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El último mohicano

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Lo más curioso de todo es que el último mohicano -el indio que da título a la película y que se ha convertido en patrimonio cultural porque aquí todos nos creemos los últimos mohicanos de lo nuestro- no es el buenorro de Daniel Day Lewis (que, por cierto, bizquea cosa boba cuando fija la mirada), sino su padre adoptivo, el tal Chingachgook que es un personaje secundario con muy poco diálogo. Tan es así, que solo al final de la película, cuando la cámara por fin se detiene en sus evoluciones, comprendemos que él es la víctima más perjudicada de toda esta aventura colindante con Canadá.

Porque los ingleses, en el siglo XXI, siguen existiendo, y franceses también, a mogollón, que hace dos veranos yo me los cruzaba por París y pensaba que Napoleón podría levantar cuatro Grande Armées con sus compatriotas. Pero mohicanos, al parecer, según se dice en el guion, ya no queda ninguno sobre la faz de la Tierra, justo desde que el hijo verdadero de Chingachgook murió descabellado y despeñado por defender el honor de su dama londinense. 

(Luego paseas por la Wikipedia y descubres que el autor de la novela original andaba bastante equivocado, y que los mohicanos, como otras víctimas de la avaricia del rey de Inglaterra y del rey de los franceses, sobrevivieron como pudieron y se resignaron a vivir en las reservas que el gobierno federal les preparó con todo su amor). 

Desconozco la edad que tenía Chingachgook en el momento de quedarse sin su hijo. Pero si miras la edad del actor en el momento del rodaje resulta que tenía 53. Uno más que yo ahora. Y a mí, ejem, todavía se me... ejem. Quiero decir que un guerrero como él, no muy guapo pero valiente y en buena forma, podría haber repoblado los campos de Manitú con el poder de su simiente. Viudas, visto lo visto en la película, no le iban a faltar. Quiero decir que ser el último mohicano no era una maldición insoslayable.

¿Madeleine Stowe, por cierto?: guapísima, arrebatadora. Podría formar parte de algún Top 5 de esos que se elaboran con dos cervezas en el coleto. ¿Daniel Day Lewis?: bisojo, ya digo. Envidiable en cuerpo y alma, pero bisojo. Hay que estar tan bueno como él para que las mujeres pasen por alto tamaña bisojez y se derritan de deseo. 




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Mi pie izquierdo

🌟🌟🌟🌟

Lo primero que dijimos cuando anunciaron "the winner is... Daniel Day-Lewis" fue: 
- Verás que lío subir a este hombre al escenario con la silla de ruedas, y a ver luego quién le entiende el discurso con la parálisis cerebral.

 Pero solo un segundo después vimos al tal Daniel levantarse de su butaca y caminar con paso firme hacia el estrado y comprendimos que el hijo puta nos la había metido hasta el duodeno. Llevábamos meses pensando que era una injusticia que hubieran nominado a un actor paralítico para hacer de... actor paralítico, y el tío, lejos de eso, era un británico sanote y sonriente que dejaba a las mujeres turulatas y a los hombres acomplejados.

En esos meses de puro desconocimiento, de cinefilia cateta y atrasada, llegamos a decir que aquello era como nominar a un pobre bobo para hacer de bobo. Una broma de mal gusto. A las provincias aún no habían llegado “La insoportable levedad del ser” o “Mi hermosa lavandería”, así que Daniel, para nosotros, era un auténtico desconocido. Un año antes no nos creímos del todo a Dustin Hoffman haciendo de autista porque incluso aquí, en los secarrales periféricos, ya sabíamos que Dustin Hoffman era el tipo que se había travestido de mujer en “Tootsie”. Y aun así, alguno llegó a pensar que algo grave le había pasado antes de rodar “Rain Man”: un ictus, una sobredosis, una hostia de campeonato en la cabeza. 

Aquella noche de los Oscar, ya repuesto de la sorpresa, me dediqué por entero a cultivar mi indignación: Daniel Day-Lewis le había robado el premio al profesor Keating, algo así como robárselo a mi padre, y ni siquiera hoy, 34 años después de aquel latrocinio, puedo ver “Mi pie izquierdo” sin tener presente a Robin Williams en mis oraciones. Oh, capitán, mi capitán. 

