Eyes Wide Shut

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El protagonista de Ampliación del campo de batalla -la novela de Michel Houellebecq- sostenía que el matrimonio se instituyó para que las personas insustanciales, sin atractivos que atraigan las miradas ni estremezcan los deseos, se ahorren la humillación de buscar una pareja sexual cada vez que aprieta el deseo. El matrimonio sería la institución benéfica que recoge todos estos corazones rotos y los aloja en habitaciones compartidas. El seguro de hogar de una cama caliente. La rendición de quien ya perdió para siempre las ganas de probar suerte. La paz del espíritu que se conforma con su destino y se aviene con lo que hay.

    Así decía, más o menos, el personaje torturado de Michel Houellebecq, que dejaba en el aire una pregunta sin responder: ¿por qué se casan, entonces, los hombres apuestos y las mujeres hermosas? A ellos no les cuesta nada satisfacer sus anhelos de compañía. Sólo tienen que acicalarse, salir a la calle, dejarse caer por los lugares frecuentados y fijar la mirada en un objeto de deseo. Acercarse, charlar, insinuarse. Probar suerte -como mucho- dos o tres veces antes de que una pieza disponible caiga abatida. No necesitan contratar un seguro sexual que les cobije en el fracaso. Porque ellos nunca fracasan. 

    ¿Por qué, entonces, terminan casándose? Eso es lo que también se pregunta el madurito que baila con Nicole Kidman al principio de Eyes Wide Shut. ¿Por qué querría estar casada una mujer tan bella como usted, que puede conseguir a cualquier hombre en esta fiesta o en cualquier otra? Y Nicole, que se presta y no se presta al juego de la seducción, sonríe con malignidad de gata instruida. La pregunta del galán ha calado en su conciencia. Vuelve a recordar que es una mujer con anillo en el dedo, sí, pero sumamente deseable para el resto de los hombres. 

    Mientras tanto, al otro lado del inmenso hall, su marido, que también es un hombre guapo que concita miradas de deseo, tontea con dos jovencitas que se lo quieren llevar al huerto del fornicio. Al final del arco iris, dicen ellas, tan resaladas... Su esposa le ha descubierto, y al llegar a casa, aunque ambos sólo han pecado de pensamiento y no de obra, se desata la guerra de celos. Su matrimonio se tambalea. Son demasiado guapos, demasiado interesantes para no soñar con otras oportunidades. Con nuevas parejas sexuales que aviven las llamas apagadas. Ellos se quieren y se desean. Se respetan, y se siguen guardando fidelidad. Pero sólo tienen que chascar los dedos...



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El luchador

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Nadie cambia. Las profecías vienen escritas en los genes como si fueran la palabra de Dios, y al final siempre se llevan a cumplimiento. Está la educación, sí, y la experiencia, y la influencia ambiental... Pero todo eso, que llena libros gordísimos, sólo sirve para retocar cuatro versículos de los menos importantes. Una menudencia estilística que no cambia el drama de fondo. El carácter está escrito en piedra y no hay viento ni lluvia que sea capaz de erosionarlo. El alma profunda de cada hombre es un asunto geológico, granítico, y los que dicen ser capaces de esculpirla, de destrozarla incluso con un martillo neumático, sólo son niños inocuos que pintan dibujitos sobre la superficie. Nadie cambia, y el que diga que ha cambiado miente. O se engaña a sí mismo. Y el que viva de vender esta idea sólo es un traficante de crecepelos. Un charlatán que allá en el parque de los locos, subido a su silla, grita sandeces junto a los que proclaman el nuevo Advenimiento de Jesucristo.

    Que se lo digan a Randy Robinson, "The Ram", la vieja gloria de la lucha libre que se va dejando el aliento, literalmente, en cada nuevo combate. Un perdedor de la vida -pero un campeón de los rings- que con cada nueva hostia verdadera o fingida se va quedando un poco más sordo y un poco más lerdo. Y lo que es peor: un poco más cerca del infarto definitivo, ahora que ya pelea con el costurón del bypass adornándole el pecho, y con el corazón arrítmico pegando botes de mucho preocuparse. 

