Beasts of No Nation

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Los había visto muchas veces en los telediarios, y en los documentales aterradores de La 2: niños que abultan menos que sus propios kalashnikovs y que vagan por las selvas africanas combatiendo en la facción desharrapada de cualquier guerra civil. Hoy los he vuelto a ver en Beasts of No Nation, que es una película sin aliños, sin cocciones, cruda hasta espantar a los espectadores más escrupulosos. 

    Niños como Agu, el protagonista a su pesar, que un día se levantan para ir al colegio y en el visto y no visto de un tiroteo se quedan sin maestros, sin padres, sin aldea en la que refugiarse, y son reclutados por una guerrilla que pasaba por allí a cambio de un cobijo y de un mendrugo de mandril. Les ponen un kalashnikov en bandolera, les sirven cocaína en polvo para el postre, luego les gritan que los tipos de la otra selva son unos antipatriotas y unos chorizos, unos violadores y unos asesinos, y los envían a la guerra para servir a un señor muy distinguido que vive muy lejos, en la gran ciudad, más antipatriota y chorizo que nadie. Y entre tiro y tiro, para hacerlos hombres de provecho y combatientes de pedernal, los obligan a violar mujeres y a ejecutar prisioneros en los descansos educativos de las refriegas.



    Y por debajo de ellos, en el subsuelo, moviendo los hilos y las codicias, el oro y el diamante, que son como la kriptonita que convierte a los seres humanos en bestias. O mejor dicho: que los devuelve a su estado natural de bestias. Sólo hay que rascar un poco la superficie para que Mad Max cabalgue de nuevo por los desiertos, o por las sabanas tropicales. Los occidentales hemos tenido la inmensa suerte de nacer sobre un subsuelo que nunca produjo gran cosa de valor: carbón, en las montañas lejanas, y petróleo, en los páramos tejanos o siberianos. Y poco más. Siempre que nosotros, o nuestros antepasados, necesitaron el metal precioso o el mineral indispensable, fuimos a robarlo a tierras muy lejanas donde además suele hacer mucho calor, y todo es como la pesadilla selvática de Apocalypse Now, o como las alucinaciones arenosas de Lawrence en Arabia. Habría que vernos a nosotros, los hombres del bienestar, viviendo sobre una montaña de riqueza que otra nación más poderosa quisiera arrebatarnos. 





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La tormenta de hielo

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Cuando el matrimonio de Ben y Elena Hood termina por congelarse en La tormenta de hielo -porque la chispa de la pasión ya no se enciende, y las manías del otro se han vuelto insoportables-, lo primero que piensan es en acudir a un asesor matrimonial para que les diagnostique el origen del mal, y le ponga remedio con unos cuantos consejos de Perogrullo, de puro sentido común, que ya recitaban las abuelas de los malcasados en los tiempos medievales. 

    La cosa, por supuesto, no funciona, porque nadie conoce mejor los secretos de la pareja  que la pareja misma, que se ha visto desnuda en la cama, y cagando en el váter, y vomitando intimidades en las fiestas alcoholizadas. ¿Qué va a saber de ellos un terapeuta que sólo los conoce de visita, que sólo dispone de recetarios de aplicación general? Un terapetura que tal vez -Dios no lo quiera- sea él mismo un hombre separado, o una mujer divorciada, y tenga una versión muy particular o muy sesgada del asunto.


    Desengañados de la terapia -y con muchos menos dólares en el bolsillo- el matrimonio Hood probará con el método más tradicional de acostarse con una persona de confianza para descongelar los hielos perpetuos. Y ya de paso, después del coito, o de lo que sea, aprovechar para aligerarse el espíritu con varios desahogos: que si mi marido no me comprende, que si mi mujer es una arpía, que si tengo que rehacer mi vida con otra persona y tal y cual.

    El señor Hood no tardará mucho en encontrar otra cama donde volver a sentirse un ser humano sexualizado. Pero lo que allí encuentra es más hielo todavía cuando el pito se le baja. Sexo del bueno, sí, pero nada más, porque la señora Carver, una vez satisfecha, no tiene humor para aguantar sus rollos postcoitales de macho proclive al autobombo. La señora Hood, por su parte, necesitará tomarse varios vasos de ponche para jugar al intercambio de parejas en la fiesta de unos vecinos sofisticados, y terminará -irónicamente- en los asientos abatibles de Mr. Carver, que no tarda ni tres segundos en confirmar que aquello es una cana al aire bastante lamentable. 

    Si esto era la prometida infidelidad, el cacareado adulterio, mejor me quedo como estaba, piensa la señora Hood mientras regresa a su casa cabizbaja. Allí se encontrará con el también derrotado señor Hood, tan bien follado como ninguneado por su amante, y entonces, mirándose a los ojos desengañados, ambos comprenderán que aún existe una tercera solución para los matrimonios mal avenidos: el ajo y el agua.