(Casi nadie se acuerda ya de que la adolescencia de Christy Brown la interpreta un chavaluco que se retuerce y coge la tiza como si también fuera paralítico. Un genio. Es un actor irlandés de nombre Hugh O'Conor. Aprovecho este foro sin transeúntes para hacerle un pequeño homenaje ante la Tumba de los Actores Olvidados).




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En el nombre del padre

🌟🌟🌟🌟


Gracias a que Filmaffinity conserva las fechas de votación compruebo que han pasado 15 años desde que vi la película por última vez. Curiosamente, los Cuatro de Guilford también cumplieron 15 años en la cárcel por un crimen que no habían cometido. Como el Equipo A, sí, ja ja, pero todo muy real y con muchas menos carcajadas. 

Si me dedicara a la numerología buscaría el significado cabalístico de este número 15 que se repite sospechosamente. Y si fuera poeta, diría que también yo he vivido estos últimos 15 años confinado dentro de mí mismo, también inocente de los cargos que enuncia con muy mala baba el ministerio fiscal de mi existencia. 

La primera vez que vimos la película, allá por 1994, los espectadores nos echamos las manos a la cabeza: qué hijos de puta, los policías británicos... “Menos mal que es una ficción de Hollywood”, dijimos nada más salir del cine aunque supiéramos que la película era irlandesa. Luego nos contaron que aquello estaba basado en un caso real y ya no pudimos salir de nuestro asombro: qué rehijos de la reputa... De pronto los servicios de inteligencia británicos ya no eran tan molones como en las pelis de James Bond. Se parecían demasiado a los servicios secretos de los soviéticos en las películas de propaganda. 

“Esta injusticia soberna aquí nunca podría mantenerse", decíamos también. Pensábamos que nuestro aparato de inteligencia apenas estaba más desarrollado que la TIA de Mortadelo y Filemón. Estábamos convencidos de que el CNI no estaba dirigido por los psicópatas requeridos para el puesto, sino por unos merluzos con un bigote muy parecido al del superintendente Vicente. Era la edad de nuestra inocencia.

22 años más tarde, en Alsasua, sucedió algo muy parecido a lo narrado en esta película. A cuatro chavales que pasaban por el pub les metieron un puro antiterrorista para cagarse. De pronto, una trifulca de borrachos merecía la misma pena que un disparo a bocajarro o que una bomba lapa en las bajeras. Está visto que los hijos de puta que gobiernan entre las sombras son iguales en todos los sitios. Los reclutan con los mismos tests y pasan las mismas pruebas de capacitación. 





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The Boxer

🌟🌟🌟🌟


Emily Watson es la versión mejorada de una chica que me gustaba mucho en la juventud. Y es que de Francia para arriba ellas son más pelirrojas, más pecosas, más... llamativas. Será que por aquí, por las provincias sin playa, se ven tan pocas mujeres así que resaltan entre la multitud y me encienden el instinto. ¿Un gusto sexual cocinado entre la escasez y la mirada de paleto? Pudiera ser. Mis cuñados mallorquines, por ejemplo, ven a una pelirroja y ni se inmutan; viven inmunizados desde pequeños. Yo, en cambio, me cruzo con una y me quedo turulato perdido. Cuando vuelvo en mí, siento que debería pintar un cuadro o componer una poesía. 

Emily Watson tiene los mismos ojazos que aquella chica, y su mismo labio superior -tan retraído como sugestivo- y una fisonomía corporal yo diría que intercambiable. Lo que ya no sé es si también está como una puta cabra y si conduce con la misma falta de atención. Sea como sea, cada vez que la veo en una película me viene como una nostalgia al corazón: pero no del amor -que nunca llegó a prosperar- sino del tiempo perdido y de las energías desperdiciadas.

