acero punzante de los celos, cuando él antes vivía tan feliz con sus instintos del kit básico, como cualquier animalico del Señor. Saber que el mundo está condenado al holocausto nuclear, al efecto invernadero, a la superpoblación sin coto, es un asunto doloroso. Pero tener que lidiar con el corazón dodecafónico de las mujeres -comprenderlo, rondarlo, agasajarlo, conquistarlo, conservarlo, recuperarlo- es una tarea hercúlea que pide a gritos un poco menos de inteligencia, y de discernimiento.






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La ley del mercado

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Le tengo mucha estima, y mucho cariño, al tatarabuelo Karl, que allá en su exilio de Londres alumbró la llama que todavía guía al proletariado. Es cierto que ahora las cosas pintan bastos, y que son los ricos, nuestros enemigos, los que levantan barricadas para no repartir ni las migajas. Pero sin las enseñanzas del tatarabuelo, que durante siglo y medio removieron algunas conciencias, y metieron el miedo en algunos cuerpos, viviríamos una distopía laboral aterradora, no muy diferente de aquella que puso en marcha los primeros humos de la Revolución Industrial.


    Sin embargo, el entrañable tatarabuelo se pasó de soñador, o de entusiasta, y aunque a uno le joda admitirlo ante las amistades, y mucho más ante los desconocidos, no hay más remedio que rebatirle. El trabajo, por ejemplo, no dignifica al hombre, como él afirmó con toda la buena intención del mundo, para que los obreros se ufanaran y tomaran conciencia de su poder. El trabajo, si no es creativo, si no es fructífero, si no ilumina cada despertar con un estímulo que recorra la espina dorsal, es más bien todo lo contrario: una carga, una obligación, una jodienda cotidiana que poco a poco te va robando el ánimo y la energía. Los años de salud, y los sueños de juventud. El trabajo tiene algo de cárcel, de internado, de campo de prisioneros. Una maldición bíblica que el mismo libro del Génesis explica y advierte.


    El trabajo no otorga la dignidad, pero el desempleo, desde luego, la pone a prueba. Hay parados dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de pagar las deudas y llenar el frigorífico. Y también parados que se lo piensan dos veces, y anteponen los principios a la necesidad, y que en su desamparo, y en su cara de circunstancias, nos dan lecciones de vida que nos sacan los colores. Uno de estos tipos es Thierry, el protagonista de La ley del mercado, que es una película francesa de mucho provecho y mucha reflexión. Mira que lleva hostias, y reveses, y desengaños, el bueno de Thierry, cincuentón bigotudo que busca un empleo bajo las piedras del sistema... Este actor llamado Vincent Lindon borda su papel de ejemplo moral, pero también le ayuda mucho ese parecido inquietante que guarda con el Vicente del Bosque de hace unos años, de cuando el marqués entrenaba al Real Madrid y era uno de los pocos hombres justos que vivían en esa Sodoma de empresarios sin escrúpulos, directivos sin criterio, directores generales del sí señor y lo que usted diga y a mandar que para eso estamos. 




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Polytechnique

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En diciembre de 1989, en la Escuela Politécnica de Montreal, un trastornado de veinticinco años llamado Marc Lépine irrumpió armado con un fusil semi-automático en aulas y comedores y asesinó, selectivamente, con una sangre fría que pone los pelos de punta, a catorce mujeres que tuvieron la mala fortuna de cruzarse en su camino. En su nota de suicidio -pues Lépine tenía decidido, y en efecto cumplió, pegarse un tiro al terminar la matanza- dejó escrito que lo suyo era un acto de protesta contra el feminismo, pues las feministas no sólo le habían amargado la vida en lo personal, sino que amenazaban, a escala universal, con reducir al hombre a un pelele subalterno. Una justificación como otra cualquiera para vestir de fiesta su impulso psicótico, su ramalazo de alimaña.


    Estos son, grosso modo, los hechos que cuenta Denis Villeneuve en Polytechnique, una película pequeña, modesta, casi un mediometraje, de cuando el canadiense era poco conocido fuera de su país. Igual que en sus películas más conocidas -que aquí han sido muy alabadas y muy recomendadas a los amigos- el bueno de Denis, el cabronazo de Denis, no espera a que el espectador acomode el culo, se termine el yogur y apague las últimas luces. Denis exige un compromiso absoluto desde el primer fotograma, como si estuviéramos en misa, o fornicando, porque su cine es muy serio, y muy exigente, y en Polytechnique, sin preparativos ni transiciones, empieza a saco con la masacre para que el espectador sepa que no va a encontrar concesiones ni respiros. Uno sólo, quizá: el blanco y negro que evita la evidencia chillona de la sangre, el rojo llamativo que provoca el asco y troca el drama por el gore. Quizá, también, para rebajar la crueldad de un crimen que fue verdadero y traumático. Que fue confeccionado a partir de los testimonios que dejaron los supervivientes, y que fue expuesto a los familiares de las víctimas antes de su estreno para que ejercieran su derecho de veto. Qué preestreno -silencioso, mortuorio, demoledor, de lágrimas contenidas y derramadas- tuvo que ser aquél. 



