Capote

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De niño, sin haberla leído siquiera, me atraía irresistiblemente la novela de Truman Capote, que estuvo durante años encima del televisor. El libro era una edición muy cuidada del Círculo de Lectores, con tapa dura y ribetes dorados en el lomo. Había algo perturbador en aquellas palabras, sangre y fría, casi un oxímoron de siniestras contradicciones.... En la portada del libro había dos ojos que lloraban como lágrimas negras hacia arriba, o como sangre coagulada, y yo me estremecía cada vez que sopesaba el tomo para leerlo, o para hacer el amago de leerlo, antes de devolverlo a su lugar. Yo no conocía por entonces a su afamado autor, que también tenía algo contradictorio en el nombre, como de inglés y de torero al mismo tiempo. Quién sería aquel tipo, me preguntaba yo, del que tantas alabanzas se escribían en la solapa. Y qué demonios querrían expresar aquellos dos ojos sanguinolentos del dibujo, como de muerto recién asesinado, o de diosa vengativa.


     Una tarde de verano, o de vacaciones de Navidad, allá por los doce o trece años, vencí el miedo y empecé a leer A sangre fría. Creo que nunca he leído algo tan gélido y emotivo al mismo tiempo. Es una prosa exacta, milimétrica, que narra unos acontecimientos terribles y violentos. No sólo el asesinato de la familia Clutter fue perpetrado a sangre fría: la misma novela estaba escrita así, gélida y candente a la vez, como si Capote narrara unos hechos acaecidos hace mucho tiempo, o muy lejanos en el espacio, y él no hubiera estado efectivamente allí, al pie del cañón, en el mismísimo Holcomb, mangoneando voluntades y engrasando maquinarias judiciales. 

    Muchos años después, frente a la pantalla de cine donde ponían Capote, el cinéfilo Álvaro Rodríguez habría de recordar aquella tarde remota en que su padre le puso A sangre fría en las manos y le dijo: te va a encantar. Veinte años tuvieron que pasar para conocer, al fin, los entresijos de aquel libro que de vez en cuando aparecía en mis pesadillas de niño iletrado.




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Matar a un ruiseñor

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Atticus Finch, en el imaginario común, ha quedado como el padre que todos desearíamos haber tenido cuando éramos hijos, y el padre que todos aspirábamos a ser, cuando los hijos ya eran los nuestros y ejercíamos el oficio. Nos sigue maravillando su rectitud moral, su severidad razonada, su capacidad de encarar las circunstancias con el gesto de un estoico y la paciencia de un sabio. Pero qué tarde, ay, ahora que ya hemos colgado las botas y los hijos campan a su aire, con lo poco que hemos sabido transmitirles. Comparados con Atticus Finch, que todo lo explica con verbo certero y flema británica, sin descomponer nunca el rostro ni la voz, nosotros, los padres de mi ecosistema, que hemos nacido en una época más vehemente y más atropellada, nos hemos comportado como auténticos verduleros de la pedagogía, como verdaderos exaltados del magisterio. Todo lo hemos enseñado a voces, a gritos, a tacos, con amplios gestos de regocijo o de lamento, como italianos exagerados en una comedia de Alberto Sordi. Las comparaciones son odiosas, sí, y en ésta con el gran Atticus - o con lo que hizo de él el gran Gregory Peck- salimos la mayoría trasquilados.



    Y eso que Atticus Finch, para los estándares modernos, contaminados ya para siempre del caso Madeleine, es un padre bastante dejado, incluso irresponsable según algunos talibanes. Es cierto que los chavales de Atticus, cuando él ha de trabajar en el juzgado, quedan a cargo de la criada Calpurnia. Pero Calpurnia, aunque tiene nombre de patricia romana, es una mucama que se pasa el día haciendo comidas sin olla exprés, y poniendo coladas sin lavadora automática, y no tiene tiempo para patrullar a la vivaracha Scout y a su hermano Jem, que libres del Gran Hermano ocupan los días enteros en la calle, yendo de acá para allá con sus fantasías. Eran otros tiempos, por supuesto, los años treinta, pero no muy distintos de los que yo mismo viví. Nosotros, en el arrabal de León, también nos criamos libres en las calles . Nosotros también teníamos nuestras casas malditas, nuestros tontos del barrio, nuestros hombres del saco. Nuestros lugares secretos y nuestros atávicos temores. Quinquis y gitanos incluso, de los que huíamos de lunes a jueves y con los que jugábamos las pachangas de viernes a domingo. La infancia de Harper Lee no fue muy distinta de la nuestra, y quizá por eso entendemos y justificamos la pachorra sólo teórica de Atticus Finch. Nuestros padres, para nada irresponsables, eran un poco como él, y nada en su labor nos sorprende ni nos escandaliza. 



