Palombella Rossa

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Nunca he vuelto a encontrar al Nanni Moretti de Caro Diario, o de Abril, que son dos películas maravillosas que guardo como tesoros en mi estantería. El cineasta que vino después se perdió en el humor bufo y tontorrón, o se volvió un dramaturgo trascendente como hay otros cuarenta mil rondando por los festivales. 

    El Nanni Moretti anterior a todos, como éste de Palombella Rossa, es un tipo simpático que sin embargo cuenta historias muy apegadas a su biografía personal, con simbolismos, onirismos, pelusillas indescifrables de su ombligo, o argumentos muy relacionados con la política italiana del momento, que para un españolito del montón es el asunto esquemático de un Partido Comunista que siempre perdía y una Democracia Cristiana que siempre ganaba bendecida por el Papa.

    Palombella Rossa es el relato felliniano, o buñuelesco, de un partido de waterpolo que enfrenta a la izquierda con la derecha política. Moretti, que es el delantero boya que recibe las hostias más cruentas de los democristianos, marca unos bonitos goles de vaselina (palombella) que son la delicia del público, y la alegría de sus compañeros. Unos goles muy rossos que luego, como en la vida real, no sirven para nada, porque la derecha -siempre favorecida por el árbitro, y siempre unida ante la adversidad- se las acaba arreglando para ganar las competiciones de largo aliento. 

    En Palombella Rossa, Nanni Moretti hace examen de conciencia de su activismo juvenil, y se coloca en una postura incómoda de izquierdismo crítico y solitario. Allá en la piscina del waterpolo, Moretti monologa, dialoga, hace cruces de sus errores o planea propósitos de enmienda. Es una pura verborrea, un puro dolor de cabeza, que él mismo rompe en un par de ocasiones harto ya de no llegar a ninguna parte. Es entonces cuando la película se vuelve poética, hermosa, y nos recuerda, como dijo Truffaut, que siempre es preferible el reflejo de la vida a la vida misma. Qué nos importan ya las políticas, las reyertas, las discusiones bizantinas, cuando el doctor Zhivago cae fulminado por un infarto persiguiendo a Lara por las calles de Moscú. La realidad queda suspendida, ante tamaño drama, y se vuelve pedestre e insignificante. Qué nos importa ya el circo, la cháchara, el festival de los gobiernos y los telediarios, si en la megafonía del estadio suena la canción más hermosa de todos los tiempos, el  I'm on fire de Bruce Springsteen, y ya desprendidos de todo, y de todos, sólo somos ese hombre muerto de deseo que le canta maldades a su chica. 



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Cosmos

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Yo de niño quería ser astrónomo. Vivir en lo alto de una montaña, dos mil metros por encima del mundo y de los hombres, como Nietzsche soñaba vivir en Sils Maria. Yo quería estar en este mundo sin estar en él, como los monjes en el monasterio, o los fareros en el faro. Vivir más pendiente de las estrellas que de las personas, porque yo, de niño, a las personas ya las intuía desconcertantes y poco propicias. Yo quería ser astrónomo para vivir en el observatorio, encaramado al telescopio, entregado a la persecución de las trayectorias y los mundos. Yo, que antes había querido ser soldado inmortal, y futbolista de poca brega, y ayudante de Félix Rodríguez de la Fuente, cuando conocí a Carl Sagan en la tele decidí que ése tipo era mi futuro, mi vocación, mi escapatoria feliz de la vida. Yo quería saber las mismas cosas que él, y explicarlas con el mismo entusiasmo pedagógico. Con él tuve la certeza, ya nunca desarraigada, de que los secretos del Universo son los únicos que importan, porque todos somos, en el fondo, Universo, átomos de estrellas que se recombinaron en nuestros cuerpos y que dentro de varios eones, cuando el sol se apague y la tierra se convierta en cenizas, regresarán al vacío interestelar para formar parte de algo nuevo. He aquí la verdadera reencarnación, y la verdadera promesa de un más allá.