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Krámpack

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Para rematar sus actuaciones sobre el escenario, Ignatius Farray, el cómico que ha convertido sus propias taras en material de comedia, busca "chicos confusos" entre los espectadores para chuparles los pezones. Es una ocurrencia surrealista, estúpida, que nada tiene que ver con el discurso anterior de su monólogo (donde nada tiene que ver con nada, en realidad, porque Ignatius improvisa, desbarra, desnuda su alma, y lo mismo le sale una cacofonía de sandeces que un repertorio legendario de hallazgos).

    Al principio hay mucha perplejidad entre los asistentes, que venían preparados para descojonarse con un cómico peculiar y raruno, pero no tanto. Hay risas sofocadas, gestos de extrañeza, caras sonrojadas de "por favor, que a mí no me saque". Un incómodo compás de espera. Pero al final, para salvar la función, siempre hay un tipo que venía con los colegas y que se tira al ruedo porque ha bebido demasiado alcohol, o porque ha apostado una pasta gansa en el asunto. O porque es, verdaderamente, un chico confuso que busca probar una nueva experiencia. El caso es que Ignatius siempre se sale con la suya, y tras el lameteo pectoral, y su grito sordo de celebración, todo termina entre grandes carcajadas que alimentan su leyenda de comediante sin criterio.


    Y no cuento todo esto porque se me haya ido la pinza -que también-,  sino porque siempre que llega ese momento me acuerdo de Dani y de Nico, los dos amiguetes que en Krámpack también se chupan los pezones para echarse unas risas, y a veces, incluso, las pollas, en un juego homoerótico que no se sabe muy bien dónde les llevará.  Dani y Nico pasan juntos el verano en un pueblo de la costa, y allí, como son chavales simpáticos y bien parecidos, flirtean exitosamente con la muchachada femenina. Con las chicas salen en bicicleta, pasean por la playa, buscan rincones entre las rocas donde achucharse. Pero al final de la jornada, cuando regresan al chalet, la frustración se dibuja en sus rostros. Dani se queda con ganas de más sexo, cansado ya de los magreos sin continuación, y Nico, a quien en realidad las chavalas le importan un comino, se queda con más ganas de Dani, que es su amor verdadero. Así que ambos se acuestan en la misma cama y desnudos desfogan sus desencantos. El krámpack.




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Animales nocturnos

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Los escritores tienen fama de ser animales nocturnos. Pero en verdad son las musas quienes poseen el mal hábito de la madrugada. Son ellas las que aparecen a horas intempestivas para revolotear sobre las cabezas menos talentosas, y susurrarles al oído la idea que llevaba todo el día escondida como una niña traviesa. 

    Es por eso, porque hay que esperar la visita de las trasnochadoras, que los escritores mediocres, los esforzados, los que lo deben casi todo a la paciencia y casi nada al genio natural, han perdido ya el recto camino del ciclo circadiano. Como le sucede a Edward Sheffield en Animales nocturnos, que es un escritor frustrado que no le gusta ni a su propia mujer. Que ni siquiera es capaz de arrancarle una mentira piadosa cuando ella lee sus esbozos y sus manuscritos. Tan inseguro, y tan decepcionado, que terminará por rendirse, por claudicar ante la tarea, hasta que las musas, esta vez disfrazadas de trompazo de la vida que dejará en él una huella indeleble, le devuelvan las ganas de gritar, y hasta de vengarse un poquitín de quienes antes le menospreciaron.

    Los escritores de raza, en cambio, los que se ponen delante del folio o de la pantalla y trabajan concienzudamente sus ideas prístinas, son animales diurnos que llevan horarios estables y costumbres asentadas. Tipos muy aburridos, muy cuadriculados, de los que malamente se podría sacar una película con algo de carnaza. Los escritores de verdad se acuestan a una hora prudente, roncan el sueño de la satisfacción, y a la mañana siguiente, con la fresca, se levantan dispuestos a trabajar con el cuerpo descansado y el espíritu tonificado. Salen de paseo por el campo -porque muchos viven en el campo gracias a sus éxitos literarios-, hacen ejercicio, respiran el aire puro y regresan a casa con una bolsa de churros o de cruasanes en el zurrón. Se ponen el café, encienden el ordenador, mojan los manjares en el líquido sagrado y a partir de ahí ya todo es productividad y plenitud. Hacen la mañana frente a su escritura y luego, por la tarde, con la satisfacción del deber cumplido, le dedican su tiempo libre a la familia, al cine, a la lectura de otros autores quizá menos afortunados: los animales nocturnos de la frustración, que estos sí que dan para películas inquietantes, tenebrosas, de personajes atormentados que no paran de buscarse, y apenas se encuentran.