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Julieta

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A mí me gustaba mucho el Almodóvar de las primeras películas, con aquellos personajes libérrimos que hablaban con la espontaneidad de las barriadas, y el vocabulario de los suburbios. Y aunque sus desventuras casi siempre sexuales u homosexuales eran una exageración de folletín, o de carnaval, yo me los creía como a un vecino de toda la vida, como a un colegui del instituto que se hubiera metido en parecidos berenjenales.

    En los últimos tiempos, sin embargo, con la única excepción de Volver, las películas de Almodóvar son una sucesión de altas damas de nuestro teatro, o de nuestro cine, que se ponen muy intensas para recitar textos literarios que nadie en su sano juicio utilizaría para expresarse. Todas ellas tienen un algo de Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses, afectado y aberarnte. Es muy posible que los relatos de Alice Munro sean cojonudos, pero su efecto literario en boca de las chicas Almodóvar suele ser ridículo, lamentable, como de mal culebrón de la sobremesa, y la película en cuestión se convierte en motivo de burla para los enemigos ancestrales de don Pedro. 

    Otras veces, como en Julieta, esta incongruencia teatral no molesta especialmente, quizá porque las actrices se curran el esperpento, y salen airosas del compromiso, pero el efecto dramático se pierde por completo, y el drama que tenía que conmovernos y arrancarnos la lágrima se queda en la piel sin traspasarla, como si los personajes nos lanzaran miguitas de pan, y no flechas puntiagudas, ni lanzas oxidadas. Sólo la canción final de Chavela Vargas suena auténtica y sincera, y redime, en parte, la decepción repetida de los noventa minutos anteriores.



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Todo es mentira

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Todo es mentira, en efecto. Las relaciones entre hombres y mujeres son una gran mentira. Necesaria, porque hay que reproducirse, e incluso recomendable, porque hace mucho frío por el invierno. Y porque la soledad, para qué vamos a engañarnos, es una cosa muy jodida que sólo aguantan los espíritus fuertes y desapegados. El superhombre que anunciara Nietzsche y cuatro supertíos más. Los demás, que somos carne mortal, mortales y rosas, necesitamos del otro sexo -o del mismo, pero ésa no es ahora la cuestión- para sentirnos completos, satisfechos, reconciliados con la vida. "Tú me completas", que decía Jerry Maguire en su película...


    Pero insisto: todo es mentira. No sé si mi tocayo Fernández Armero tenía la intención de denunciar este equívoco biológico, este enredo genético que divinizaron los bardos para confundirnos. En Todo es mentira, desde luego, el tema central que trae de cabeza a sus personajes es el amor, o más bien la imposibilidad de mantenerlo, más allá del flechazo primero que altera las hormonas como un big bang de la bioquímica, y del ardor guerrero de los orgasmos. La pareja de jovenzuelos que conforman Coque Malla y Penélope Cruz es en eso arquetípica: jamás sentirán un amor más sincero que el primero, cuando cruzan la mirada por primera vez y se reconocen interesados y cómplices. A partir de ahí, con las primeras palabras de saludo, con los primeros chistes de coqueteo, empezará el disimulo de las intenciones, la ocultación de los pasados, la reserva de los asuntos clasificados. La cuesta abajo del culo y sin frenos. Porque todo es mentira entre los amantes, impostura, desencuentro... Más allá de los gametos, todo es literatura y cinematógrafo.

    Pero también es cierto que gracias a los poetas, y a los cineastas, que nos han engatusado toda la vida y han creado en nosotros el acto reflejo de la fe, perseveramos en la mentira, y en el desencuentro, y en la vida real, como en la película de Armero, podemos alcanzar esta alta sabiduría para convivir con ella y superarla. No voy a decir que alegremente, pero casi. 





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La conversación

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Hay oficios, como el mío, allá en el colegio de educación especial, que viven de la desgracia ajena. En el mundo del futuro, cuando las ciencias hayan adelantado que es una barbaridad, ya no existirán niños con deficiencias a los que atender, y mi trabajo, como otros parecidos, se perderán en el tiempo como recuerdos de un tiempo prehistórico. 

