La suerte de los Logan

🌟🌟🌟

Los chicos de Ocean's eleven eran unos ladrones muy profesionales que no necesitaban el dinero para vivir. A George Clooney y a su pandilla les gustaba vestir bien, rodearse de bellas mujeres, alojarse en hoteles de nueve estrellas de quitar el sentío, como decía nuestro añorado Chiquito de la Calzada, pero ellos, realmente, eran unos artistas del butrón, unos estilistas del cambiazo, y disfrutaban más con el acto del robo que con lo robado en sí.

    En cambio, en La suerte de los Logan, que es la nueva película de atracos del retornado Steven Soderbergh, los hermanos ya tal no se parecen una mierda a George Clooney ni a Brad Pitt. Los Logan no son ladrones de guante blanco carismáticos y resultones, si no white trash que habita los parajes industriales de la Virginia Occidental: esa especie de Asturias a la americana a la que cantaba John Denver en su canción inmortal. 

    Los Logan, al contrario que los Ocean, sí necesitan el dinero para vivir mejor, pero tienen el inconveniente de no ser unos ladrones profesionales.Los Logan, que han puesto sus ojos en la recaudación del circuito de Charlotte, son unos delincuentes muy poco prometedores que arrastran, además, una especie de maldición familiar que siempre los aboca al fracaso y a la decepción.

    Pero la white trash, en Estados Unidos, anda muy desesperada, muy depauperada, y votar en masa a Donald Trump no les ha servido para salir de su pobreza secular. Y ya se sabe que la necesidad, y el orgullo, agudizan el ingenio. Aunque todo sería más fácil para ellos si no tuvieran que contar con la ayuda de Joe Bang, el experto en explosivos que parece sacado de un tebeo de Mortadelo y Filemón, y que todavía cumple condena de varios meses en la prisión del Estado...



Leer más...

Madre!

🌟

Alrededor de una cagada depositada sobre la acera se reúnen varias personas haciendo corrillo. Mientras unas sonríen divertidas y otras gruñen escandalizadas, las hay que aprovechan para sacar punta a su espíritu científico, deductivo, sherlockholmesiano. Analizando la textura, el fraccionamiento, el olor inconfundible, son varios los que aseguran que el mojón es una cagada de perro. La plasta es de tamaño medio, de marrón indefinible, de textura a medio cocer. Los que tienen perro opinan con más didactismo; los que no, tiran de su larga experiencia en la ciudad sorteando cagadas parecidas. Aunque a decir verdad, boñigas tan sugestivas se han visto pocas en los últimos tiempos. La deposición es amorfa y original. Como un manchurrón abstracto que disparara la imaginación interpretativa. Suscita el debate abierto y el intercambio de ideas. Es como una provocación del ayuntamiento, como una ocurrencia genial del intestino. Casi una obra de arte urbano, radical, transgresora, quién sabe si la gamberrada inaugural de un nuevo Banksy que trabajara otros materiales y otras ideas.


    Al otro lado del mojón, sin embargo, para contradecir las versiones de los animalistas, y los desvaríos de los pedantes, varios transeúntes sostienen que los excrementos tienen un origen humano inconfundible, y que allí -porque este barrio es zona de copas por la noche- ha defecado algún gracioso con el esfínter aflojado por el alcohol. Hay quien cree adivinar, incluso, entre los intersticios de la mierda, restos de comida inequívocamente humana, lentejas, o pellejos de garbanzo, o hasta pepitas de sandía, y disertan sobre la última cena del caganet como quien practicara una autopsia en la morgue, o desvelase los secretos alimenticios de la última momia hallada en Egipto. Los animalistas gruñen poco satisfechos con la explicación, y hablan del carácter omnívoro de los perros, y de su costumbre de hociquear entre los restos de basura. Los seguidores de la vía artística insisten en la aparición de un nuevo genio en la ciudad, y en este batiburrillo de discrepancias se van agotando los minutos y los argumentos hasta que finalmente llega el barrendero municipal, recoge la mierda con sus utensilios, y la introduce sin decir una palabra en el cubo de la basura. La mierda, y el debate, terminan de repente. 

    Madre! es una cagada. 


Leer más...

Felices sueños

🌟🌟

Me aburro terriblemente mientras veo Felices sueños, la película de Marco Bellocchio que venía tan recomendada por la crítica, con muchas estrellas y muchos puntos verdes en los comentarios entusiastas: que si el veterano director, que si el sabio cineasta, que si el artesano infatigable...  