    En los tiempos de Cosmos, nuestro televisor era en blanco y negro, y en él el espacio se veía gris y aburrido, y las galaxias blancas y monótonas. Pero me daba igual. En las enciclopedias del colegio recuperaba los colores que la tecnología catódica nos hurtaba, y así, repintado con Plastidecor, el universo era un mundo fascinante en el que yo deseaba perderme para encontrarme. Yo ya no quería salir a la naturaleza con Félix Rodríguez de la Fuente, con tanto bicho peligroso que andaba suelto, ni viajar a bordo del Calypso de Jacques Cousteau, que sólo de pensarlo ya casi me mareaba, yo que potaba en todos los autocares cuando íbamos a Gijón en los veranos. No. Yo con diez años quería ser astrónomo, y con una convicción apabullante respondía a los adultos que se interesaban en mi porvenir. Pero hubo un día maldito en el que olvidé por completo mi cometido, y en la adolescencia estúpida perdí de vista el sueño de la astronomía, y erré el camino de la felicidad. Seguí un sendero tortuoso, improductivo, básicamente vacío, que me ha conducido hasta aquí, hasta este ordenador que es mi confesionario y mi pañuelo de lágrimas. Cada vez que vuelvo a ver Cosmos ya no veo a Carl Sagan didáctico y vehemente, sino el reflejo, fantasmal, de un tipo fondón y triste que ya no tiene perdón ni remedio. 


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Tigres de papel

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Allá por 1977, en los albores de la Restauración Borbónica, los españolitos que pegaban carteles comunistas en las primeras elecciones generales se lanzaron a probar las costumbres tanto tiempo prohibidas por la ley, y por la Iglesia. Algunos lo hicieron porque sentían el impulso o la necesidad, pero a otros, como los protagonistas de Tigres de papel, les movía simplemente la curiosidad, o el afán de experimentar. O el placer de tocar los cojones a los guardianes de la moral, que todavía blandían un arma en la mano y un hisopo en la otra. Estos simpáticos personajes de Fernando Colomo, si tienen que fumarse un porro, se lo fuman; si tienen que apuntarse a una orgía, se apuntan; y si tienen que separarse del pariente, o de la parienta -que no divorciarse, ojo, porque hasta 1981 no se tramitó la ley que lo permitía-, se separan.

    A Carmen Maura y su trupé de moscones les bastan dos broncas y una desavenencia para tomar la decisión de largarse de casa y experimentar esa sensación excitante de saberse libres, tras tantos años de estricta vigilancia legal, y vecinal. Como son ciudadanos majos y enrollados, las rupturas no son nada traumáticas ni virulentas, y de vez en cuando, cuando aprieta la soledad, las parejas firman un armisticio para aliviar las penas y sofocar los instintos. El buen rollo preside estas des-uniones a-legales que tienen más de protesta que de convicción. Porque en el fondo estos personajes se quieren, y se estiman, y si viven en casas separadas es porque se lo pueden permitir. 

    Tigres de papel, en algunas cosas, se ha quedado muy obsoleta y aburrida, porque cuarenta años de reyes y legislaturas nos contemplan. Pero en el asunto de las separaciones conyugales es una película muy moderna, muy envidiable. Hoy en día, con el mercado inmobiliario paralizado, no hay nadie que coloque un piso en venta, y casi nadie que pueda permitirse una hipoteca y un alquiler al mismo tiempo. Así que las des-parejas modernas se ven obligadas a vivir  bajo el mismo techo, por falta de jayeres, y tienen que ver las películas en el mismo sofá compartido, con más o menos distancia entre los cuerpos, según el humor, y el aguante.



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El abrazo de la serpiente

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Uno de los libros que conforman los siete pilares de mi escasa sabiduría se titula Armas, gérmenes y acero. Lo escribió hace veinte años un hombre del Renacimiento llamado Jared Diamond, una americano que lo mismo escribe sobre idiomas en Nueva Guinea que sobre biología evolutiva en los primates. En las páginas de su libro, que son muchas y jugosas, Diamond trata de responder a una pregunta tan tonta como intrigante: ¿por qué fueron los pueblos europeos los que llegaron a América y la conquistaron, y no los indios americanos los que surcaron el océano Atlántico en sentido inverso para someternos a la voluntad de sus dioses? En 500 páginas de alto valor nutritivo se habla de agricultura, de ganadería, de metalurgia, de enfermedades víricas y de caprichos climáticos, y al final, sumándolo todo, tenemos a Cristóbal Colón desembarcando en Guanahaní como resultado final de una complejísima y azarosa ecuación. Era el destino el que soplaba, y no el Dios verdadero.