    Echo la vista a mi alrededor, en esta pedanía perdida del noroeste, y son muchos, yo diría que legión, los que también llenan el frigorífico aprovechando que el mundo es imperfecto o doloroso. Al otro lado del cristal, en el hospital comarcal, cientos de personas cobran sus sueldos gracias a que la gente enferma, y tiene accidentes, y ronda la muerte. Un vecino mío vive de arreglar coches todos los días, que es una desgracia menor, comparada con las otras, pero muy molesta y demasiado frecuente. Allá vive un cantinero que hace su negocio a costa del hígado de sus parroquianos, que cuanto más beben más lo enriquecen. Incluso mi otro vecino, el pintor, se aprovecha de que las casas están mal hechas, o desfallecen con la edad, y en ellas se descascarilla la pintura y se enmohecen las paredes. Y qué decir del empleado de la funeraria, del agente de seguros, del humorista que hace chistes a costa de la clase política...


 Y tambièn están, por supuesto, como en una raza aparte, los detectives privados como éste que protagoniza La conversación, la película perdida de Coppola entre los dos Padrinos, tan rara como hipnótica, tan sugestiva como gélida. Los trabajadores antes citados no creamos la desgracia de la que vivimos, como hacían Charlot y Jackie Coogan destrozando los cristales que luego reponían, y hasta firmaríamos un manifiesto para que fueran erradicadas y pudiéramos vivir de algo más noble y elevado. Pero Harry Caul, en La conversación, cuando descubre a los amantes dándose el lote, o a los empleados robando el material de oficina, no sólo no restaña el mal del mundo, que en su caso suele ser un pecadillo sin importancia, sino que los amplifica, y los magnifica, pues el cliente que ha pagado por sus servicios luego descarga la furia vengativa sobre los pillados in fraganti, a veces incluso con criminales consecuencias. Y Harry Caul, el pobre, que vive atrapado en su oficio como la mayoría de nosotros, incapaz ya de dedicarse a otra cosa, siente remordimientos que lo atormentan y lo convierten en un hombre amargado y triste. 

    Sólo en el saxofón, que es un instrumento muy propio de las gentes solitarias, encuentra Harry el consuelo a la paradoja maldita de su trabajo.


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Las altas presiones

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En Las altas presiones, Miguel es un treintañero largo que regresa a su Pontevedra natal buscando exteriores para una película que él no dirije, aunque si la pontevedresa es guapa, e impresionable, y se siente atraída por el tipo que "hizo carrera en Madrid", él dice que sí, que la dirije, nos ha jodido, para no malograr la conquista. Porque Miguel ha venido a Pontevedra a trabajar, sí, pero también a recordar los viejos tiempos, y a cobrarse alguna pieza en la semana de safari que le paga la productora.


    En Pontevedra, por lo que se ve, los treintañeros que apuran su edad dorada se conservan estupendamente, lo mismo ellas que ello. Supongo que es por los aires benéficos del Atlántico, o por las bajas presiones que curiosamente, contradiciendo el título de la película, suelen rondar amablemente sus cabezas. Pues nada: habrá que irse a vivir allí, de balnearios, o de turismos rurales. Si no fuera por las canas que se entrevén en las barbas de ellos, y por las arruguillas -por otro lado muy atractivas- que se adivinan en los ojos de ellas, uno casi pensaría que Las altas presiones va de unos veinteañeros que juegan a tener añoranzas de adultos, y no de unos pre-maduritos que juegan al flirteo de cuando eran más jóvenes y relucían.

El paisaje industrial, en cambio, que es el motivo artístico que Miguel persigue con su tomavistas, está mucho peor conservado. Las fábricas derruidas y los negocios abandonados delatan una Galicia que se corrompe a un ritmo mayor que el de sus habitantes. Allí, como en todos los sitios, ya sólo queda el sector primario, el batallón de funcionarios y el ejército interminable de camareros que sirven los mariscos y los vinos de la tierra. Y los políticos que lo jodieron todo, claro.


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Cien años de perdón

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Me siento a ver Cien años de perdón convencido de que los ladrones que son robados por otros ladrones son los mafiosos que esquilmaron las arcas públicas de Valencia, y que lo hicieron, además, con el beneplácito de los votantes, de los telediarios, del mismísimo papa Benedicto, que con esa manía que tienen los papas de bendecir al aire, al tuntún, sin ningún objetivo en concreto, lo mismo santifican a las gentes honradas que a los chorizos que los reciben al pie del avión. 

