Antes del atardecer
Antes de amanecer
Gattaca
🌟🌟🌟
El futuro ya está aquí y no era más que eso: muchas televisiones de pago y teléfonos móviles en el regazo.
La mayoría de mis conocidos se volverían a escandalizar si reencontraran “Gattaca” en las plataformas de la tele. Nueve de cada diez espectadores -¡qué digo, noventa y nueve de cada cien!- opinan que el destino está escrito en el medio ambiente y no en nuestros genes. Que es la educación, la disciplina, la que configura nuestras redes neuronales, y que el gen no pinta nada o solo “predispone” de una manera muy sutil, apenas un susurro de la naturaleza enfrentado al huracán indomable de las experiencias.
Como yo pertenezco al uno por ciento díscolo de la platea, todo esto me parecen paparruchas y engreimientos tontos del espíritu. Creer que podemos modelar a nuestros hijos o a nuestros alumnos no es más que soberbia y ganas de chupar cámara cuando nos enchufan. En medio siglo de vida apenas he conocido a un par de progenitores gestantes y no gestantes -¿es así, Irene?- que asumieron su papel secundario y se limitaron a sus funciones básicas pero altísimas: proporcionar un sustento, un techo, una seguridad, una confianza en las malas rachas de la vida. No es moco de pavo. Luego los hijos son como son, la gente es como es, y nadie puede hacer mucho al respecto. Los genes escriben nuestro destino y luego viene la vida a matizar algunas palabras o algunos giros del idioma. Nada sustancial.
“Gattaca” es una película muy honesta. No lanza mensajes bobos de superación personal. El personaje de Ethan Hawke asciende finalmente a los cielos -literalmente- porque engaña a todo el mundo o es tolerado en su engaño. Él había nacido para ser un subalterno, un paria de la vida, como la mayoría de nosotros, pero su empecinamiento ilegal le llevó a cumplir su sueño de astronauta. Pues muy bien...Yo también podría ligar con la pelirroja más guapa de la comarca si primero atracara un banco y luego me tiñera el pelo de rubio, me pusiera lentillas azules y fardara de peluco y de coche deportivo por ahí. Pero eso no es trascender las limitaciones genéticas. No es "superarse". Es dar el pego.
El señor de la guerra
🌟🌟🌟
Leyendo “1984” aprendimos que la guerra es el medio, y el armamento la finalidad. Y no al revés, como nos enseñaron en la escuela.
Esto pasa mucho en la vida cognitiva: traslocar medios y fines, causas y consecuencias. De hecho, en “El señor de la guerra”, Andrew Niccol ofrece la misma versión que venía en nuestros libros de texto: primero se enciende el conflicto y luego se buscan las armas para dirimirlo. En esa versión equivocada de la realidad, el traficante de armas que interpreta Nicholas Cage es un hijoputa sin escrúpulos, pero también es verdad que si él no llevara los kalashnikov al campo de batalla otros lo harían en su lugar.
Andrew Niccol -por lo demás un cineasta sobradamente inteligente, como demostró al escribir el guion de “El show de Truman”- no parece haber entendido bien a George Orwell. Porque cuando leees "1984" es como si te cayeras del tanque blindado camino de Damasco. Como si te dieran un bofetón revelador que te pone la cara del revés. ¡Es la acumulación de armas, idiota! Cuando los almacenes ya no dan abasto con ellas y la producción industrial se ralentiza, los dueños del negocio usan al sociópata de turno para que refresque algún viejo conflicto fronterizo. Unas veces le pagan, otras le provocan, y a menudo le jalean desde algún foro internacional. ¿Alguien se cree que Vladimir Putin tiene verdaderos intereses en Ucrania..? Lo que pasa es que se le estaban oxidando los tanques en los hangares, nada más. El viejo nacionalismo panruso no es más que una excusa para explicarse enel telediario.
La industria del armamento da de comer a millones de personas de un modo directo o indirecto. Si se demostrara que los teléfonos móviles matan por radiación de positrones, los mercaderes los seguirían fabricando porque la industria ya no puede detenerse. Y tratarían de convencernos de la bondad de los tumores cerebrales. Los mismos obreros cancerosos saldrían en manifestación para impedir el cierre de sus fábricas. Por el pan de sus hijos, y por las letras del apartamento.
