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El hilo invisible

🌟🌟🌟🌟🌟

El personaje de una novela de Michel Houellebecq afirmaba que todas las historias serias comienzan con los amantes acostándose la primera noche. La historia de “El hilo invisible” es, por tanto, mucho más seria que cualquier otra, porque en la primera noche Reynolds no desviste a Alma, sino que la viste envolviéndola en diseños de ensueño. 

Al primer golpe de vista, Alma se ha convertido en su musa y en su modelo. Después de tanto buscar y desechar, Alma, como un regalo del destino, ya es la medida exacta de su cinta métrica y de su imaginación desbordaba. Y al revés: Reynolds, para Alma, aunque ya un poco mayor y maniático, es el hombre indudable que la sacará de la vida real para convertirla en una princesa de cuento y dejarla probarse todos los vestidos antes de que se los pongan las princesas de verdad. El sexo, con tales certezas, es casi redundante en una noche como ésa.

Mientras veía “El hilo invisible” me acordé mucho de N., aunque nosotros, en aquella primera noche, nos desvestimos como dos amantes del montón, nada sofisticados ni originales. No la recordé por eso, sino porque ella se comportaba igual que el personaje de Reynolds Woodstock con Alma: desenamorada de mí, distante, incluso cortante, cuando entraba en el optimismo de la vida. En la vitalidad N. bailaba, viajaba, tonteaba... y se desentendía. Pero cuando le llovía la nube negra recordaba que yo siempre estaba disponible para cuidarla, al otro lado de la frontera. Entonces venía, o me llamaba, y mientras se dejaba consolar me decía que me necesitaba. Y que a su modo, muy particular, me quería.

Yo, por supuesto, deseaba su pronta recuperación; pero su recuperación suponía, ay, que yo volviera a difuminarme. Quizá por eso -como le sucede a Alma en la película -otra parte de mí deseaba que N. no recobrara el optimismo ni las ganas de bailar. Un pensamiento negro, pero en el fondo inocuo, sin setas venenosas de por medio, porque yo la quería tanto que incluso le recordaba las pastillas que tenía que tomar para recobrar la jovialidad y empezar a mirarme como si ya no me conociera. 





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The Master

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que vi “The Master” busqué cosas sobre Cienciología en internet. Pero ya no recuerdo apenas nada: sólo que sus dioses son unos extraterrestres cabezones que viajan por la galaxia sembrando una semilla ya no sé si genética o espiritual.

Es por eso que hoy, en la octava ola de calor del verano, me he desmadejado en el sofá para ver otra vez “The Master” a ver si reparaba mis agujeros. Pero al poco he recordado que Paul Thomas Anderson siempre toma caminos extraños y tortuosos y que “The Master” no me iba a servir como libro de consulta. Su película es un acercamiento a la Cienciología -o a una engañifa muy parecida- que a ratos resulta comprensible y a ratos no. A veces convencional y a veces extravagante. Pero eso sí: siempre fascinante. 

“The Master” no pretende ser un biopic desautorizado sobre Ron Hubbard, ni un simposio sobre una religión que parece aún más absurda que las demás. “The Master” es, por encima de todo, la crónica de un empecinamiento pedagógico. Algo así como un remake de “El pequeño salvaje” de Truffaut, donde aquel ilustrado llamado Jean Itard se las tenía tiesas con el niño salvaje de Aveyron. En la película de P. T. A., Lancaster Dodd presume de practicar una psicoterapia capaz de devolver a los hombres al camino recto del equilibrio. Su método es una batalla terapéutica contra la tiranía de los instintos que a ratos parece un psicoanálisis de mi abuelo Sigmund y a ratos una psicomagia de Alejandro Jodorowsky. 

Lancaster Dodd vive muy confiado de sí mismo hasta que se topa con un peñasco en el camino: Freddie Quell, un excombatiente de la II Guerra Mundial alcohólico y sexoadicto. Un tipo desquiciado y enigmático de circuitos neuronales imposibles de reparar. Esa dialéctica imposible entre el profesor orgulloso y el alumno ingobernable será el drama central de la película. En el fondo, la vieja pelea entre la educación y el instinto... El combate filosófico entre la creencia de que los hombres pueden cambiar y la sospecha de que uno siempre es como es y anda siempre con lo puesto, como cantaba Serrat.




                    
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Pozos de ambición

🌟🌟🌟🌟🌟

Durante los primeros decenios de su existencia, Estados Unidos fue un sándwich con dos rebanadas de pan sin nada de mortadela por el medio. Entre las costas oceánicas se extendían las llanuras improductivas y los desiertos casi africanos. Y a mitad de camino, las moles infranqueables de las montañas. Lugares inhóspitos donde los indios vivían en armonía con la naturaleza y se asesinaban solo entre vecinos. 

