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Babylon

🌟🌟🌟🌟🌟

En las salas de cine, “Babylon” tuvo que ser un espectáculo como pocos. Una obra maestra. Y no sólo por el espectáculo tan barroco y excesivo. Lo digo porque allí Margot Robbie saldría cien veces más grande que en mi televisor y me dejaría aún más turulato cuando se presentaba en la primera fiesta vestida (es un decir) de rojo, o en la segunda bailando con aquel peto de albañil. Aquí, en mi televisor de 42” comprado hace diez años -HD, pero no UltraK ni HV (Hostias en Vinagre)- “Babylon” y Margot quedan algo desmerecidas, como achicadas, o amordazadas.

“Babylon” estaba hecha para verla en el cine, como las películas de antes, y en eso Danien Chazelle rodó un clásico instantáneo. Pero en el cine, ay, ya no se pueden ver las películas, o yo al menos ya no soporto esa tortura. Me he hecho viejo, y la neurosis ha aprovechado el bajón de mis defensas. En el cine la gente habla, y enreda, y mastica cosas que ronchan, y mantiene los móviles funcionando todo el rato. Y da igual que los silencien: los móviles vibran, y los consultan, y los encienden como siniestros gusiluces. En provincias, además, nunca subtitulan las películas, y yo ya estoy acostumbrado a las lenguas vernáculas y a los rótulos en castellano. No es esnobismo, sino aprecio. Puede que en el cine Margot Robbie fuera el doble de bella y de excitante, pero su voz de cazallera ya no sería la suya y eso impediría que mi amor floreciera como aquí.

Así que he vuelto a ver “Babylon” en mi castillo, en la paz del hogar, pero no como la primera vez, hace año y medio, cuando la pirateé preso de la impaciencia. La calidad del tesoro era incuestionable, pero recuerdo que la vi con la mente puesta en otro sitio: en un amor imposible de los de irás y volverás hasta el hartazgo definitivo. Vi “Babylon” con el espíritu maltrecho y el cuerpo astral en otro lado. Hoy, sin embargo, ya con un poco de paz en el alma, he vuelto a ver “Babylon” y me ha parecido mucho mejor que entonces. Imperfecta sí, y a veces fallida, pero también extravagante y genial, como eran a veces las mujeres que amábamos. 





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Tropic Thunder

🌟🌟🌟🌟


Hace un par de semanas, T. no paraba de reírse mientras veíamos a Tom Cruise evangelizando a los hombres asustados en “Magnolia”. “Seduce and destroy...”. Luego, al final de la película, su personaje se quitaba la máscara de gilipollas y se desmoronaba ante la muerte de su padre. Porque Tom será muchas cosas -un cienciólogo risible, y un canijo vanidoso- pero cuando trabaja en una buena historia es un actor tan bueno como el que más. Un actor como la copa de un pino, o como la copa de una secuoya, allá en California.

T. no conocía esa versión tan... cachonda de Tom Cruise, tan deslenguada y procaz, como de poligonero buenorro. Incluso en su versión de Ligón Oficial del Reino, él siempre tuvo ese aire de niño bueno y repeinado, quizá un tanto picaruelo en su sonrisa de seductor. Peccata minuta si alguna señora soñaba con tenerlo de yerno y exponerlo con orgullo ante las amistades. Ellas, por supuesto, no sospechan que tras la sonrisilla de un hombre -de cualquier hombre- suele esconderse una imaginación pornoerótica de alto contenido emocional.

Ayer, no sé por qué, mientras paseaba con el perrete, recordé que había otra película en la que Tom Cruise se ponía a hacer el idiota con una gracia de truhan desacomplejado. Una idiotez todavía mayor que en “Magnolia”, supina, de premio Oscar de la Idiotez. La película era “Tropic Thunder” y de repente me entraron unas ganas terribles de verla. Es verano, hace calor, y el trópico parecía un buen lugar para relajar la mirada y aflojar la mandíbula con una risotada.

Y jodó, que si mi reí... Con un poco de culpabilidad, eso sí, porque la película es una tontería prona, o una tontería supina, que nunca he sabido distinguirlas. Una majadería. ¡Pero qué majadería! Actores de postín haciendo el majadero como auténticos profesionales: el Downey, y el McConaughey, y el Jack Black ese, que se cayó de chaval en la marmita de la majadería. Y Tom, majadereando como ninguno, sin perder ritmo ni comba.





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La tormenta de hielo

🌟🌟🌟🌟

Cuando el matrimonio de Ben y Elena Hood termina por congelarse en La tormenta de hielo -porque la chispa de la pasión ya no se enciende, y las manías del otro se han vuelto insoportables-, lo primero que piensan es en acudir a un asesor matrimonial para que les diagnostique el origen del mal, y le ponga remedio con unos cuantos consejos de Perogrullo, de puro sentido común, que ya recitaban las abuelas de los malcasados en los tiempos medievales. 

