Crisis in six scenes

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Según se cuenta en los mentideros de internet, Woody Allen rodó Crisis in six scenes maldiciendo, desde el primer momento la decisión de haber aceptado el encargo. Como si no se viera capaz de afrontar el desafío, y le doliera en el alma haberse vendido al pastón que le ofrecía Amazon por hacer una serie de qualité. Allen es un tipo rutinario que rueda su película anual, toca su clarinete los lunes y las fiestas de guardar, y dedica largas horas del día a ver deporte en la televisión, y ya nos parecía extraño -cuando saltó la noticia en los medios- que a sus ochenta y tantos tacos aceptara un encargo tan ajeno a su currículum. No debe de ser casualidad, por tanto, que su personaje en Crisis in six scenes, en la última escena de la serie, recostado en la cama como quien se ha desprendido de un peso mayúsculo, diga:

    "Quizá debería pasar de esa chorrada de serie de televisión y brindarme una última oportunidad de escribir un libro".

    Crisis in six scenes no es una mala serie, ni un fiasco, ni una puta mierda como afirman por ahí sus detractores masculinos, y su ejército de detractoras femeninas, que están a la que salta con el personaje. Allen lleva tantos años en el oficio que es incapaz de rodar algo que sea basura o desperdicio. Sin embargo, en los últimos tiempos -que se alargan ya en demasía- el genio que le inspiraba las grandes obras parece haberlo abandonado, y sus películas se suceden como si fueran un compromiso con sus productores, o consigo mismo, pero ya no con el público que lo veneraba, y que lo sigue venerando gracias a los viejos DVDs.

    Crisis in six scenes es una serie extraña, indefinible, tal vez porque en realidad no es una serie, sino una película de140 minutos repartida en seis párrafos que se van separando con un punto y coma. Allen ya no está para los trotes de la comedia vertiginosa, chispeante, "a la americana", y la serie le ha salido discursiva, premiosa, divertida sin más. Provoca varias sonrisas, pero ninguna carcajada. Lo mejor es que Allen vuelve a hacer de sí mismo, y a reírse de sí mismo, de sus neuras y manías, hábitos e hipocondrías, y es como regresar a los viejos tiempos de sus películas añoradas. Lo segundo mejor es que sale mucho Miley Cyrus, y Miley Cyrus es una chica que está muy rica, y además hace de revolucionaria que se acuesta con Panteras Negras y pone posters del Che Guevara en las habitaciones. Y eso es como una flecha de Cupido atravesando el corazón del viejo bolchevique.






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Colossal

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El odio es un sentimiento rocoso, granítico, más perdurable que el amor, que es una emoción orgánica con tendencia a la oxidación celular. El odio está hecho de un material biológico mucho más resistente, y no hay tiempo ni evidencia que lo erosione. Al menos en el tiempo geológico que ocupa una vida humana. Cuando surge del magma de un rencor, o de una humillación, el odio se solidifica al instante en contacto con el aire, y se queda ahí, petrificado en el corazón, en la entraña, como un carbón negro cuyo calor nunca se extingue.

    El odio es una cosa muy jodida, y genera calcificaciones en el alma. Sobre todo en quien odia, porque el odiado sólo tiene que cambiar de acera, o hacerse el loco, y a veces ni se entera de su condición, mientras que el odiante lleva su oficio todo el día, en el forro de la piel, como una segunda naturaleza que a veces lo enciende y lo domina. 

Colossal, la película inefable de Nacho Vigalondo, habla de odios que nacen en la infancia y son capaces de construir -literalmente, sí- monstruos gigantescos que arrasan las calles de Seúl en la otra punta del mundo. Es un planteamiento absurdo, sin pies ni cabeza, pero una vez aceptada la premisa, Colossal se sigue con cierto interés antropológico. Porque no hay -en efecto- odios tan puros, ni tan cristalinos, como los que surgen en la infancia. Y mira que odiamos, a lo largo de la vida: al gobernante que nos asfixia, al compañero que nos jode, al vecino que nos molesta, al amor que nos traiciona. Pero nunca llegamos a odiar con la pureza, con la inocencia, con la saña virulenta, de la niñez. 

Todo odio posterior tiene algo de racionalización, de explicación científica. Pero allá en el colegio, o en el parque del barrio -donde Anne Hathaway pone el pie y destroza un rascacielos en Corea del Sur- los odios son como las cenizas que cayeron sobre los pobres pompeyanos, que los dejaron en la misma pose, y en el mismo gesto, para toda la eternidad de los museos.