    Aquel encuentro brutal entre civilizaciones "avanzadas" y pueblos "atrasados" creó una onda sísmica que varios siglos después todavía retumba en los parajes. A comienzos del siglo XX, los europeos seguían adentrándose en zonas desconocidas del Amazonas buscando intereses espurios si trabajaban para una empresa depredadora, o elevados, si los empujaba el afán de conocer nuevos pueblos y culturas. O incluso demenciales, si algún tarado se refugia en la selva creyéndose el Mesías redivivo, y funda una comunidad de colgados muy parecida a la que el coronel Kurtz creó en la ficción de Apocalypse Now

    También navegan por el Amazonas biólogos y farmacéuticos, que buscan remedios naturales y venenos beneficiosos, y que, aprovechando el viaje, preguntan a los chamanes por alguna droga dura como la mítica "yakruna" para experimentar otro viaje más profundo y revelador. Todos estos tipos, más un chamán  llamado Karamakate que guarda la memoria de su pueblo y el secreto de las plantas, son los protagonistas entrelazados -y enzarzados- de El abrazo de la serpiente, una película colombiana que primero te fascina con su propuesta y luego te adormece como envenenado por curare. Porque la selva -si no es intrépida, si no es azarosa, si no está plagada de peligros- es un paisaje monótono y relajante que te induce al sueño mientras navegas por los meandros del gran río.



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Laberinto de pasiones

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Hace cuatro millones de años nuestros antepasados vivían el paraíso perdido de la promiscuidad entre los árboles. Los primates intercambiaban dos o tres gruñidos de protocolo y se entregaban sin culpa a los placeres de la selva. Las palabras follar y follaje comparten una etimología que se remonta a esos tiempos que todavía no conocían la posición erguida, ni el destierro en la sabana. 

Los milenios arborícolas fueron muy locos, y muy descocados, una época de absoluto desenfreno que los libros sagrados quisieron borrar de nuestra memoria, asegurándonos que no descendíamos de aquellas bestias lujuriosas, sino que habíamos sido creados de un barro nuevo e inmaculado, insuflado de alma y de altos valores etéreos. Hubo que esperar mucho tiempo para que el abuelo Darwin desmontara tales patrañas, y nos volviera a colocar en la rama correcta del gran árbol de la vida.  Pocas décadas después, la ciencia vino a demostrar que sólo un puñado de genes sin demasiada trascendencia nos separa de esos suertudos bonobos que todavía fornican a lo grande encaramados a los árboles. Unos primos carnales que todavía siguen de fiesta a las tantas de la madrugada, mientras que nosotros, "dignificados" por el trabajo, nos seguimos levantando muy temprano para derribar y reconstruir civilizaciones.


    Pero no todo ha sido sufrimiento y castidad para el homo sapiens. En cualquier época siempre hubo guerrilleros que trataron de revivir el sexo sin trascendencias, el placer sin remordimientos. Unos subversivos que fueron quemados, ahorcados, desterrados, maldecidos, sin que su llama fogosa llegara a extinguirse. Uno de estos risorgimentos del amor libre y locuelo lo vivimos no hace mucho en la Movida Madrileña, donde nativos y manchegos, mediterráneos y cantábricos, se juntaban en ciertos locales para celebrar la juventud y la alegría de vivir. Antes de que los dioses vengativos les enviaran el virus terrible de la muerte, y la fiesta tuviera que aplazarse sine die entre nostalgias y tragedias, Madrid se convirtió en un verdadero laberinto de pasiones que Pedro Almodóvar, protagonista y cronista de aquellos excesos, dejó retratados en esta película inclasificable de príncipes moros y golfas enamoradas. Una cosa que no tiene ni pies ni cabeza, ni orden ni concierto, pero que se ve con una sonrisa en la boca, y con una envidia en la mirada: la de quien no pudo vivir aquellos tiempos por edad, y por lejanía. Y porque uno, en el fondo, es un monógamo -aunque monógamo sucesivo- muy tradicional.


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The Big One

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Diez años antes de que estallara la crisis económica que todavía padecemos (algunos), cuando en España todavía era fiesta y comprábamos alegremente el piso en la ciudad y la segunda residencia en la playa y la moto de gran cilindrada para el chaval, Michael Moore, en Estados Unidos, recorría las ciudades deprimidas donde la clase media ya las estaba pasando putas. Pero que muy putas. Y corría el año del Señor de 1997... Nadie en este lado del Atlántico supo interpretar los augurios, porque nadie vio The Big One ni otros documentos parecidos. Y aunque los hubiéramos visto, nosotros, tan estúpidos, vivíamos en un país único donde el Gran Bigote iba a comerse los mercados y a competir con los alemanes de tú a tú y bla, bla, bla...