    Pero qué va a hacer, el pobre Randy, si no nació para otra cosa, si lo único que le reconcilia consigo mismo y con su destino es la tensión previa de la lucha, el olor del linimento, el palpitar en la sienes. El plexo solar que se revuelve inquieto y animal. El aplauso del público cuando la hostia dada o recibida queda perfectamente coreografiada. La complicidad con los colegas, la ducha reparadora, la satisfacción de quien sólo sabe hacer una cosa en la vida, pero la ejecuta con la maestría de un veterano.

    Qué va hacer, el bueno de Randy, más que luchar y dejarse el cuerpo en las galas, en los apaños, en los revivals de lo viejuno, si su carácter puñetero le ha alejado de la hija que tanto amaba, y ahora ya está solo para siempre, muerto de asco en su caravana de mala muerte, tan bien intencionado como preso de sus defectos. Para qué seguir luchando fuera del ring. Para qué fingir ser un hombre que en realidad no se es. No hemos sido enviados a la vida para luchar contra los elementos. Sólo para llevar a término nuestro destino. Y ésa, por sí sola, ya es una tarea hercúlea. Muy jodida. Y muy poco gratificante. 


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Neruda

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Llega la noche, pero a duras penas, casi arrastrándose, porque las horas pasan con lentitud funeraria en los días del no soportarse. La película de hoy es Neruda, y siento un gran alivio cuando leo al comenzar que su director es Pablo Larraín, un curandero chileno con el que no suelo equivocarme en estos remedios. No lo hice en No, ni en El club, ni en Jackie, así que no tengo motivos para desconfiar de su sabiduría. Con la película en marcha ya no será mi vida -devastada, estúpida, otra vez sin norte y sin sur- la que ocupe el pensamiento como una tinta negra que se derrama. Que cala hacia abajo como una gotera de mierda y anega la garganta, y revuelve el estómago, y descompone las entrañas. 

    Me sentía sucio y enfermo, antes de que la película empezara. Y me sentiré igual, cuando termine. Pero ahora, afortunadamente, gracias a la magia del cine, dejaré de ser yo durante un rato, el rey Antimidas de Frigia del Sur, y me encarnaré en Pablo Neruda, el poeta, el político, el bon vivant comunista, porque el cine tiene estos milagros, y uno se transfigura en el personaje que aparece en pantalla para olvidar. El cine es la terapia cotidiana donde yo me escondo y me rehúyo. El esclavo que me recuerda que soy mortal cuando llegan los días contados de la felicidad, y necesito bajar al suelo para recordar que esa sensación será fugaz y traidora.

    Empieza la película y sigo con interés las primeras andanzas de Pablo Neruda. Lo encontramos en 1948, cuando era diputado del Partido Comunista y tenía que vérselas con un gobierno que quería ilegalizarlos, exiliarlos, meterlos en la cárcel para que dejaran de joder la marrana con la igualdad y la justicia. Neruda se enfrenta a los senadores, se reúne con el presidente, se entrevistas con las fuerzas vivas de su partido. Participa en francachelas con bailes de disfraces y lecturas de poemas. La película es rara, difusa, algo cansina, con un personaje -el policía que encarna Gael García Bernal- que no termino de entender si es real o inventado. No sé si conversa con los demás o si estamos escuchando su pensamiento. La voz en off me confunde. Neruda no me atrapa, no me cobija, y en un momento determinado vuelvo a emerger a la superficie dando bocanadas de miedo. Vuelvo a ser un pez acojonado que se ahoga y se repudia. Miro el reloj: es muy pronto, demasiado. No son ni las doce de la noche y en realidad me había quedado dormido en el sofá. Mientras Neruda se exiliaba a través de los desiertos y las montañas, yo había renunciado a seguirle, y estaba otra vez con lo mío, con mis cuitas, tan prosaicas y dolorosas, nada que ver con el sufrimiento de los poetas y su poesía.