De Bellocchio llevo oyendo hablar toda la vida cuando llegan los festivales, pero sus películas raramente llegan a estas cinefilias provinciales a no ser que uno flete el barco pirata y las intercepte a medio camino de las rutas comerciales. Repaso su filmografía completa antes de enfrentarme a Dulces sueños y descubro, avergonzado, que jamás he visto una película suya. No parece constar ninguna obra maestra en ese catálogo interminable de obras ignotas -la mayoría, sospechosamente, de títulos no traducidos al castellano- pero también es verdad que hay algo que no funciona bien en mis métodos de selección. En mis manías de espectador.


    Por un momento estoy a punto de desfallecer en el intento, y de enviar Dulces sueños a la papelera de reciclaje, resignado a esta cinefilia mía de tres el cuarto. Sólo la prometida presencia de Bérénice Bejo, que es una actriz demasiado hermosa para ser desdeñada, pesa más que el aburrimiento presentido de una película que además dura más de dos horas. Porque los ancianos, ya se sabe, cuando se ponen a dar la turra pierden la noción de la elipsis y de la síntesis. 

Y así, con una fe muy poco fervorosa, le doy al play en la lluviosa tarde de invierno. Y mientras el niño Massimo quiere mucho a su madre, y la pierde trágicamente con sólo nueve años de edad, y busca su fantasma en las clases de religión y en los confesionarios de las iglesias, yo, a la hora larga de metraje, engañado por la publicidad fraudulenta que la colocaba en la primera línea del reparto, me pregunto cuándo coño va a salir el personaje de Bérénice Bejo.

    Mucho rato después de yo tanto añorarla, aparecerá, finalmente, la dulce Bérénice, disfrazada de doctora del cuerpo y de terapeuta del alma. Pero ya será demasiado tarde para levantar esta bruma soporífera que invade una película extraña, errática, pretendidamente poética y decididamente prescindible. 


Leer más...

El secreto de sus ojos

🌟🌟🌟🌟

No mires a los ojos de la gente, me dan miedo, mienten siempre, cantaba Germán Coppini con aquella voz suya de trovador gallego. Y aunque la canción es cojonuda, y forma parte de mi repertorio sentimental, y a veces me descubro tarareándola tras un encuentro misántropo con la realidad, lo cierto es que su premisa argumental es falsa. Porque los ojos de la gente nunca mienten. Son las ventanas del alma, que dijo el poeta, y son tan sinceros, tan transparentes, que la evolución, siempre tan sabia, tuvo que desarrollar el lenguaje para que pudiéramos mentirnos con las palabras. Sólo los amantes enamorados, cuando el amor es todavía de verdad, se atreven a sondear esos abismos que nunca engañan. Todos los demás vamos y venimos con los ojos al cielo, al suelo, a los alrededores, buscando la mosca o la gaviota, porque cualquier conversación tiene algo de postureo, de mentira, de verdad no confesada, y no queremos que el otro nos descubra el juego atrapándonos la mirada. Ni nosotros, por decoro, muchas veces, descubrir el suyo.



    Termino de ver El secreto de sus ojos y no me queda muy claro, la verdad, a qué personaje pertenecen los ojos del título. Supongo que son los de Soledad Villamil, tan bonitos, tan expresivos, que viven enamorados del personaje de Ricardo Darín, pero no pueden entregarle su amor porque ella es una Menéndez-Hastings de toda la vida, destinada a casarse con otro portador de apellido compuesto, y no con un Expósito descendiente del tío nadie. No hay ningún secreto en ellos: sólo la tristeza del amor amargado, y amordazado. Tampoco hay ningún secreto en los ojos del señor Expósito, que aman a la Hastings con la fiereza y el candor de un gato doméstico. Los ojos del asesino son vacíos, de cristal negro, como los de un tiburón que sale a cazar, y sólo se vuelven humanos cuando ve el fútbol en la grada del estadio y se transfigura de pronto en alguien con sentimientos. O algo parecido. No hay secretos en los ojos del viudo, que oscilan entre la nostalgia del amor y la venganza calculada, ni en los ojos de la asesinada, la pobre, que se quedaron fijos, vidriosos, incapaces de fingir que estaban muertos. Y que, si una vez tuvieron secretos, éstos se fueron en el último suspiro. 

¿De quién son, los ojos del título?

Leer más...