    En la gira promocional de su libro Todos a la calle, nuestro entrañable gordito, como un Borbón campechano que se saltara el protocolo, aprovecha las firmas de libros para conocer a trabajadores que acaban de ser despedidos de sus fábricas, o que han visto recortados sus sueldos hasta límites de subsistencia. Y no porque el negocio vaya mal, sino justamente por lo contrario: porque va viento en popa gracias a su trabajo, y a sus sacrificios, y los dueños, y los accionistas, ávidos de más dinero, han decidido trasladar los bártulos a otro lugar donde pagar todavía menos a sus esclavos. Y ya, directamente, forrarse el escroto de oro, y las nalgas de platino. 

    En el último tramo de The Big One, Michael Moore se entrevistará con el mismísimo CEO de Nike, Phil Knight, para afearle que la marca produzca sus zapatillas en Indonesia, pagando cuatro chavos a adolescentes descalzos que zurcen y pegan telas en hangares de mala muerte. El gachó, impasible, se agarrará a los principios básicos del neoliberalismo para justificar todas las tropelías de su empresa, desde el sueldo indigno hasta la deslocalización de las fábricas, pero con una sonrisa en la boca, eso sí, y con un compadreo muy amable, calzado con unas zapatillas deportivas -suponemos que Nike- y vestido de casual para la ocasión.

En The Big One, Michael Moore es entrevistado en un programa de radio.

ENTREVISTADOR: Usted al comienzo de su libro ha puesto dos fotos con la leyenda: "¿Qué es terrorismo?" Se trata de dos fotos casi idénticas. Edificios destruidos. Uno en Oklahoma City, en 1995, tras la explosión de la bomba. Y abajo, Flint, en Michigan, en 1996 [una fábrica derruida]. Resulta difícil distinguirlas. Dos muestras de destrucción. De ahí la pregunta: "¿Qué es terrorismo?"

MICHAEL MOORE: Evidentemente, si un camión cargado de explosivos hace saltar por los aires un edificio matando a 168 personas, eso es terrorismo. No cabe ninguna duda. Pero, ¿cómo le llamamos entonces si evacúan el edificio antes de hacerlo saltar por los aires? Los años siguientes, los que trabajaban allí, al haberles quitado su medio de ganarse la vida algunos de ellos murieron... Murieron por suicidio. O por malos tratos. O por drogas. O por alcoholismo. Todos los problemas que rodean a los que pierden su empleo. Aquella gente murió como la gente de Oklahoma. Pero a eso no lo llamamos un acto "terrorista", ni a la empresa "asesina". Yo considero que se da un acto de terrorismo económico cuando las empresas, no satisfechas con los beneficios realizados, echan a la gente para poder ganar tan sólo un poquito más.


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El juez

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La fascinación del hombre que convalece por la enfermera que lo cuida es un sentimiento universal que trasciende épocas y culturas. Yo he leído teorías para todos los gustos, sobre este impulso irrefrenable. La primera, que son sus uniformes, tan livianos cuando son blancos, y tan amables cuando llegan en tonos pastel, los que entre las luces extrañas de los hospitales, y el aturdimiento inevitable de la enfermedad, hacen que uno, en el ensueño, llegue a pensar que ellas son ángeles del cielo pululando alrededor de la cama. Pero ángeles con sexo, no bíblicos, de carne tibia y atributos inequívocos. 

La segunda, que allí expuestos, en el lecho, semidesnudicos y frágiles, sufrimos una regresión infantil que nos hace tomar a las enfermeras por nuestra madre solícita, y que no es, en puridad, un deseo sexual lo que sentimos por ellas, sino un complejo de Edipo que regresa tardío y baqueteado por la vida. 