Hoy, mientras veía “The Boxer”, recordé que aquella chica vivía enamorada de Daniel Day-Lewis. Ha sido verlos juntos en pantalla y encenderse una vieja bombilla en mi memoria. He sentido una punzada de envidia que me ha jodido el resto de la película. De repente ya no me importaba nada el IRA ni el conflicto sempiterno. En mi interior sólo bullía un resquemor de eterno adolescente.  

Recordé que mi exnada tenía el cartel de “En el nombre del padre” presidiendo el cabecero de su cama exclusiva, allí donde sólo desembarcaban los tipos más bien musculosos y poco alfabetizados. Cuando la caza nocturna no era satisfactoria, ella se resarcía con el careto asalvajado de Daniel, todo hombría y testosterona. “Mi Daniel...”, decía ella con los mismos labios finísimos de Emily Watson, del mismo modo que otras veces decía “Mi Pep...”, por Guardiola, cuando este suertudo de sus deseos aún era centrocampista del Barça y mantenía el pelo sobre su cabeza privilegiada para la táctica. 





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La edad de la inocencia

🌟🌟🌟🌟

Lo único que nos iguala con los ricos es el desamor. Digo el desamor trágico, desgarrado, que arruina una vida por entero. Es el único terreno de comunión y entendimiento. La intersección de dos humanidades ajenas y enfrentadas.

Ves una película de burgueses o aristócratas que penan con el corazón partido y te dices: “Yo les entiendo, y me compadezco, porque he pasado por lo mismo...” En el fondo lo que quieres es que aparezca un soviet para expropiar todas sus riquezas y repartirlas con el pueblo, ondeando banderas rojas, pero también quieres que el cerdo capitalista encuentre el amor verdadero y viva feliz en el koljós, o en el sovjós, ya despreocupado del ansia de enriquecerse, y entregado sólo a la contemplación de su amada. Newland Archer, en La edad de la inocencia, hubiera preferido vivir en Minsk con la señorita Olenska que en Nueva York sin su erótica compañía. A eso me refiero.

En todo lo demás, los ricos también lloran, mexicanos de culebrón o españoles de La Moraleja. O norteamericanos del siglo XIX. Pero lloran mucho menos. Para superar los reveses de la vida tienen mejores hospitales, mejores casas, mejores vacaciones... Sus consuelos son más diversos y sofisticados. No es lo mismo llorar el desamor en un piso de mierda que en una mansión de Hollywood. Decía un personaje de Los mares del sur, la novela de Vázquez Montalbán, que los ricos también tienen sentimientos, pero menos dramáticos, porque todo lo que sufren les cuesta menos o pagan menos. Y cuando ya no pueden más, viajan a países exóticos, como hace Newland Archer en la película, cuando su libido reprimida, encauzada hacia su matrimonio con la señorita May, y no hacia al adulterio con madame Olenska, le impide concentrarse en sus pensamientos, y amenaza con romperle una neurona muy básica, o una vena muy primordial.

Pero ni aun así, ya digo, porque el desamor tiene entretenimiento, pero no cura, y en eso es como la muerte, que no distingue entre clases. Aunque a los ricos, por lo general, les llegue más tarde.



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La insoportable levedad del ser

🌟🌟🌟

“Éste es uno de los principales inconvenientes de la extrema belleza en las chicas: sólo los ligones experimentados, cínicos y sin escrúpulos se sienten a su altura; así que los seres más viles son los que suelen conseguir el tesoro de su virginidad, lo cual supone para ellas el primer grado de una irremediable derrota”.

    He recordado esta cita de Michel Houellebecq mientras veía La insoportable levedad del ser en la insoportable tristeza del domingo. Un domingo sin fútbol decente, sin lectura absorbente, sin un amor para salir de paseo… Un domingo que termina enroscándose sobre el pecho como una boa, y que a la hora del crepúsculo decides asesinar del todo con una película que presumes aburrida, pero que lleva varias semanas tentándote desde la estantería. Con su título -tan bonito y tan kunderiano- y con su contenido, que uno recuerda de alto voltaje erótico, y que ahora, la verdad, treinta y tantos años después, más allá de la incuestionable belleza de Lena Olin desnuda, y de Juliette Binoche ofrecida, le deja a uno más maravillado que excitado, por esas cosas de la edad.