    Que el ficticio banco atracado por Luis Tosar y su pandilla de uruguayo-argentinos se llame Banco Mediterráneo me había llevado, seguramente, a la confusión. Pero no. El terrible secreto que se esconde en las cajas de seguridad no son los fajos de binladens, ni podían serlo, además, gilipollas que es uno, porque los billetes de 500 -salvo algún despiste del concejal más imbécil de los contubernios, que los guarda bajo el colchón o bajo el parquet- están todos en Suiza, o allende los mares, porque estos esquilmadores son unos auténticos profesionales, gente fina y preparada que no se iba a dejar los billetes en un banco, como los pobretones de la plebe, a la intemperie de un atraco cualquiera, para que años y años de esforzada dedicación, de sólido compromiso con los votantes más merluzos, terminen con Butch Cassidy y Sundance Kid lanzando los billetes al aire entre risotadas y compadreos. 




    No. Lo que se esconde en la caja 314 es un disco duro con documentos que comprometen a La Jefa, supuesta Presidenta del Gobierno que en sus tiempos del ascenso político se sirvió de un voto tránsfuga para ejercer el poder que se le escurría entre los dedos. Sólo los adictos a ciertos telediarios y a ciertas tertulias niegan con la cabeza los que los demás asumimos como cierto: que Calparsoro y su guionista están hablando, con muchos años de retraso, de cierto golpe de estado que tuvo lugar en cierta comunidad autónoma carente de mar. En Cien años de perdón hay atracadores, rehenes, picoletos, expertos del CNI, y entre todos ellos, paseándose como un fantasma, o como un holograma de los que vende Tom Hanks en Arabia Saudí, una señora muy rubia y muy pija que es la mar de resalada y de campechana. Se agradece, la intención de los cineastas, que además tienen que hilar muy fino para no caer en la injuria, porque de aquellos polvos no quedaron ni los lodos ni los rastros. Menudos son, los perpetradores, cuando se ponen. Se agradece, digo, el guiño, y el recochineo, pero a buenas horas, los mangas verdes, que eran unos policías de los Reyes Católicos que tenían fama de llegar siempre tarde a los puntos calientes: a los atracos, y a las fechorías, en general.


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Charly

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Iba a decir que Charly Gordon, en la película Charly, es un retrasado mental que vive feliz en su buhardilla con los cuatro chavos que le pagan en la panadería. Pero de pronto he recordado que ya no estamos en los años sesenta, y que a los hombres y mujeres así desfavorecidos ya no se les puede llamar así. Ahora hay que usar terminologías más suaves, más respetuosas, que recorren caminos verbales a veces fatigosos y poco claros. De hecho, ahora mismo, enfrentado a la descripción de Charly Gordon, no soy capaz de articular una definición exacta, académica incluso, que no deje resquicios para la queja, para la corrección, para la indignación, incluso, de algún lector muy sensibilizado. Dejémoslo, pues, estar.

    En la película,  un grupo de científicos muy sesenteros que llevan bata blanca y manejan grandes superordenadores, le ofrecen a Charly Gordon la posibilidad de aumentar su inteligencia con una operación en el cerebro. Él sería el primer humano en probar tal terapia, tras los éxitos alcanzados con ratones. Charly no es infeliz con su vida de simplón, pero barrunta que sus prójimos disfrutan de placeres y experiencias que él tiene vedadas por naturaleza. Así que no duda en someterse a la operación, y aunque los frutos intelectuales tardan en llegar, cuando llegan son espectaculares, ubérrimos, imprevistos en los cálculos preliminares de los sabios. De tal modo que Charly -ahora el señor Gordon- ya no es un humano más con el CI estándar, sino un hombre superdotado que de todo aprende y de todo hace una reflexión única y provechosa.

   Pero ay: Charly se ha vuelto más inteligente, pero no más feliz. La clarividencia que da la sabiduría le ha hecho comprender el mal del mundo, el destino aciago de los hombres. Y además, para más inri, gracias a sus nuevos "superpoderes", Charly ha descubierto la jodienda que siempre viene pegada con el amor: el dolor de la incertidumbre, la agonía del rechazo, el acero punzante de los celos, cuando él antes vivía tan feliz con sus instintos del kit básico, como cualquier animalico del Señor. Saber que el mundo está condenado al holocausto nuclear, al efecto invernadero, a la superpoblación sin coto, es un asunto doloroso. Pero tener que lidiar con el corazón dodecafónico de las mujeres -comprenderlo, rondarlo, agasajarlo, conquistarlo, conservarlo, recuperarlo- es una tarea hercúlea que pide a gritos un poco menos de inteligencia, y de discernimiento.






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