George Best: All by Himself

🌟🌟🌟🌟

George Best no se apellidaba Futbólez, ni Balompédez, como esos futbolistas de Mortadelo y Filemón que llevaban su oficio grabado en el nombre, y que no solían ser precisamente un dechado de virtudes. Nuestro personaje nació apellidándose Best por esos azares de la patronímica irlandesa, que es como si aquí hubiera descendido de los Cojonudo, o de los Superior. Jorge Magnífico, podríamos decir... 

    Y Best, como en los tebeos de Ibáñez, cumplió sobradamente con su destino. En los años dorados de los Rolling Stones y de los Beatles, George Best -que fue apodado El quinto Beatle por su pelo largo, su aire pop y su vida vamos a llamar "desenfadada"- fue el mejor jugador de Europa defendiendo la camiseta del Manchester United en los éxitos y la de Irlanda del Norte en los fracasos, porque sus compatriotas futbolistas -que estos sí que podrían haberse apellidado Tuercebótez o Fallónez- no daban para más en las clasificaciones de los mundiales.  

    En las imágenes de archivo -que es lo único que conocemos de George Best los futboleros posteriores- Best es un jugador eléctrico, habilidoso, que soporta con estoicismo las patadas brutales de la época. Los que le vieron jugar en directo afirman que él fue el Leo Messi de su época, y que si hubiera jugado en campos mejores, con rivales menos asesinos, y no se hubiera despeñado por los abismos laterales de su carrera, hubiera optado al galardón de mejor jugador de todos los tiempos. Pero Best, que tuvo la fortuna del apellido, tuvo la desgracia del alcoholismo, y si en los tiempos de su plenitud futbolística mantuvo el vicio a raya, y sólo se desgastaba con las innúmeras mujeres que lo pretendían por su belleza, alcanzado el sueño de ganar la Copa de Europa decidió que el fútbol ya le había dado sus mayores alegrías, y que ya era hora de gastar todo su dinero en más mujeres, y alcohol a mansalva, y automóviles que desgarraran la carretera. El resto, como él mismo dijo, simplemente lo malgastó. Como su talento, que se fue por el mismo retrete. 


Leer más...

Pozos de ambición

🌟🌟🌟🌟🌟

Durante los primeros decenios de su existencia, Estados Unidos fue un sandwich con dos rebanadas de pan sin nada por el medio. Entre las dos costas oceánicas se extendían las llanuras improductivas, los desiertos casi africanos, las moles infranqueables de las montañas. Lugares inhóspitos o peligrosos donde los indios vivían en armonía con la naturaleza. El reclamo ideal para los solitarios que venían de Europa, para los lunáticos, para los aventureros que buscaban nuevas emociones.  Ellos fueron abriendo los caminos y sembrando los campos. Matando a los oriundos y exterminando a los bisontes. La epopeya de los colonos... Luego, tras estos depredadores, llegaron los empresarios a extraer el beneficio, los obreros a ganar el pan, los pastores a cuidar las almas, los camareros a servir el whisky, las lumis a bailar el cancán, los cowboys a medirse las pistolas... Y ya último, para proteger a todo este paisanaje,  el sheriff con su estrella, y el Séptimo de Caballería con su corneta. La civilización completa.

    Eso que ahora llamamos la América Profunda la construyeron tipo -o tipejos- como este Daniel Plainview de Pozos de Ambición: hombres de pasta dura, de espíritu inquebrantable, y sobre todo, de escrúpulos indetectables al microscopio. A principios del siglo XX, con las grandes llanuras ya limpias de molestias, los hombres como Daniel buscaban el petróleo guiados por el olfato, o por la suerte, o a veces, incluso, por algún geólogo con cierta idea del asunto. Horadaban por aquí y por allá hasta que daban con un surtidor de oro negro y se convertían en auténticos capitalistas que se compraban un traje caro, una leontina de oro y un sombrero de copa para enseñar en las grandes ocasiones. 

    Leo en internet que Oil!, la novela originaria de Upton Sinclair, enfrentaba al magnate del petróleo con ideas de derechas y a su hijo de afinidades socialistas. Un drama griego que prometía grandes emociones para la película, pero del que Paul Thomas Anderson decidió prescindir para centrarse sólo en la figura del emprendedor, un hombre que desconoce el amor y desdeña las amistades porque su ego le sobra y le basta para vivir satisfecho. Pero el ego, no lo olvidemos, es un bicho carnívoro que crece en las entrañas y acaba devorando al ególatra que le dio de comer. No conoce la gratitud ni la clemencia. Y acaba convirtiendo a su portador en una cáscara vacía. 