    La cita de Houellebecq, por supuesto, habla de Tomás y de Tereza. Del neurocirujano que explora más vaginas que cerebros y de la chica inocente, atolondrada, que se enamora de él pensando que una vez conquistado ya no conocerá más cuerpo que el suyo, más confidencias que las suyas. Tereza llorará, vagará por las calles, intentará suicidarse cuando  descubra que Tomás no va a renunciar a sus amantes. Tereza no entiende que los hombres atractivos, seguros de sí mismos, que convocan la admiración varias veces al día, jamás dejan descansar el instinto. Que las mismas virtudes que los vuelven irresistibles los vuelven traicioneros, y que ese círculo de amor y sospecha puede acabar con cualquiera que caiga bajo su encanto  (o ése es, al menos, el discurso que hemos hilado los hombres menos atractivos para denigrar a estos conquistadores que tanto envidiamos).

    Tereza dará marcha atrás, tratará de olvidarlo, pero una mujer enamorada de verdad nunca se va del todo. Regresará a su lado sabiendo que, como mucho, ella será la primus inter pares. Lo que no había previsto es que ese gesto rendirá el castillo de Tomás, que parecía inexpugnable, y que terminada la guerra de los afectos empezará una época de felicidad insospechada, a su lado, sobre su pecho, sonriendo ya sin temor…



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El hilo invisible

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Me sucede, cada dos o tres años, que me obsesiono con una película y la veo varias veces en el plazo de pocos meses, porque sus imágenes, su música, los hilos invisibles de su trama, vuelven continuamente a la memoria, recurrentes e insepultos, como espíritus del cine que se quedan dando vueltas por el salón.

 En cada una de estas invocaciones se produce el milagro de estar viendo la película por primera vez, con el mismo gozo, y con el mismo aliento, e incluso mejor, porque liberado del peso de la trama uno se abisma en las composiciones de los actores, o en las entradas sutiles de la banda sonora. En los detalles que otras veces -porque alguien interrumpía, o yo me despistaba, o uno estaba a leer el subtítulo- pasaron desapercibidos.

    Ahora me ha dado por El hilo invisible, que lo he enredado y desenredado unas cuatro o cinco veces, y en cada nueva hilazón me descubro fascinado, con cara de bobo, como enamorado de una damisela cuya belleza no se erosiona con mi mirada. Y lo curioso es que sigo sin entender cabalmente la película, con esas personalidades tan neuróticas, tan enrevesadas, tan dedicadas a construir el amor como a destrozarlo con sus manías y sus heridas. O quizá la entiendo, la entiendo del todo, pero me acompleja que los foreros digan cosas diferentes sobre el señor Woodcock y sobre Alma, su esposa, a pesar de los pesares. 
 Para mí, El hilo invisible, despojada del boato británico, del barroquismo de los vestidos, del floripondio psicoanalítico de las personalidades, trata, básicamente, sobre la convivencia conyugal, que es la madre de todos los corderos cuando hablamos del amor, lo mismo en el Londres de la nobleza que en el Móstoles de los proletarios. Lo difícil no es enamorarse, ni desenamorarse, que son acontecimientos tan repentinos como involuntarios. Lo jodido es aguantar que el otro te interrumpa la lectura, que haga ruido al masticar, que rasque las tostadas con saña, que se empeñe en follar cuando uno está imaginando nuevos vestidos para las cortesanas. Las pequeñas cosas, las insufribles jodiendas. Los hilos invisibles que lo cosen o lo descosen todo. Una interpretación seguramente muy pedestre, como todas las mías.




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El hilo invisible

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Hay películas que no se pueden ver en un día laborable, a las once de la noche, con el sueño agazapado tras la primera esquina para asestar la puñalada. Hay películas como El hilo invisible que no se merecen esa desidia de la cinefilia. Esa descortesía. Esa cabeza sin despejar que a la media hora de metraje cae sobre el pecho y a los pocos minutos se repone de un sobresalto, avergonzada, perdido el hilo de la trama -el hilo invisible, como el del título-. A esas horas ya no hay empeño de la voluntad ni cafeína en la taza que pueda combatir ese cansancio de derrota, ese evaporarse uno entero el jueves por la noche.