Estos parajes, para su mal, fueron el reclamo irresistible para los aventureros blancos que buscaban emociones fuertes. Ellos -los solitarios, los lunáticos, los de gatillo fácil- fueron sembrando los campos y abriendo los caminos. Mataron a los oriundos y exterminaron a los bisontes. La epopeya de los colonos... Luego, tras ellos, llegaron los carromatos de "La Casa de la Pradera", los empresarios, los obreros, los pastores de almas, los camareros del saloon, las lumis del cancán, los cowboys que se medían las pistolas al atardecer... Y ya por último, para proteger a todo este paisanaje, el sheriff con su estrella y el Séptimo de Caballería con su corneta. La civilización al completo.

Los Estados Unidos fueron levantados por tipos -o tipejos- como este Daniel Plainview de “Pozos de Ambición”: hombres de pasta dura y de espíritu inquebrantable. Y sobre todo, de escrúpulos indetectables al microscopio. A principios del siglo XX, con las grandes llanuras ya limpias de molestias, los hombres como Daniel buscaban el petróleo guiados por el olfato o por la chiripa. Horadaban por aquí y por allá hasta que se suicidaban desesperados o daban con un manantial para convertirse en capitalistas que rápidamente se compraban un traje caro, una leontina de oro y un sombrero de copa para presumir en sociedad.

Leo en internet que “Oil!”, la novela originaria de Upton Sinclair, enfrentaba al magnate del petróleo con las ideas socialistas de su hijo. Un drama griego que prometía grandes emociones, pero del que Paul Thomas Anderson decidió prescindir para centrarse sólo en la figura del emprendedor: ese héroe de nuestros tiempos, y de los tiempos antiguos, que casi siempre esconde a un mezquino arrogante en su interior. 




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Boogie Nights

🌟🌟🌟🌟

Cuenta la leyenda -porque es una leyenda, no hay registro en el diario de sesiones- que en 1977, cuando era senador, a Camilo José Cela le pillaron dormido en su escaño. Al parecer, ante la recriminación del presidente de la Cámara, C. J. C. respondió:

- Estaba durmiendo, no dormido.
- ¿Y no es lo mismo? – le afeó el presidente.
- Pues no, como tampoco es lo mismo estar jodido que estar jodiendo.

Me acordé de la famosa anécdota de don Camilo mientras veía “Boogie Nights” porque aquí, contradiciendo un poco al premio Nobel de la Guía Campsa, todo el mundo está jodido y está jodiendo al mismo tiempo. Hablamos, por supuesto, del mundo del cine porno en los años 70, en California, antes de que el videocasete se convirtiera en un electrodoméstico al alcance del proletariado y las películas guarras abandonaran los cines X de las grandes capitales para echar raíces en barrios periféricos muy parecidos al mío, donde la muchachada irredenta fue encontrando poco a poco el sustento y la perdición.

Entre los personajes de “Boogie Nights” hay un poco de todo, como en los viñedos más calentorros del Señor: hay prostitutas, cocainómanos, heroinómanas, erotómanos, pervertidos de catálogo y varios gilipollas que se creen Cecil B. DeMille por filmar mamadas con música suave y ambiente de luces desvanecidas. Unos acabaron en el porno por estar jodidos y otros terminaron jodidos por haber entrado en el cine porno. Los hay, también, que son una pescadilla de jodiendas que se muerde la cola o el rabo sin encontrar nunca la respuesta. Todos, o casi todos, son víctimas de su carácter y de sus circunstancias. Los caminos del Señor son inescrutables y a veces te llevan por los senderos más insospechados. 

Pienso, por ejemplo, en qué hubiera sido de mí mismo si en vez de nacer justo en el medio de la campana de Gauss hubiera nacido con esos 33 centímetros de pollón que luce Dirk Diggler en sus actuaciones. Alguno dirá: cuando vas vestido eso no se nota. Pues fíjate, yo creo que no, que de algún modo te lo captan en la mirada, o en los andares. Los envidiosos, y las mujeres.



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Licorice Pizza

🌟🌟🌟🌟🌟


“Licorice Pizza” es la metáfora visual de un disco de vinilo. Los discos parecen pizzas y son de color negro como el regaliz. Y los discos, como el regaliz, nos traen nostalgias del pasado... Ahí residía el misterio del título que en la película nunca se desvela. O que se desvela, pero que nosotros, en el sofá, Eddie y yo, no fuimos capaces de colegir. Y eso que lo mirábamos todo boquiabiertos, con cara de cinéfilos deslumbrados. Porque “Licorice Pizza” es una película rara, rara de cojones, pero no puedes dejar de perseguirla. En un momento dado nos miramos y nos dijimos al unísono: “Esto es muy... extraño. Pero adictivo.” Así es también la relación entre un perro y su amo: extraña, pero adictiva.  Así es la vida en general, diría yo.