Leer más...

Todo sobre el asado

🌟🌟🌟

"Para los gordos, para los flacos, para los altos, para los bajos, para los optimistas, para los pesimistas..." Así recitaba la voz del aquel argentino juvenil y jovial que nos vendía la  Coca-Cola en el anuncio inolvidable. No había target comercial, ni segmentos de público, ni gaitas en vinagre. Todo el mundo bebe Coca-Cola en Argentina, y punto. Y lo mismo en el mundo entero. El anuncio se limitaba a recordar tal evidencia con una imaginación desbordante. La iglesia universal de los adictos. 

Quince años después, en Todo sobre el asado, que es un documental inefable de Mariano Cohn y Gastón Duprat, otra voz en off, también argentina, pero esta vez más madura y más oronda, como de comilón que se echa un discursito a la hora de la siesta, nos enseña a los que nos somos de allí que en Argentina el asado también es un asunto universal para los gordos y para los flacos, para los altos y para los bajos, para los optimistas y para los pesimistas... Otra religión nacional como el fútbol que legaron los británicos, o la literatura que escribieron sus maestros de la tierra.


    Si la vaca, en la India, es un animal sagrado que nadie osa herir o matar, en Argentina, el vacuno es un dios al que se honra devorándolo en cualquier festividad de la familia o del compañerismo laboral. O incluso del onanismo particular, para celebrar un subidón de la moral, o la victoria de nuestro equipo. El asado es una eucaristía pagana donde la carne de vacuno, por obra y milagro del aparato digestivo, de los jugos y las bacterias, se transustancia en carne humana que rodea los huesos. Y conforma, de alguna manera, la idiosincrasia singular de los argentinos, aunque bien pudiera ser justo al revés. Un dilema de gallina-huevo (en este caso de argentino-asado) que queda ahí, flotando en el aire, mientras desfilan los muchos personajes de la película, unos asando en la parrilla y otros disertando sobre el filete. Otros comiéndolo con regocijo, y otros, los menos, verdaderos apóstatas de este canto a la pasión, perorando sobre el grave pecado de matar animales para ser consumidos, o sobre lo insano de una dieta sostenida básicamente sobre la carne. Ellos, los veganos, y los vegetarianos, son los malos ceñudos y mal afeitados de esta película que transcurre en el Far West de la Pampa. 



Leer más...

Billy Elliot

🌟🌟🌟🌟

Para que Billy Elliot salga de su pueblo y triunfe en la Royal Ballet School de Londres, muchos otros han tenido que llevar una vida de trabajos brutales y sueños abandonados. Dejarse el lomo en la mina, la paciencia en el colegio, la ambición en el culo... Los talentosos se yerguen sobre una montaña de mediocres que somos su masa crítica necesaria. Sin nosotros, que fracasamos las 999 veces imprescindibles, ellos no podrían ascender a la cima escalando sobre nuestros hombros. Tiene que haber mil vidas desperdiciadas para que una talentosa salga del légamo y produzca algo hermoso que nos conmueva: un baile, una canción, una película, un pase de cuarenta metros hacia el extremo derecho que se desmarcaba... 

    Esa mierda positivista, voluntarista, que afirma que dentro de todos hay un talento único, insospechado, del que no tenemos noticia porque andamos ciegos, o bobos, o no hemos hecho la introspección adecuada, es eso: mierda. Crecepelo para los calvos. Pastilla para los gordos. Autoestima para los fracasados. Negocio para los traficantes de psicologías. El talento es una piedra preciosa, una flor exótica, una trufa escondida entre las setas insípidas del bosque. Una excepción de la naturaleza. La mayoría de nosotros somos filfa, morralla, clase de tropa. En último término, trabajadores prescindibles. Los talentosos no. Los Umpa-Lumpas hemos venido a este mundo para satisfacer sus necesidades: proporcionales alimentos, enseñarles el alfabeto, construirles las carreteras...  Con el sudor de nuestra frente nos ganamos el pan, y el pan de nuestra prole, pero eso sólo son los objetivos secundarios. En realidad trabajamos para que el talentoso no se pierda por el camino, y dignifique nuestra vida de homínidos que se afanan en la subsistencia. Sin la música, sin el cine, sin el arte, sin el deporte de élite que nos deja boquiabiertos, nuestra vida sería indistinguible del chimpancé que nace, crece, se reproduce y se muere sin conocer la belleza ni la exaltación del asombro. 





Leer más...