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Mistress America

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En los primeros tiempos del cristianismo, la lista de pecados capitales incluía también la tristeza, que se consideraba un desdén por el mundo, una abdicación de los regalos del Señor. Hasta que un papa gregoriano decidió que la tristeza sólo era una forma más de pereza y dejó la lista cerrada en siete. De no ser así, aquella película de Fincher se hubiera titulado "Eight", y no "Seven".  

    Desde entonces, mucho se ha hablado de incluir un octavo pecado capital que estuviera a la altura de los demás, y lo mismo los sabios en sus doctos mamotretos, que los legos en sus tontas tertulias, quien más quien menos ha postulado un gran vicio que mereciera codearse con los siete ya consagrados.

Yo siempre ha pensado que el candidato ideal sería el prejuicio. Ese juicio superficial que hacemos sobre la persona que acabamos de conocer, y que por esos misterios de la bioquímica neuronal se nos queda grabado a fuego. No es maldad, ni mezquindad: sucede, simplemente, que las conexiones neuronales, una vez prefijadas, son muy costosas de desmontar, y son como carreteras fallidas que necesitan un gran presupuesto para ser repensadas. El prejuicio es un asunto económico, más que malicioso. 

    De eso va, supongo, del prejuicio personal, del mal conocerse las personas en Nueva York, o en cualquier otro sitio, la última charada de Noah Baumbach, que es un cineasta al que había prometido no volver a frecuentar hasta que descubrí que en Mistress America trabajaba Lola Kirke, y la lujuria, que es un pecado capital con muchos siglos de prosapia, reconocida por papas y plebeyos, monjas y rockeros, me empujó a pecar de nuevo con ella. La película, hay que reconocerlo, es sumamente entretenida, y aunque su leitmotiv es confuso y disperso -o yo no tengo altura intelectual para diseccionarlo-, he pasado la tarde saltando entre la belleza de Lola Kirke (que es mucha e inaprensible) y la enjundia de algunas reflexiones que se dicen en el guion, y que Noah Baumbach pone en boca de tipos que parecen estúpidos, o de tipas que parecen medio bobas. Lo que no sé es si lo hace para jugar justamente a los prejuicios, para reírse de sus sentencias, o para descojonarse directamente de nosotros, los espectadores, que tratamos de analizar en vano la situación.



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Born to be blue

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Born to be blue -que es un biopic muy inteligente que nos ahorra los tediosos años de infancia y formación- recoge a Chet Baker en el punto más bajo de su carrera: drogadicto en rehabilitación, presidiario en libertad condicional, desmadejado en camas solitarias porque las mujeres ya no le soportan... Y desdentado, además, porque un maleante al que debe mucho dinero le ha partido la piñata en una paliza callejera. Sin los incisivos, Baker no puede soplar la trompeta, y sin la trompeta, Baker ya no es nadie, sólo un músico en paro, un don nadie más de la costa Oeste de los americanos. El jazzman blanco que un día soñó con destronar a Miles Davis y a Dizzy Gillespie, y que ahora tiene que ganarse las habichuelas, y cumplir las horas marcadas por el juez, tocando en locales de tercera división.

    Es aquí donde Born to be blue se convierte en una versión jazzística de ¡Qué bello es vivir!, pues si a James Stewart, en el momento máximo de su desesperación, se le aparecía el ángel para elevarle la autoestima, y hacerle ver que el mundo sería peor sin él, a Chet Baker, con más potra todavía, se le aparece un ángel mucho más hermoso y seductor, quizá un arcángel de los cuerpos de élite celestiales. Ella es Jane, admiradora del hombre y del artista, una mulata cuyo cuerpo quita el sentío y cuya bondad reconforta el espíritu. Jane, que además tiene más paciencia que el santo Job, acogerá a Chet Baker en su seno durante el día, y en sus senos, durante la noche, y beso a beso, y confianza a confianza, irá haciendo de él un hombre de provecho en las horas más oscuras. 

    Baker -al que da vida un inquietante Ethan Hawke que de chaval no tenía ni media hostia y que ahora saca un músculo interpretativo de asustar- se agencia unos piños postizos, cambia la embocadura de la trompeta, se agarra como un náufrago a las dosis de metadona... Con la ayuda de su arcángel particular, y de las recomendaciones de sus viejos amigos, Baker volverá a coger la forma y a presentarse en los clubs más selectos de Nueva York. Pero ay: Chet sólo es Chet Baker si la heroína recorre sus venas para agitar los dedos e improvisar las notas. Con la metadona, Baker sólo es un músico del montón con una novia de no merecer. ¿Tirará más la trompeta que el par de tetas? El drama está servido.



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