El misterio de Glass Onion
🌟🌟🌟
“El misterio de Glass
Onion” fue la última película de estas navidades. De estas vacaciones de
Navidad, quiero decir, que empezaron el 22 de diciembre con la confirmación de
la pobreza y terminaron el 9 de enero con la celebración de la salud, Y lo escribo
sin ironía, porque la salud sigue siendo el pilar que sostiene todo este tinglado:
el de la vida y el de la escritura.
Han sido diecisiete días
de comidas inapropiadas y de perezas insólitas en la cama. Alcohol no mucho:
algún vino extra por los bares de León y una sidra El Gaitero para celebrar que
habíamos llegado vivos a Nochevieja. Han sido diecisiete días de reencuentros
familiares, de compras de libros, de torneos de billar por los garitos menos
recomendables. No soy yo, sino el hijo, que me arrastra... También han sido diecisiete
días colgado al teléfono, como Stevie Wonder, cantando “I just called to say I love
you”... Y dos citas arrebatadoras. Y bici, mucha bici, ya que cerraron las piscinas
y el tiempo atmosférico acompañaba. He
logrado -no del todo- el Equilibrio de la Lorza. Ir achicando a pedaladas las
grasas que entraban en los dulces y en los guisos. Y en las tapas de los bares,
donde nunca sirven brócoli ni compota de manzana.
Pero ya se me acabó este
privilegio, este momio, este chollo. La inflación se está llevando mi sueldo de
maestro, pero, de momento, los días de asueto permanecen intocados, como en los
mejores tiempos del funcionariado. Y yo, puestos a elegir, lo prefiero así. Prefiero
el tiempo al oro, como cantaba Serrat. Y la vida al sueño también. Y las
películas a casi cualquier otro entretenimiento. Ha sido una Navidad muy fértil
en ese sentido, pero muy frívola también. He visto mucha cuchipanda que tenía
pendiente a la espera de ver las cosas más serias en compañía. “Glass Onion” ha
sido la guinda que coronó el pastel. La cebolla que le dio el toque último al
estofado. Una película divertida, tontorrona, imperfecta... También es verdad
que yo soy un lerdo de campeonato y que jamás me cosco de quién es el asesino. La
red está llena de gente muy inteligente, está comprobado.
The last movie stars
🌟🌟🌟🌟
El contraste de estos documentales con la vida real es casi espeluznante. La vida real está llena de gente fea, sin trascendencia, sin apenas pedigrí. Yo me incluyo, por supuesto. La vida real casi nunca es rubia y con ojos azules. Y cuando lo es, suele terminar en un espejismo o en una estafa: una apariencia angelical que escondía a un gilipollas o a una caprichosa. Yo, al menos, veo una mujer como Joanne Woodward y aunque puedo pensar que es muy bella me cambio de acera. O veo a un fulano con aires de Paul Newman y pienso que está a punto de venderme algo, o de chulearse con algo que lleva puesto o que compró.
Salvo honrosas excepciones, los Newman Rodríguez o
los Woodward García suelen ser fraudulentos o hacérselo con un bote del Carrefour. Para más
inri, suelen pertenecer a la alta sociedad de los pijos, de la realeza, de la
casta económica dominante. Los rubios de barrio -como mi hijo, al que su abuela
sigue llamando Paul Newman porque es su abuela- ya tienen otro brillo en el
pelo y otro fulgor en la mirada: en ellos todo es más mate y tristón.
Quiero decir que a este lado del océano no existen parejas tan ideales como Paul Newman y Joanne Woodward. Tan físicamente, moralmente y diplomáticamente envidiables, como diría Chiquito de la Calzada. Qué gran película, por cierto, hubiera sido una que juntara a nuestro Chiquito con estos dos anglosajones de la pradera: “Tenéis los ojos más claros que la sopa de mi mujer”... Es verdad que Paul Newman tenía arrebatos de alcoholismo y que Joanne Woodward parecía un tanto arpía para los suyos. Pero joder: son minucias en este sistema binario de dos estrellas que danzaron una alrededor de la otra hasta la extinción de la primera y el apagamiento de la segunda.
Por lo demás, Newman y Woodward eran un dechado de virtudes:
filantrópicos, majetes, listos, con sentido del humor. Tan buenos artistas
como padres preocupados. Activos, incansables, sagaces para los negocios. De izquierdas,
incluso, aunque de izquierda americana, claro, que es como aquí ser votante del
PP. Pero bueno: se agradece. No sé... Son tan admirables que hasta dan un poco
de grima.