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El porvenir

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Cuando Pepe Carvalho, en las novelas de Montalbán, es invitado a cenar por su vecino Fuster en el chalet de Vallvidrera, el detective aprovecha la ocasión para quemar un libro en la chimenea de su salón. Antes de salir de casa repasa los lomos, selecciona una obra por la que siente especial irritación, y la lleva consigo para arrojarla a las llamas de la purificación. En la chimenea de su vecino y contertulio, Pepe Carvalho encuentra una oportunidad inquisitorial para deshacerse de los lastres escritos, de los volúmenes inútiles.  No aprendí nada de los libros, repite en cada ocasión.

    En El porvenir, Isabelle Huppert es una profesora de filosofía que imparte clases en un instituto de París. Vive rodeada de libros en su piso ideal de la ciudad y en su casa idílica de la Bretaña, donde pasa las vacaciones con su marido también filosofante. Su personaje lleva años sin conocer la contrariedad, ni el dolor del alma, más allá del rumor que a todos nos acompaña de fondo, como un recordatorio de que la fatalidad es impredecible y está a la vuelta de cualquier esquina. Y un mal día, en efecto, el rumor se hace hecho, y todo se desmorona en su vida: la familia se desintegra, la madre fallece, la editorial donde publicaba deja de confiar en ella, y de repente, a sus sesenta años, nuestra protagonista se ve sola y sin responsabilidades. Con todo el tiempo del mundo para entregarse a los libros que se reproducen como conejos en su biblioteca. 

    Pero en los libros, ay, ya no parece encontrar las respuestas que ahora necesita. La vida le duele por dentro, y las profundas filosofías ya apenas sirven para sanar los rasguños, o bajar las hinchazones. El miedo ante el porvenir no lo curan los circunloquios sobre la naturaleza de las cosas, ni las disquisiciones sobre la naturaleza del yo. Filfa, al fin y al cabo. Juegos florales para ejercitar la mente. La profesora tendrá que enfrentarse al porvenir sin la ayuda de la filosofía, ella sola, con su propio manual de pensamiento.  Que en realidad es común a todos, y sólo tiene una línea de texto: dejar que pase el tiempo y que el calendario vaya resolviendo las dudas y los entuertos. Y mientras esperamos, podamos seguir leyendo.



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Entre tinieblas

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Siempre nos quedará el convento -el de frailes, o el de monjas- cuando las cosas ya no tengan solución. Tres comidas al día; horarios regulados; habitación individual. Un oficio en la huerta, o en la cocina, para luego venderles dulces a los turistas de lo benedictino. Tiempo para leer, para reflexionar, para dar largos paseos entre claustros y jardines. Entregarse al ora et labora mientras uno repasa su vida plagada de errores: los amores perdidos, el tiempo desperdiciado, las flaquezas propias y las incomprensiones ajenas. Recorrer otra vez el camino erróneo que al final terminaba en ninguna parte. Y en medio de esa nada, ya perdidos para siempre, sin estrella polar ni puntos cardinales, el convento.


    Y ya puestos a elegir, traspasando el velo de la realidad, un convento como el que regentan las Redentoras Humilladas de Pedro Almodóvar, que tanto saben sobre las debilidades de la carne, y sobre las penurias del espíritu. Allí, entre las tinieblas de su refugio, en el corazón mismo de la Movida Madrileña que fue la inspiración de tantos tropiezos, ellas acogen por igual a la pelandusca y a la drogadicta, a la perseguida por la justicia y a la atormentada por los fantasmas. Ellas, las Redentoras Humilladas, también le dan a la droga y al desamor, al pecado y a la fustigación. Ellas comprenden las flaquezas de cualquiera. Ellas nunca lanzarán la primera piedra. Y no exigen, además, ningún acto de fe. Ningún fervor del espíritu. Ellas mismas dudan de Dios y de lo divino, ahora que La Llamada queda tan lejana, y ya la confunden con un sueño, o con una alucinación. En el convento de Madrid se han construido una vida, una rutina para pasar los días en este valle de lágrimas. 