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Un puente lejano

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La Guerra Fría comenzó varios meses antes de que terminara la II Guerra Mundial. Desde que los alemanes empezaron a retirarse en el frente del Este, y tuvieron que repartir sus tropas tras la invasión de Normandía, nueve de cada diez estrategas militares hubieran apostado sus galones a que la guerra en Europa estaba finiquitada. Lo importante ya no era la victoria, sino la rapidez en obtenerla. La toma de Berlín sería la primera lucha simbólica entre las "fuerzas democráticas" y el comunismo soviético que venía lanzado por las estepas. Quien tomara Berlín se llevaría la foto icónica de la victoria, y la ventaja negociadora en el futuro político de Alemania.


    La ventaja operativa era del Ejército Rojo, que encontraba terreno más propicio e infundía mayor pavor entre los alemanes. Así que empezó a cundir el nerviosismo entre los mandos angloamericanos que se veían rezagados en los bosques de Francia. Quizá por eso, herido en su orgullo, algún general planteó la operación Market Garden como un atajo para alcanzar Berlín antes de que acabara 1944, y reírse en la cara de los ruskis cuando llegaran tarde a la toma del Reichstag. El plan era lanzar varias divisiones de paracaidistas sobre Holanda, tomar los puentes estratégicos que dominaban el Rin y avanzar directamente sobre el centro industrial de Alemania.

    Pero esta vez, ay, para desdicha de la coalición, sí había armas de destrucción masiva desplegadas sobre el terreno, que en aquella época eran las divisiones acorazadas de los alemanes, con los tanques Tiger y los Panzer apuntando hacia las carreteras. Lo había advertido la resistencia holandesa, y lo habían corroborado las fotografías aéreas. Pero en aquel entonces, como en este ahora, los halcones del ejército estaban demasiado interesados en lanzar las tropas sobre el terreno. La chapuza de la operación Market Garden fue casi total, y esto es lo que se afana en contar, con todo lujo de detalles -tantos que a veces te pierdes y bostezas- esta película que Richard Attenborough rodó años antes de irse a Costa Rica para abrir un parque temático sobre dinosaurios resucitados.




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Bojack Horseman. Temporada 1

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Uno de los temas preferidos de Hollywood son las entrañas del Hollywood mismo. Y casi nunca para contar historias ejemplares, luminosas, de profesionales que llevan vidas intachables y parecen alérgicos al escándalo. En el cine -porque los espectadores somos animales morbosos y malévolos- quedan más resultonas las historias de actores caídos en desgracia, y de directores atrapados en la locura. De fracasados y fracasadas que jamás lograron un papel que los inmortalizara en las enciclopedias. Nos interesa mucho más la mugre, la envidia, los sueños rotos. Las carreras meteóricas que terminan estrellándose. Los cohetes que nunca llegaron a despegar. El sexo inapropiado, o el delictivo, o la falta de sexo incluso. La falta de ética y de principios. El fracaso. Los estupefacientes. El reverso tenebroso del glamour.

    Lo que Hollywood nunca nos había contado era la depresión de caballo de un caballo antropomorfo, que tuvo su momento de gloria muchos años atrás, en una sitcom para toda la familia en la que ejercía de padre adoptivo de tres muchachos bien humanos, bípedos implumes. Porque en el mundo bizarro de Bojack Horseman, los animales y los seres humanos viven en igualdad de condiciones, hablan el mismo idioma de los americanos, y se desean sexualmente los unos a los otros para escándalo frutal de Ana Botella y otras verduleras por el estilo. Más allá de otras consideraciones, Bojack Horseman tiene el mérito incuestionable no de elevar a los animales a la categoría de humanos, sino de rebajar a los humanos a la categoría de animales. Ya era hora. Juntos como hermanos...


    Bojack Horseman es una serie de animación para adultos. Y no solo porque salgan de refilón algunas zoofilias de Bojack el follarín, ni porque luego, en la depresión postcoital, eche mano de las drogas y del alcohol para solucionar sus penas de actor en decadencia. Bojack Horseman es una serie para adultos porque en realidad, aunque venga vestida de comedia, te vas riendo cada vez menos a medida que pasan los episodios. Los diálogos ocurrentes van dejando paso a una reflexión amarga sobre el hecho inevitable de hacerse mayor, y de ya no tener remedio ni solución. Y lo mismo da que seas caballo que seas humano. La certeza es la misma: que el cambio es imposible. Y que si fuera posible, por un casual, o por un milagro, ya no queda tiempo para forzarlo. 