El hombre del norte
🌟🌟🌟🌟
Pues sí, queridos amigos,
y queridas amigas: ustedes están como yo. Por un lado está la película y por
otro el misterio que la sobrevuela: comprender cómo estas bestias del Norte, que
en el siglo IX eran poco más que primates con espada, pecadores irracionales de
la tundra y de la taiga, llegaron, con el tiempo, a construir las
civilizaciones más avanzadas que jamás ha conocido la humanidad. Ese milagro
escandinavo que es la envidia cochina de todos los votantes socialistas del sur,
que siempre introducimos la papeleta soñando con noches eternas y trenes que
llegan a la hora.
Qué cambió, qué genes se
modificaron, qué conquistas se produjeron, cuáles fueron los vientos benévolos
de la historia, para que los descendientes de estos borrachos impenitentes, de esos
carniceros profesionales, crearan un Edén próximo al Círculo Polar donde los impuestos son altos pero las prestaciones cojonudas.
Donde las calles han sido tomadas al asalto por las bicicletas y las flores. Donde
ya se da la inexistencia práctica de hombres y mujeres a no ser para negociar los
asuntos de la cama, porque ya nadie pregunta por ese detalle vital a la hora de
pagar o de contratar.
Ay, los nórdicos... Confieso
que yo vivía enamorado de ellos mucho antes de saber lo que era la
socialdemocracia, porque antes de las ideas políticas estuvieron los cómics de “El
capitán Trueno”, y allí -al principio en blanco y negro, pero luego ya a todo
color- vivía la novia eterna del capitán, Ingrid de Thule, con su cabello
rubísimo y su piel blanca como la leche de las cabras. Una mujer todo belleza y
todo valentía, que amaba al capitán como todos querríamos ser amados alguna vez.
Ingrid era la princesa de las nieves y la reina de las brumas. Y, al mismo
tiempo, el calor que te protegía de todo escalofrío. Ay, Ingrid... De aquellos
sueños infantiles vinieron luego estas fascinaciones, y estos apostolados de lo
nórdico. Me ponen una de vikingos y ya me quedo turulato. Cuanto más sangre
ponen a chorrear, yo más me adentro en el misterio.
Boyhood
🌟🌟🌟🌟🌟
Boyhood -como ya saben nuestros amigos de la cinefilia-
es un experimento único que se rodó a lo largo de doce años, con los mismos
actores, y las mismas actrices, aprovechando las coincidencias en sus agendas
laborales o estudiantiles. Cada vez que se juntaban, estos amigos rodaban una
nueva escena del guion, o le sugerían a Richard Linklater una improvisación que
surgía en el tiempo de espera, ligada a sus propias biografías. Nunca hizo
hacía falta caracterizar a nadie para añadirle unos centímetros de más, o quitarle
unos cabellos de menos; para poner pelillos en el bigote o estirar la panza de sus
padres, porque el mismo calendario -que no conoce rival en cuanto al Oscar al
Mejor Maquillaje- ya se encargaba de poner a cada uno en su sitio.
Doce años, exactos, son los que tarda el niño Mason -y en paralelo,
claro, el actor que lo encarna -en recorrer la distancia entre el uso de la
razón y el ingreso en la Universidad. No es casual que la película empiece con
Mason tumbado en la hierba, con seis años, abriendo los ojos como quien
despertara al mundo. Porque antes de los seis años se vive, pero es como si no
hubiera existido nada, un espacio brumoso, sin conciencia, sólo estampas sueltas y recuerdos
confundidos. La última escena de la película es la de Mason mirando al primer
de su vida, arrobado, con una sonrisa de tonto que todos hemos sufrido alguna vez. Este amor será, por supuesto, con el correr del tiempo, el primero que
le parta el corazón y le rasgue las entrañas. Cuando te enamoras por primer vez,
empieza, en cierto modo, la cuesta abajo, y tampoco es casualidad que la película
termine justo ahí, al borde del abismo...