    En El juez, Michel Racine es un ídem de gesto adusto y rituales mecánicos que dicta sentencias muy severas a sus condenados. A Michel, como a uno muy cercano que yo conozco, se le está pasando el arroz de la edad, el sueño del gran amor, y vaga por los tribunales con la esperanza decreciente de recibir un último regalo. No es sólo el pito, que le reclama, ni el orgullo, que lo zahiere. Es que, además, él imparte justicia en crímenes muy horrendos, que dicen muy poco del ser humano, y que lo arrastran a una misantropía que lo tiñe todo en tonos grises. Para pintar el mundo de colores, como en la canción de la acuarela, necesita una mujer luminosa que lo haga sonreír y confiar.

    Cuando quizá ya desesperaba, y aceptaba resignado su aciago destino, el juez Racine reencontrará, entre los miembros del jurado recién nombrado, a la señorita Ditte Lorensen, una cuarentona de muy buen ver con los ojos tan azules como los mares de Dinamarca. Ditte, en un pasado algo lejano, fue su doctora de guardia en una complicada operación, y aunque ella apenas lo recuerda, porque las enfermeras y doctoras reparten sus gracias entre centenares de pacientes, él, Racine, lleva su imagen en el corazón, grabada a fuego. A partir de ahí, la película dejará de ser un thriller judicial, y un documental encubierto sobre los tribunales franceses, para convertirse en la universal historia del hombre al que ya le importa todo un comino, y sólo piensa en su amada, a la que llama, y solicita, y requiebra, y dedica versos encendidos, como un adolescente enamorado. Cosa que no es para menos, con esta actriz llamada Sidse Babett Knudsen, la que un día fuera presidenta de Dinamarca y luego amante de Tom Hanks en el desierto. Y que hace de lesbiana feroz y voraz en una película que todavía no he visto, pero que ya ardo en deseos de tal. 


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Verano del 42


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1. Muchos años después de 1942, en los veranos de los ochenta, mis amigos y yo accedíamos a las revistas pornográficas que algunos padres no escondían demasiado bien, encima de armarios, o en cajones de fácil acceso. El progreso era evidente: nos iniciábamos antes, y a todo color, sin remilgos de germanías. Pero desde entonces, desde 1982, han vuelto a llover los tiempos y las tecnologías, y nosotros, comparados con los chavales de ahora, que campan por internet como exploradores intrépidos y de rápido aprendizaje, ya parecemos unos mequetrefes, unos tontainas, casi unos candidatos a la beatificación. Qué te voy a contar, entonces, de los muchachuelos del verano del 42, que contemplados desde esta atalaya nos parecen unos auténticos retardados, y casi mueven más a la compasión que a la risa.

2. Nada -con excepción de los discos de Frank Sinatra- ha hecho más por el amor en Estados Unidos que las bolsas de compra sin asas. En Verano del 42, Hermie y Dorothy se conocen gracias a que ella sale del supermercado con varias bolsas de más, abrazadas torpemente al cuerpo, y una de ellas cede a la prensión y cae al suelo. Ahí está Hermie, atento a la jugada, aprovechando la oportunidad pintiparada para darse a conocer. Allí, en Estados Unidos, si te gusta una chica, o una mujer, basta con seguirla en su itinerario comercial y esperar pacientemente el estropicio. Aquí, en cambio, que somos tan listos, hemos otorgado a nuestras amadas la escapatoria perfecta de la bolsa con asas, que pueden llevarse hasta diez en cada viaje, una en cada dedo, sin que el hombre dispuesto a ayudar tenga excusas para presentarse y darse a valer.

3. La belleza de Jennifer O'Neill en la flor de su edad no admite literaturas. Ni aproximaciones siquiera. Ni un congreso de mil poetas enamorados acertaría con los adjetivos precisos y necesarios. En ella todo está tan bonito, y tan bien puesto, que te ahoga el discurso en la garganta. Si luego, encima, cada vez que aparece en pantalla, nos ponen esa música maravillosa e inolvidable, el efecto de su hermosura se multiplica hasta límites casi intolerables. Contemplándola con la boca abierta, y con los instintos encendidos,  he recordado aquello que decía Karl Pilkington sentado en la cueva frente a las ruinas de Petra:

    “Es mejor vivir en el agujero, viendo el palacio, que vivir en el palacio viendo el agujero, ¿no? [...] Pero no hablaba sólo de edificios. De la vida, en general. Incluso entre una persona guapa y otra fea. De alguna manera, es mejor ser la persona fea que aprecia las cosas bonitas”.

    Es el consuelo que nos queda.





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