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Las cloacas de Interior

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En las catacumbas mediáticas de la izquierda -que en estos tiempos de persecución imperial se reducen a tres gacetillas revoltosas, dos radios escondidas en internet y una corrala de verduleras en La Sexta que siempre trolea Eduardo Inda para regocijo del establishment- no se habla de otra cosa que de Las cloacas de Interior, el documental dirigido y producido por Jaume Roures, ese empresario-marxista que lo mismo abre periódicos para luego abandonarlos, que luego se queda con los derechos del sagrado fútbol o produce películas y documentales a través de Mediapro.

    El punto de partida de Las cloacas de Interior es la investigación que emprendió el diario Público tras conocer las conversaciones entre el que fuera Ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz -sí, el que tenía un ángel de la guarda muy salado llamado Marcelo-, y Daniel de Alfonso, jefe de la Oficina Antifraude de Cataluña, que al parecer era un funcionario muy servil y muy presto a deslizarse por el lado oscuro de la Fuerza. Y de la Ley. Todo el mundo conoce ya el caso: se trataba de echar mierda -real o inventada, eso era lo de menos- sobre los políticos catalanes que defendían el voto por la independencia a escasos días de una consulta soberanista. Pillarles, sobre todo, cuentas bancarias en Suiza, o en Andorra, que los expusieran ante la opinión pública. 

    El escándalo político, como recordarán los más ilustrados lectores, fue mayúsculo. Pero las repercusiones, como suele suceder, casi imperceptibles en los sismógrafos. Un cese, cuatro explicaciones mal dadas, y un recuerdo muy oportuno sobre la situación política en Venezuela. Pero Las cloacas de Interior no se detiene en este caso archisabido. Su cometido es tirar del hilo para hacer una radiografía del alcantarillado policial que todavía subsiste bajo las aceras de la democracia. Vericuetos sin luz ni taquígrafos por los que siguen moviéndose ratas bien aleccionadas -y bien pagadas- por los gobernantes de turno.



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Harry y Tonto

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Harry es un septuagenario al que las autoridades derriban su apartamento en Nueva York - sin ninguna Ada Colau que pueda defenderlo- y se queda con dos maletas en plena calle, obligado a recurrir a sus hijos para encontrar refugio y acomodo. 

    Tonto -llamado así en la versión original- es el gato romano que lo acompañará en su inesperado peregrinaje por las residencias de los vástagos. Porque el primer hijo, que vive en la misma Nueva York, es un tipo majete, predispuesto, cariñoso con su padre, pero apenas dispone de espacio libre para ubicarlo; y tiene, además, porque estas cosas suelen pasar, una esposa gruñona que no parece muy cómoda con el apaño habitacional para su suegro. Harry tendrá un gato llamado Tonto, pero no tiene ni un pelo de ídem, así que rápidamente comprende su situación de estorbo viejuno y decide cruzar Estados Unidos para encontrar otro hijo que le acoja. A él y a su gato, por supuesto, que viajan en pack indivisible, e innegociable.

    Pero los otros dos retoños, ay, viven donde los primeros exploradores de las Américas perdieron el mechero: la hija -que se lo quitará de encima con cuatro diálogos muy tiernos pero disuasorios- reside en Chicago, en el centro de las llanuras, y el hijo -que le recibirá con los bolsillos vueltos del revés porque no tiene ni donde caerse muerto- en Los Ángeles, en las orillas del otro océano jamás pensado por Harry. Ni por Tonto.

    Lo de los hijos, en realidad, sólo es el mcguffin, la excusa argumental de la película. Harry y Tonto no va de relaciones paternofiliales, o casi no. El meollo del asunto es el viaje en sí, from coast to coast, porque en realidad estamos en una road movie que le sirve al viejo Harry para ir charlando con sus coetáneos sobre las cuitas de la vejez, de la pitopausia, de los hijos desdeñosos. A veces, para no perder el foco de la realidad, Harry y Tonto se cruzan con jovenzuelos en la flor de la edad que le hablan del flower power, de las comunas, de la meditación transcendental. De esa otra América que se refugió de los problemas morrocotudos tras el humo de los canutos. 

Harry y Tonto, como dirían los pedantes, viene a ser un fresco de la América que vivía y se desvivía por los años en que yo nací. 