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Hasta el último hombre

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Hasta el último hombre no es una película antibelicista. No hagan caso de la publicidad. El soldado Desmond Doss, que se presentó desarmado en la batalla de Okinawa, no es moralmente superior a sus compañeros. Gibson le regala una hora entera de metraje para que entendamos su posición moral, su cabezonería de feligrés seducido por el quinto mandamiento. Asistimos con curiosidad a su infancia traumática, a sus amores gazmoños, a sus juramentos sagrados hechos sobre la Biblia. A su vida ejemplar de la América Profunda. Gibson siente simpatía por su protagonista, y hasta entiende su posicionamiento pacifista, pero pasada la primera hora de cortesía, cuando empiezan a caer los pepinazos sobre la isla de Okinawa, su objeción de conciencia valdrá tanto como la psicopatía de sus compañeros que se creen Rambo y siegan soldados japoneses como quien trabaja en la era armado de guadaña. Todos los soldados son necesarios para ganar la guerra, es el mensaje final de la película, y poco importa que antes de abandonar la trinchera le recen al dios Marte bañados en sangre, o al dios del Advenimiento bañados en santidad.

    A Gibson, además, lo que realmente le motiva es la víscera desparramada, el brazo cortado, la cabeza abierta, la pierna gangrenada. La rata que se come el cadáver agusanado. La truculencia y el asco. La sangre que salta y empapa los uniformes. Y a veces, incluso, en exceso narrativo, la propia cámara que filma las carnicerías. Los debates éticos sólo le sirven de excusa narrativa para armar la película. Hasta el último hombre es un remake encubierto de La Pasión de Cristo, solo que ahora los mártires son más terrenales y más americanos, y ya no tienen por enemigos a los judíos sibilinos del siglo I, sino a los japoneses malvados del siglo XX, que en manos de Gibson vuelven a ser unas caricaturas lamentables que sólo saben matar y poner ojos de trastornados. 

De nada nos sirvieron, ay, las cartas desde Iwo Jima ni las delgadas líneas rojas.  A Gibson le viene de perlas el soldado Desmond para dar rienda suelta a sus fijaciones sanguinolentas, porque este objetor de conciencia se paseaba por las batallas armado únicamente con sus paquetes de vendas y con sus inyecciones de morfina, y sólo iba atento al muslo desgarrado que se independizaba de su pierna, al boquete tremendo que dejaba ver el fistro diodenal. La arteria seccionada que irrigaba profusamente los baldíos arrasados. La casquería, y no otra cosa, es el tema principal de Hasta el último hombre






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Sing Street

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Al comienzo de La red social, el personaje de Mark Zuckerberg, rechazado por esa chica tan guapa que le adivina las intenciones, se encierra en su habitación estudiantil preso de la decepción, y suponemos que tras masturbarse en el cuarto de baño, y tras recomponer su figura ante el espejo, se lanza sobre su ordenador para crear el embrión de lo que más tarde se convertiría en Facebook. Un hito del progreso, del ingenio humano, la herramienta icónica de los inicios de este siglo -e incluso de este milenio si me apuran. Facebook, en su esencia, despojado de  poesía y de  trascendencia, sólo es el juguete que creó un universitario despechado para llamar la atención de su chavala. Otros con menos CI en la cocorota, o con menos ímpetu en las entrañas, se hubieran puesto a improvisar versos lamentables, o a componer tristes melodías de desamor. O a pergeñar el guión de una película romántica donde siempre llueve en los corazones. O hubiera llamado a los amigotes para tocar canciones con letras muy melancólicas sobre la soledad.


    Esto último, formar una banda de música para darse el pisto, y convocar las miradas de su amor imposible, es lo que hace el muchacho Connor en Sing Street, la película que hoy nos ocupa. Connor, el quinceañero de barriada, no va a la Universidad de Harvard como Zuckerberg, ni tiene un CI contrastado de la hostia, ni dispone de ordenadores -ni siquiera un mísero Spectrum de la época- allá en su barrio marginal de Dublín. Connor vive en los años ochenta, en la católica y apostólica Irlanda, y para olvidar la estricta educación de los Hermanos Cristianos, se pasa el día viendo la MTV que llega desde la pérfida Albión. Así transcurre su triste y monótona vida hasta que se enamora de Raphina, la chavala que sólo pisa el instituto por casualidad, que ya pasa de esas chorradas para inmaduros, y sólo alterna con tíos de pelo en pecho que conducen coches descapotables. Raphina es bellísima, inteligente, un año mayor que Connor. Inalcanzable. 

    Pero Connor, nuestro héroe, no se arredra ante las dificultades, y como es amiguete de un chaval que conoce  a otro que dispone de una batería y tal y cual, terminará montando un pifostio musical para mayor vanagloria suya. Y la cosa, contra todo pronóstico, funciona, con la hermosa pero algo inocente Raphina. Gracias a la música, y al orgullo desmedido del chaval, nacerán los brotes verdes del amor... 