El otro misterio -el principal y nunca revelado- sería saber qué le pasa a Paul Thomas Anderson por la cabeza cuando rueda sus películas. Ahora que tanto se abusa de la palabra genio, resulta que él es un genio verdadero. Uno fetén. Él nunca mira las cosas como las miramos los demás. Los demás vivimos en el mainstream de las narraciones sentimentales. Pero él no. Y no lo hace por epatar, o por dárselas de listo: es que es así, dislocado y original. Un genio, ya digo. Un puto genio. Tú le das una historia de amor entre un chaval de 15 años y una mujercita de 25 y no te hace una película convencional, de rollo melodramático, ni tampoco de comedia disparatada. No: él hace sus mezclas, sus diseños, su anomalía neuronal, y le sale una película como “Licorice Pizza” que no se puede clasificar, ni resumir a los amigos, ni explicar con oraciones que tengan una coherente ligazón. La suya es una película imposible e inabordable.

“Licorice Pizza” viene a decir eso tan trillado, pero tan verdadero, de que dos personas condenadas a entenderse al final se acaban entendiendo. También dice que la madurez no se adquiere con la edad, sino que viene otorgada de nacimiento. Unos la llevan y otros no, como los pimientos de Padrón. Y da igual las experiencias que vivas, ocho mil o ciento una. La madurez es un regalo de los genes; la inmadurez, otra putada de las suyas. Yo pienso lo mismo que Paul Thomas.




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Punch-Drunk Love

🌟🌟🌟🌟🌟

“Punch-Drunk Love” es una comedia romántica que no es, para empezar, una comedia, porque en ella te ríes más bien poco o se congela la sonrisa. Y tampoco es, desde luego, un romance al uso, porque los amantes entregados -Adam Sandler vestido rigurosamente de azul, y Emily Watson vestida rigurosamente de rojo- no son dos personas adultas aunque así lo parezcan, sino dos adolescentes que se buscan a lo bruto, a lo kamikaze, sin filtros ni convenciones. Una pareja de irreflexivos, de amantes muy poco consecuentes con sus actos. Dos enamorados sin cálculo, sin método, sin ninguna red que les proteja en el salto. Dos desnortados que se cuelgan de la persona quizás menos indicada de los contornos, a ciegas, y a sordas, y casi a tientas, guiados únicamente por el instinto y por el pálpito, amándose hasta el corvejón, hasta la médula, hasta el desvarío, sin que ya nada pueda detenerles hasta consumar su felicidad.

Muchos espectadores que se autoconsideran más cabales en el amor, amantes que siguen unos criterios razonables sobre gustos compartidos y personalidades compatibles, no pueden entender “Punch-Drunk Love” por mucho que lo intenten. Les rompe los esquemas. Yo he hecho una encuesta por mi ecosistema de cinéfilos y los resultados son concluyentes. La mayoría piensa que este par de descerebrados parecen sacados de una ciencia-ficción muy lejana, o de un manicomio provincial muy cercano. No conciben estas reacciones tan contradictorias, estos arrebatos tan impetuosos. Los desnortados de la vida, sin embargo, los que alguna vez nos hemos enamorado como Adam Sandler y Emily Watson -a lo bonzo, a lo estúpido, a lo bellísimo en realidad- nos reconocemos sin vergüenza en este dislate de las tripas que se revuelven, y de las neuronas que se desconectan. O que se conectan de un modo inadecuado, al tuntún, en una catástrofe bioeléctrica de consecuencias impredecibles. 

Nosotros, los imperfectos, los enamoradizos, los entregados a la causa de Paul Thomas Anderson, tampoco entendemos del todo “Punch-Drunk Love”, pero sabemos  muy bien de qué va.





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Magnolia

🌟🌟🌟🌟🌟

Dentro del átomo, los electrones giran alrededor del núcleo en una órbita estable que podríamos llamar estado de felicidad. Allí podrían pasar eones y eones si no fuera porque a veces son golpeados por una partícula energética que se cruza en el tiovivo: un ángel flamígero que viajando a la velocidad de la luz los expulsa de ese paraíso previsible y circular.

Las electrones desafortunados pasan a vagabundear territorios inhóspitos que no les corresponden, errando en espirales que les ponen nerviosos y cariacontecidos a la espera de que otro choque -esta vez afortunado- les devuelva a la zona de confort. Hay mucho de ciencia en todo esto, pero también mucho de azar, que es ese espacio indeterminado que la ciencia todavía no puede explicar. Son las casualidades inauditas, y las regiones de incertidumbre, que también se producen en el mundo macroscópico de los seres humanos.