    Esta el sexo, sí, ese prurito que es como el diablo en el hombro, como el aldabonazo en la puerta. La llamada de la selva exterior. Sólo el sexo podría echarlo todo abajo: la paz del espíritu, y el recogimiento del alma. Y contra él combaten cada día las monjas de Almodóvar, en la eterna lucha de la sublimación: horneando tartas, cuidando tigres, bailando boleros. Escribiendo novelas de amor.



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Ladykillers

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Que dos mentes privilegiadas de la escritura cayeran en el pecado mortal de hacer un remake, nos hizo comprender que los hermanos Coen, cuando emprendieron la adaptación de Ladykillers, se habían tumbado a la bartola, o se habían quedado sin ideas. O que vieron una comicidad particular que podían trasladar al profundo sur americano, donde el río Mississippi riega los campos y a veces siembra las tontunas. 

    Al final les salió una película divertida, de las suyas menores, con mucho personaje estúpido que lleva pintado en la cara su destino funesto. Ladykillers no es una mala película, pero tampoco es magistral. Es un quiero y no puedo que deja las sonrisas a media asta. El quinteto de la muerte ya era una obra modélica, un clásico venerado. Nadie iba a superar la malevolencia de Alec Guinness o la cara de tonto que tenía Peter Sellers haciendo sus pinitos. Los remakes son para los cineastas sin recursos, para las productoras sin argumentos. Pero no para los hermanos Coen, que tanto habían demostrado, y tanto demostraron después.

    Sucede, además, que los Coen olvidaron una de las leyes fundamentales sobre la estupidez: que los estúpidos, amén de ser muy abundantes, muy pocas veces aparentan su condición. Viven camuflados en cualquier actividad humana, en cualquier clase social, en cualquier rincón de nuestra vida cotidiana. Puede ser el camarero que nos sirve el café o el jefe que nos espía por las esquinas; el contertulio con el que hablamos de fútbol o el doctor en Filosofía que diserta en la radio nocturna. O nosotros mismos, incluso, que vagamos en la ignorancia de nuestro yo más profundo. 

    Es en ese conflicto soterrado que mantenemos con los estúpidos, o que los inteligentes mantienen con nosotros, donde los Coen construyeron sus películas inmortales. Estúpidos que triunfan a pesar de todo, o que terminan pegándosela después de ponerlo todo patas arriba fueron Nicholas Cage en Arizona Baby; Tim Robbins en El gran salto; Willian H. Macy en Fargo. Pero en Ladykillers todos los personajes son imbéciles, y se comportan como tal, y además ponen caras de gilipollas todo el rato, y es como si uno estuviera viendo un sainete, una broma entre cuatro amigos que parecen algo tarados, y no la lucha secular entre los estúpidos y los inteligentes que lo mismo sirve para construir las grandes tragedias que las grandes comedias. Y Ladykillers, ay, no lo es.


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Moonlight

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Nacer negro, pobre y gay en Estados Unidos es el colmo de los colmos. Como en aquel chiste que nos sabíamos de pequeños, el de un desgraciado cuyo colmo era haber nacido en Estocolmo ya no recuerdo muy bien por qué, que ya ves tú, qué gilipollez, ganas de meterse con los suecos ahora que sabemos cómo son de abiertos y de diligentes, los jodidos rubios. Porque si naces negro, pobre y gay en Escandinavia, es como si nacieras blanco, rico y heterosexual, o casi, que allí a los negros sólo les miran mal cuatro tarados, y el Estado se encarga de que la pobreza sólo dure hasta que llega el primer chequebebé, y la supuesta vergüenza de ser homosexual ya es una cosa que da mucho la risa y sólo asusta a las viejas que nunca salen en las novelas de Stieg Larsson.