    La cosa, por supuesto, no funciona, porque nadie conoce mejor los secretos de la pareja  que la pareja misma, que se ha visto desnuda en la cama, y cagando en el váter, y vomitando intimidades en las fiestas alcoholizadas. ¿Qué va a saber de ellos un terapeuta que sólo los conoce de visita, que sólo dispone de recetarios de aplicación general? Un terapetura que tal vez -Dios no lo quiera- sea él mismo un hombre separado, o una mujer divorciada, y tenga una versión muy particular o muy sesgada del asunto.


    Desengañados de la terapia -y con muchos menos dólares en el bolsillo- el matrimonio Hood probará con el método más tradicional de acostarse con una persona de confianza para descongelar los hielos perpetuos. Y ya de paso, después del coito, o de lo que sea, aprovechar para aligerarse el espíritu con varios desahogos: que si mi marido no me comprende, que si mi mujer es una arpía, que si tengo que rehacer mi vida con otra persona y tal y cual.

    El señor Hood no tardará mucho en encontrar otra cama donde volver a sentirse un ser humano sexualizado. Pero lo que allí encuentra es más hielo todavía cuando el pito se le baja. Sexo del bueno, sí, pero nada más, porque la señora Carver, una vez satisfecha, no tiene humor para aguantar sus rollos postcoitales de macho proclive al autobombo. La señora Hood, por su parte, necesitará tomarse varios vasos de ponche para jugar al intercambio de parejas en la fiesta de unos vecinos sofisticados, y terminará -irónicamente- en los asientos abatibles de Mr. Carver, que no tarda ni tres segundos en confirmar que aquello es una cana al aire bastante lamentable. 

    Si esto era la prometida infidelidad, el cacareado adulterio, mejor me quedo como estaba, piensa la señora Hood mientras regresa a su casa cabizbaja. Allí se encontrará con el también derrotado señor Hood, tan bien follado como ninguneado por su amante, y entonces, mirándose a los ojos desengañados, ambos comprenderán que aún existe una tercera solución para los matrimonios mal avenidos: el ajo y el agua.





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Jóvenes prodigiosos

🌟🌟🌟🌟

Cuando el cine posa su mirada sobre el drama de escribir, casi siempre se fija en los escritores bloqueados ante el folio en blanco, que son, con diferencia, los seres más trágicos de su especie. El cursor, que parpadea en el desierto de las arenas blancas, es la pesadilla de cualquiera que haya querido juntar dos líneas para desahogar un pensamiento, o explicar sus conclusiones ante un profesor. 

    Sin embargo, sobre los escritores hiperactivos que rellenan folios y folios sin terminar nunca la tarea, el cine ha sido menos pródigo en acercamientos. Jack Torrance escribió cien mil veces "Sin trabajo y sin cerveza Homer pierde la cabeza" allá en el Hotel Overlook, enloquecido por los espíritus, y Michael Douglas, en su desventura de  Jóvenes Prodigiosos, camina por el folio dos mil y pico sin llegar a ninguna conclusión sobre su novela interminable. Lo suyo no es una cuestión de posesión demoníaca, sino la maldición de la segunda novela, que es la que pone a prueba el talento de un escritor. Alguien dijo una vez que cualquiera puede escribir un gran relato. Uno. Todos tenemos una historia insólita que contar, y hasta la vida más gris y aburrida, si se da con el tono apropiado, si se encuentran las herramientas adecuadas, puede desembocar en una obra maestra de la literatura. Nadie llevó una vida más rutinaria que Fernando Pessoa en Lisboa, y de los pensamientos que extraía caminando de casa al trabajo, y del trabajo a casa, escribió el Libro del Desasosiego. Pero, ay, la segunda novela... O ay, del blog interminable de los logorreicos en internet... Ahí el escritor mediocre patina sin remedio, y sin los asideros autobiográficos de los comienzos, uno ya no sabe a qué ficción agarrarse, y sobreviene la duda y la autoflagelación. Y la escritura eterna e improductiva.

    Y más si uno, como el personaje de Michael Douglas, conoce a otro escritor, joven y prodigioso, que se saca las ficciones como quien se suena los mocos, o se sacude la caspa, con la facilidad insultante de los genios. Entonces Michael Douglas se abandona a la desesperación, y deja de afeitarse, y se pone las ropas confundidas, y hasta sufre ausencias que son como escapatorias de la mala escritura, y ya sólo el batacazo total podrá sacarle de esa pesadilla donde se hunde entre la palabrería hasta quedar enterrado.



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