    El hilo invisible es una película para días festivos, para fin de semana, con el sueño recuperado, con el ánimo renovado en el espíritu. No para estos trotes del proletariado mal dormido. Una burla intolerable para el artista, y para su obra maestra. Un descortesía para Paul Thomas Anderson, que además se prodiga tan poco, y para Daniel Day-Lewis, que también se muestra tan esquivo, y al que ahora ha vuelto a darle la tontaca de hacer los zapatos... Pegar estas cabezadas, ante gente tan ilustre, es como dormirse en mitad de un concierto, o de un pase de modelos, mismamente uno del señor Reynolds Woodcok, que se lo tomaría como una ofensa imperdonable, y con toda la razón del mundo.  

La garrulada de hoy a sido impropia de esta cinefilia tan autoalabada. Tan presuntuosa, en ocasiones, cuando alguna damisela ronda las cercanías… La cinefilia es el último muro que me separa de la barbarie, pero ya veo que puede ser derribada por un simple soplido de Morfeo, como las casas de los cerditos en el cuento.

    Con otras películas da un poco igual. Puedes ver un rato por la noche y otro al día siguiente, en el rato libre, para dar de comer a este puto blog que se ha convertido en un tragaldabas de comida diaria. Hay películas fraccionables, aplazables, que se pueden ver sin el viejo ceremonial de las salas de cine. Pero no ésta, El hilo invisible, de la que tendría que decir algo para que no se note la trampa, la vergonzosa circunvalación de sus meollos. Pero es que tengo que confesar que no la he entendido, o no del todo, aunque me declare fascinado por su propuesta, por su estilazo, por su música bellísima. Una obra maestra. Reconocible aun entre las brumas de la somnolencia. Y de las limitaciones de mi simplicidad. 



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Pozos de ambición

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Durante los primeros decenios de su existencia, Estados Unidos fue un sandwich con dos rebanadas de pan sin nada por el medio. Entre las dos costas oceánicas se extendían las llanuras improductivas, los desiertos casi africanos, las moles infranqueables de las montañas. Lugares inhóspitos o peligrosos donde los indios vivían en armonía con la naturaleza. El reclamo ideal para los solitarios que venían de Europa, para los lunáticos, para los aventureros que buscaban nuevas emociones.  Ellos fueron abriendo los caminos y sembrando los campos. Matando a los oriundos y exterminando a los bisontes. La epopeya de los colonos... Luego, tras estos depredadores, llegaron los empresarios a extraer el beneficio, los obreros a ganar el pan, los pastores a cuidar las almas, los camareros a servir el whisky, las lumis a bailar el cancán, los cowboys a medirse las pistolas... Y ya último, para proteger a todo este paisanaje,  el sheriff con su estrella, y el Séptimo de Caballería con su corneta. La civilización completa.

    Eso que ahora llamamos la América Profunda la construyeron tipo -o tipejos- como este Daniel Plainview de Pozos de Ambición: hombres de pasta dura, de espíritu inquebrantable, y sobre todo, de escrúpulos indetectables al microscopio. A principios del siglo XX, con las grandes llanuras ya limpias de molestias, los hombres como Daniel buscaban el petróleo guiados por el olfato, o por la suerte, o a veces, incluso, por algún geólogo con cierta idea del asunto. Horadaban por aquí y por allá hasta que daban con un surtidor de oro negro y se convertían en auténticos capitalistas que se compraban un traje caro, una leontina de oro y un sombrero de copa para enseñar en las grandes ocasiones. 

    Leo en internet que Oil!, la novela originaria de Upton Sinclair, enfrentaba al magnate del petróleo con ideas de derechas y a su hijo de afinidades socialistas. Un drama griego que prometía grandes emociones para la película, pero del que Paul Thomas Anderson decidió prescindir para centrarse sólo en la figura del emprendedor, un hombre que desconoce el amor y desdeña las amistades porque su ego le sobra y le basta para vivir satisfecho. Pero el ego, no lo olvidemos, es un bicho carnívoro que crece en las entrañas y acaba devorando al ególatra que le dio de comer. No conoce la gratitud ni la clemencia. Y acaba convirtiendo a su portador en una cáscara vacía. 