    Pero si naces con la triple condición que tiene el muchacho Chiron en Moonlight, allá en los suburbios de Miami, y además tienes una madre adicta al crack, y un padre que anda perdido por el mundo, y unos compañeros de colegio que son unos cabrones, y encima viene Donald Trump a vestirse de Caballero Justiciero enviado por Yahvé para acabar con las razas inferiores y los desviados de la sexualidad, entonces, digo, en ese contexto trágico de los norteamericanos, sólo te quedan dos opciones en la vida: o hundirte en la miseria hasta que el cuerpo aguante, y la mente se quiebre, y sólo las drogas puedan ayudarte a sobrellevar la humillación de cada día, o una mala tarde de las que tiene cualquiera, tras recibir la primera paliza que te desfigura el rostro, metes la cabeza en el agua helada, transfiguras las facciones en un gesto muy fiero de rabia, y juras, como juró Scarlett O'Hara recortada contra el crepúsculo, que jamás volverás a pasar hambre, hambre de orgullo, y que vas a convertirte en el macarra más temido de los contornos para que nadie vuelva a tocarte ni un solo pelo.

    Sólo los pelos del amor, claro, los más íntimos, cuando el pasado llame a tu puerta y el gesto hosco de traficante diurno y proxeneta nocturno se transmute en el  trance sentimental de quien sólo buscaba un poco de cariño.

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¿Qué fue de Jorge Sanz? Episodio 8

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¿Qué fue de Jorge Sanz? es el Boyhood de las series de televisión. Un serial en marcha, casi en directo, sobre las venturas y desventuras de ese actor llamado Jorge Sanz que a veces parece él y a veces su caricatura. Dos personajes en uno que sólo los amigos muy íntimos, o las enamoradas muy informadas, sabrían separar y distinguir. Uno de ellos es el Jorge Sanz real que cumple años y acumula canas. El actor de cine que rueda películas sin pena ni gloria pero que va ganándose un prestigio sobre las tablas del teatro. El otro personaje es el Jorge Sanz ficticio -¿o no?- que se enreda con varias novias a la vez, que ejerce de padrazo ocasional. Que sobrelleva la torpeza de un representante artístico que sabe más de quesos que de directores españoles: un gañán entrañable que no sabe distinguir a Fernando Colomo de Fernando Trueba pero sí un queso de Asturias de otro de Cantabria, cosa que es de mucho admirar, desde luego, pero que no sirve de gran ayuda a la carrera de su representado.



    El Jorge Sanz que suponemos inventado o exagerado es un tipo inmaduro, metepatas, que va por la vida como una vaca sin cencerro. Un liante que ahora, en el octavo episodio de la serie, aprovechando que el Jorge Sanz real se gana unas pelas en el rodaje de La reina de España, se ve en la necesidad de evadir impuestos como todo rico de vecino, y confía sus ahorros a un exfuncionario de Hacienda con conexiones muy poco claras en Andorra. Si usted, querido lector, o lectora, no termina de entender muy bien este lío de los dos Jorge Sanz -y uno más, el tercero, hecho de cera en el museo-, no se considere lerdo, ni se sienta culpable. ¿Qué fue de Jorge Sanz? es una serie difícil de explicar, pero imprescindible de ver. Una rareza, una extravagancia, un experimento único. Una serie autorreferencial. Un juego de espejos. Una gracia singular que David Trueba y los muchos Jorge Sanz entremezclados nos regalan cada año. Una satisfacción para este espectador atribulado que cada vez se ríe menos y de menos cosas. Una simpática broma que ojalá dure lo que duren las vidas de sus bromeados. Hasta que todos nos hagamos viejecitos y vayamos llorando las pérdidas como si de unos amiguetes se tratase. 





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