    Todos los personajes de “Magnolia” -por ejemplo- también viven fuera de su órbita placentera. En algún momento de su pasado se sintieron congraciados con la vida dando vueltas alrededor de una persona amada, o de un trabajo edificante. Pero ellos, como los electrones malhadados, también sufrieron el choque con alguien que los descentró, que los expulsó de su pequeño paraíso. Una pura mala suerte, o un destino trágico que buscaban con ahínco. Ahora caminan por la vida con el ánimo por los suelos, y con la desazón instalada en el espíritu. Mientras esperan que el efecto mariposa les cruce con esa persona que les devuelva la alegría, los personajes de “Magnolia” pasan el tiempo presentándose a concursos, drogándose hasta las cejas, dando conferencias sobre la supremacía de las pollas... Son distintas formas de matar ese tiempo de las dudas. Unos dudan al cuadrado y otros se inventan certezas para no sufrir más.

Cuando esa persona especial golpee sus vidas, ellos por fin despertarán de su letargo, de su atonía, de su falsa vida de muertos vivientes, y en la alegría del retorno emitirán una sonrisa, o un llanto muy liberador. Es la física de la felicidad.





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Puro vicio

🌟🌟🌟

Inherent vice es el término legal que designa el defecto oculto de una mercancía. Una tara que no se ve al comprarla pero que termina por estropearla, y que faculta al comprador a exigir una compensación. En el contexto de esta película inexplicable, donde es difícil acertar con los argumentos o con las metáforas, se supone que esta expresión alude a la decepción final de los amores, pues todos llevamos de nacimiento un defecto que al principio no se ve, o que se prefiere obviar, en aras del amor, pero que tarde o temprano acaba por marchitar la relación.

     En la versión al castellano de la novela primigenia, el responsable de la editorial tradujo Inherent vice por Vicio propio, que ya sabemos todos las connotaciones que acarrea: el manubrio, el dedo índice, el consuelo de Onán, para que el lector abrumado por las novedades editoriales se quedara paralizado con el reclamo, apelado a su instinto, a su cerebro no racional, que es un truco muy viejo y muy burdo, pero muy efectivo. Sin embargo, al responsable de distribuir la película le pareció que eso de Inherent vice no se iba a entender, y que eso del Vicio propio sonaba a película clasificada “S”, de cines guarros de antaño, de factoría de Enrique Cerezo en la tele nocturna de Madrid. Así que se decantó por este Puro vicio que en realidad es una descripción bastante acertada de lo que se ve en pantalla todo el rato, si asumimos, claro está, que el sexo libre y el porro encendido son vicios que merezcan un tratamiento peyorativo.

     De todos modos, ya digo que esto del inherent vice está un poco cogido por los pelos, porque la película no se entiende muy bien. Y no es que uno ande un poco despistado, abrumado por otras cuitas, sino que es opinión general entre la feligresía de Paul Thomas Anderson: que esta película es un experimento que le explotó en las manos. Una osadía, esto de hacerle un homenaje porreta a El sueño eterno en el que apenas se entiende nada, y en el que se da a entender, además, que tampoco importa gran cosa entender las peripecias. Fascinante, hipnótica, ininteligible…




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Sidney

🌟🌟🌟

Me quedo frío, muy frío, en los desérticos calores de Las Vegas, mientras veo la  ópera prima de Paul Thomas Anderson. Sidney, en su arranque, parece una prima lejana de Ocean's eleven, y esas películas de estafadores me predisponen a la sonrisa y a la posición cómoda en el sofá. Los grandes robos son hechos delictivos que por supuesto no merecen el aplauso, ni la coña marinera, pero a uno, que disfruta con la ruina de los millonarios, le proporcionan un gran entretenimiento, y un pequeño consuelo de viejo bolchevique. Lo primero que hizo el Dioni a llegar a Río/ fue brindar con el espejo y decir: ¡qué tío! 

    Pero Paul Thomas Anderson no es un tipo al que le interesen las revoluciones, ni las películas de género. Lo suyo es hacer prospecciones psicológicas de sus personajes, dejarles que hablen, que desbarren, que brote el sucio petróleo de sus mentes culpables, con oscuro pasado y cadáveres bajo la alfombra. Sidney no era finalmente una comedia, ni un thriller de ladrones sofisticados, sino la precursora dramática de Magnolia, solo que sin chicha, sin chispa, más aburrida cuanta más profundidad alcanza la perforadora.




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