En paralelo a la vida
de Mason, doce años separan la juventud de sus padres del inicio de su
decadencia. En doce años -y muchos lo hemos constatado en la vida real- da tiempo
a casi todo: a divorciarte, a reencontrar el amor, a volver a perderlo, a sufrir un
susto, a engordar, a adelgazar, a quedarte sin energías, a recobrarlas, a
volverte un cínico, a ver cuatro Champions insospechables del Madrid... Y a ver, por supuesto, a nuestros hijos crecer
-madurar, con un poco de suerte. Pero verles, en cualquier caso, abandonar la
infancia y la adolescencia montados en un cohete
espacial, en un rayo velocísimo. Un visto y no visto. Para un niño, doce años
transcurren con la pesadez insondable de doce siglos, pero para sus padres, doce
años son apenas doce minutos en el reloj. Te despistas un momento viendo la
repetición de un gol, y cuando giras la cabeza para comentárselo a tu hijo, ya
no está.
Training Day
Aquí, en el colegio de Educación Especial, también existe el Training Day para los que aspiran a patrullar estos pasillos y convertirse en agentes de la ley educativa. Por estas fechas de la primavera, las candidatas al puesto -pues la mayoría son mujeres, en sesgo profesional que merecería sin duda una tesis doctoral- se presentan en las puertas del centro como Ethan Hawke en su primer día de detective, armadas con sus carpetas de reglamento y sus bolígrafos de alto calibre.
El reverendo
Que un sacerdote pierda la fe en Dios y siga ejerciendo su oficio no es un fenómeno tan extraño. El cardenal Martini le dijo una vez a Umberto Eco, o se lo hizo entender en un circunloquio, que en el Vaticano había muchos hombres que continuaban con sus carreras como un modus vivendi en el que Dios ya no era imprescindible. La Llamada del Señor les había puesto en camino, pero una vez desvanecida, el camino continuaba.
Predestination
Para perpetuar las especies, los primeros seres vivos de la Tierra utilizaban la estrategia del autorreplicamiento para soslayar los equívocos del amor y sus quebraderos de cabeza. Los protozoos, en una especie de masturbación del núcleo celular, se dividían en tipos idénticos que garantizaban la continuidad de la especie, y se ahorraban tener que cortejar a la protozoa que vivía en la roca vecina: comprarle flores, invitarla al cine, a cenar, insinuar la última copa en el apartamento, antes de fusionar las membranas y mezclar los citoplasmas, que es como se echaban los polvos primigenios.
Los antiguos protozoos, que fueron los verdaderos habitantes del Paraíso Terrenal, se copiaban a sí mismos en las tardes aburridas del domingo, cuando ya no tenían otra cosa que hacer, y con dos cocciones del ADN producían colegas idénticos con los que se iban de cañas y jugaban la pachanga del fútbol. Era un mundo sin complicaciones, básicamente feliz, pero evolutivamente desastroso. Sin la variedad genética que produce el sexo, cualquier virus, cualquier cambio en el ecosistema, arrasa poblaciones enteras de clones. Si cae el primer individuo, cae el último. Y así, tras varias extinciones que casi terminaron con la vida en el planeta, los protozoos decidieron que había llegado la hora de mezclar sus genes. De emparejarse con las enigmáticas protozoas para que las descendencias salieran variopintas y armadas con diferentes arsenales bioquímicos.
Antes que el diablo sepa que has muerto
Los hermanos Hoffman-Hawke- antes de que el diablo sepa que han muerto y pueda hervirlos en los pucheros infernales- pecan contra todos los mandamientos de la Ley de Dios. Los diez, de cabo a rabo, sin saltarse ninguno. Desde los tiempos de Bette Davis o de James Cagney, en algún clásico olvidado del blanco y negro, que no se veía una cosa igual. Por variopinta. Y por contumaz.
Born to be blue
Born to be blue -que es un biopic muy inteligente que nos ahorra los tediosos años de infancia y formación- recoge a Chet Baker en el punto más bajo de su carrera: drogadicto en rehabilitación, presidiario en libertad condicional, desmadejado en camas solitarias porque las mujeres ya no le soportan... Y desdentado, además, porque un maleante al que debe mucho dinero le ha partido la piñata en una paliza callejera. Sin los incisivos, Baker no puede soplar la trompeta, y sin la trompeta, Baker ya no es nadie, sólo un músico en paro, un don nadie más de la costa Oeste de los americanos. El jazzman blanco que un día soñó con destronar a Miles Davis y a Dizzy Gillespie, y que ahora tiene que ganarse las habichuelas, y cumplir las horas marcadas por el juez, tocando en locales de tercera división.