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Dos en la carretera

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Desde que la sociología se preguntó si las personas emparejadas son más felices que las personas sin pareja, la respuesta es que sí, en cualquier estudio que se encargue, en cualquier cultura que se escrute. Y parece obvio, la verdad, casi de Perogrullo. Un gasto innecesario de tiempo y de papeleo. Las personas emparejadas son cuidadas en la enfermedad, consoladas en la desdicha, satisfechas en el sexo... O al menos así se presupone. Se dice, con mayor o menor romanticismo, que estas personas están "completas", como si conformaran un círculo, o un tándem, o un puzle de dos piezas tan básico como necesario. 

    Es la tesis que defiende Dos en la carretera, la road movie que protagoniza el simpático matrimonio Wallace. Que no son Marcellus y Mia Wallace conduciendo por Los Ángeles, sino Audrey Hepburn y Albert Finney surcando un verano sí y otro también el mapa de Francia, camino de la Riviera. Dos en la carretera también defiende que el dinero no hace la felicidad conyugal. Sólo si te saca de la pobreza extrema, o de la necesidad material. Porque con el techo cubierto, el estómago lleno y las facturas pagadas, la felicidad crece en una pendiente muy poco pronunciada por más lujos que se  añadan. El matrimonio Wallace no sonríe más ancho ni está más satisfecho por alojarse en hoteles caros y pedir langostas de plato principal. 

    Ayer mismo, antes de dormir, yo clausuraba el libro Sapiens, de animales a hombres, que tanto ha dado que hablar en los círculos intelectuales. Y también en los círculos intelectualoides, que es donde uno se mueve como pez en una charca. Curiosamente, en sus últimas páginas, el autor se hace varias preguntas sobre la felicidad del Homo sapiens, y una de ellas, a la que dedica un sustancioso párrafo, plantea la posibilidad de que el matrimonio no haga a las personas felices, sino que sean las personas felices las propensas al matrimonio. De tal modo que los Wallace sólo estén dando vueltas en círculo por los caminos de la filosofía conyugal -condenados como están a entenderse-, mientras conducen en línea recta hacia las playas soleadas del Mediterráneo.


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The trip

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Con todos los gastos pagados por The Observer -que en la pérfida Albión viene a ser como el suplemento dominical de El País- Steve Coogan y Rob Brydon recorren el norte de Inglaterra en un viaje gastronómico del que luego habrán de rendir cuentas con inteligentes comentarios. 

    Podría decirse que The trip es una road movie con mucha niebla en el parabrisas y mucha hierba en el paisaje. Pero sería inexacto. Porque las road movies llevan implícita la noción de cambio: del paisaje, que se muda, y de los personajes, que se transforman, y aquí, en The Trip, cuando termina la película, los personajes de Coogan y Brydon  -que hacen de sí mismos en un porcentaje que sólo ellos y sus biógrafos conocen con exactitud- regresan a sus vidas civiles con los mismos planteamientos que dejaron colgados cinco días antes. 

Si cambiáramos los restaurantes pijos de Inglaterra por las bodegas vinícolas de California, The trip sería un remake británico de Entre copas, la película de Alexander Payne. La comida y la bebida sólo son mcguffins que sienten en la mesa a dos hombres adentrados en la crisis de los cuarenta. Las dos películas parecen comedias, pero en realidad no lo son. En The trip te ríes mucho con las imitaciones que Coogan y Brydon hacen de Michael Caine o de Sean Connery, o con las versiones de ABBA que cantan a grito pelado mientras conducen por las carreteras sinuosas. Hay un diálogo genial sobre qué enfermedad estarías dispuesto a permitir en tu hijo a cambio de obtener un Oscar de la Academia. Pero también se te ensombrece la cara cuando charlan en los restaurantes sobre la decadencia inevitable de sus energías, sobre el esplendor perdido en la hierba de su sexualidad.

Rob:       ¿No te parece agotador andar dando vueltas, yendo a fiestas y persiguiendo chicas...?
Steve:      No ando persiguiendo chicas.
Rob:         Sí, lo haces.
Steve:      No las persigo. Lo dices como si yo fuera Benny Hill.
Rob:      ¿Pero  no te parece agotador, a tu edad?
Steve:     ¿Te parece agotador cuidar un bebé?
Rob:       Sí, me lo parece.
Steve:     Sí... Todo es agotador después de los cuarenta. Todo es agotador a nuestra edad.




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