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United 93

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En el chiste de Gila, un pasajero con miedo a volar razonaba que era imposible que los aviones se estrellaran como aseguraban en los telediarios, y que todos sus ocupantes muriesen al mismo tiempo en la tragedia, porque ya sería mucha casualidad que todos tuvieran señalado el mismo día para morirse, y que eso era un sindiós matemático, y una probabilidad ínfima que no podía ni considerarse. 

-Salvo que sea el día señalado para el piloto -respondía su compañero de asiento, muy poco tranquilizado en sus terrores, en cuyo caso ya poco importaban los destinos individuales, y los designios de las matemáticas.

    Eso fue lo que sucedió a bordo del United Flight 93 que acabó estrellándose en un campo de Pensilvania en la aciaga jornada del 11-S. Que sus pasajeros seguramente tenían marcado otro día fatídico en el calendario, cada uno en su destino, pero que fueron a coincidir el 11 de septiembre del 2001 con el día señalado para el piloto, para sus compinches en la fe. Y contra eso no pudieron hacer nada las cábalas probabilísticas. Ni sus intentos desesperados por defenderse. Y mira que lo intentaron, según la versión oficial que recoge la película de Paul Greengrass. Y a fe que hubieran logrado salvar sus vidas si ese mamón que controlaba los mandos no hubiera sido un fanático redomado, un ansioso de las mil vírgenes que le esperaban en el paraíso. Pero esto, ya digo, lo cuenta la versión oficial, que al parecer ha reconstruido los hechos gracias a las llamadas telefónicas que se produjeron desde el avión. Los terroristas perpetran el secuestro, los secuestrados se resisten, y a consecuencia de la lucha que se produce en la cabina, el United 93 se precipita contra el suelo. Punto final. Un asunto muy simple, y muy verosímil, que en la película te pone los pelos de punta y te quita las ganas de viajar en avión para una larga temporada. Al menos hasta que llegue el verano y la canícula  se vuelva más insoportable que el canguelo de volar. Pero hay otras teorías, ya digo, que circulan por ahí desde el mismo día de los hechos.
    Teorías que darían para rodar casi exactamente la misma película, pero con un final alternativo, y mucho menos edificante para el gran sueño americano, y para la gran patria que nos gobierna. 


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Los idus de marzo

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Para triunfar en el mundo de la alta política es aconsejable no ser buena persona. Cualquiera, dadas las circunstancias, podría ser el alcalde de su pueblo, o el representante local de un partido marginal, si hubiera que echar una mano a la comunidad o a los amiguetes que te reclaman. Sólo hay que leerse los papeles, firmar los documentos y manejar la suma y resta con llevadas para administrar los presupuestos. Y tener un poco de sentido común. Pero la política de verdad, la que consiste en ascender peldaños para alcanzar las esferas del poder, necesita tíos y tías con virtudes muy poco recomendables. No se puede llegar a presidente de nada, ni a subsecretario de cualquier cosa, si no se dispone de cierta habilidad para mentir, de cierta indiferencia para liquidar rivales. De tragaderas como bocas de metro para pactar con los enemigos si la situación lo requiere. Hay que manejar un cinismo de griego clásico para decir una cosa y luego sostener la contraria sin que a uno se le quite el sueño por la noche, ni el autorrespeto durante el día. Y sin que luego, delante de la cámara o del micrófono, la disonancia cognitiva altere tu gesto o tu mirada. O te haga temblar la voz. Hay que tener mucha jeta, mucho orgullo, mucho disimulo. Un autocontrol gélido que mete miedo en los votantes. Y luego hablan de la abstención...




    Pero hay gente todavía más sospechosa que los políticos: los asesores de los políticos. Lo aprendimos en Veep, o en The Thick of It, que son dos comedias canónicas donde los adláteres que rodean a la vicepresidenta, o al ministro de turno, son todavía más mezquinos y más intrigantes. Verdadera gentuza que vive directamente de la mentira, de la intoxicación, de la traición al compañero. Y lo aprendimos, también, en películas dramáticas como Los idus de marzo, donde los políticos que entrechocan las cornamentas sólo son actores secundarios en manos de sus asesores, que los traen y los llevan, los recomiendan y los advierten, los jalean o los reprenden. Tipos que conocen a la perfección los resortes del sistema, las estupideces de los votantes, las artimañas de los rivales. Una jungla de gorilas trajeados, chimpancés lúbricos, orangutanes con estudios y panteras rubias con ojos verdes que te nublan los sentidos. Es ahí, en ese ecosistema tan salvaje, done se juega el prestigio y los cuartos el bueno de Ryan Gosling. 

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