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Gangs of New York

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Mientras los burgueses de La edad de la inocencia se ponían gotosos de tanto comer viandas y viajaban por Europa para curarse el estrés cuando bajaban las acciones, unos pocos barrios más abajo, en el mismo Manhattan, los inmigrantes irlandeses y los desclasados nativos se disputaban la comida de los basureros a mamporro limpio. Aunque ellos mismos revestían sus peleas de odio religioso -católicos los primeros, protestantes los segundos- en realidad, como en todas las guerras de religión, lo que allí se dirimía era el exterminio mutuo de la clase trabajadora, para ahorrarle balas al ejército de los ricos y remordimientos de conciencia a quien tuviera que dar la orden de disparar. 

    El lumpen que se proclamaba originario de América no volcaba su odio contra los políticos que los mantenían en la miseria, sino contra los irlandeses que bajaban de los barcos huyendo de la hambruna, y les disputaban los mismos chuscos de pan. O contra los negros, que venían huyendo del trabajo esclavo y se encontraron con un Norte soñado donde ni siquiera existía el trabajo, o uno tan mal pagado que no daba para garantizar las dos comidas diarias que siempre tuvieron en el Sur.


            Hubo, sin embargo, en aquellas revueltas del Nueva York decimonónico, un momento mágico en el que los pobres dejaron de matarse  unos a otros para mirarse a los ojos y reconocerse ratones en un mismo laberinto. Moscas en un mismo montón de mierda. Cuando Abraham Lincoln proclamó el alistamiento forzoso en los ejércitos de la Unión, los desheredados, que habían de pagar 300 dólares de la época para librarse de la muerte en las trincheras, dijeron hasta aquí hemos llegado. Los barrios bajos de Nueva York ardieron en julio de 1863, y la marea violenta se extendió a los barrios ricos para hacer, por fin, un poco de justicia. Mientras nativos e irlandeses se clavaban los cuchillos en el mísero barrio de Five Points, el ejército yanqui cargaba contra todo bicho viviente que caminara sucio, fuera mal vestido o tuviera pinta de famélico. Mientras los fusileros avanzaban por las calles y los barcos bombardeaban desde el puerto,  los ricachones huían de la ciudad en sus carruajes de varios caballos de potencia. 

    Es justo en ese momento, en la refriega total de todos contra todos, cuando Gangs of New York, que hasta entonces sólo era otra película de mafiosos, adquiere un tono poético y comprometido. Antes de lanzarse las cuchilladas decisivas, El Carnicero, líder de los nativos, y Amsterdam Vallon, líder de los irlandeses, se miran a la cara y sonríen casi imperceptiblemente: se han reconocido víctimas de la misma opresión. Fueron segundos decisivos, quizá, en la historia de Estados Unidos. El germen fallido de una confabulación proletaria que hubiera convertido al joven país en el líder del socialismo mundial. Quién sabe. Pero El Carnicero y Amsterdam Vallon, tan primitivos, tan pasionales, enzarzados además por los favores sexuales de Cameron Díaz, prefirieron seguir apuñalándose en mitad de la calle. Una lástima.




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Lincoln

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“Diré, pues, que no estoy, ni nunca he estado, a favor de equiparar social y políticamente a las razas blanca y negra (aplausos); que no estoy, ni nunca he estado, a favor de dejar votar ni formar parte de los jurados negros, ni de permitirles ocupar puestos en la administración, ni de casarse con blancos... Y hasta que no puedan vivir así, mientras permanezcan juntos debe haber la posición superior e inferior, y yo, tanto como cualquier otro, deseo que la posición superior la ocupe la raza blanca.”
Septiembre de 1858, Illinois,  campaña electoral para el Senado.

El político que pronunció estas palabras dos años antes de la Guerra de Secesión no pertenecía a los estados del Sur. Este hombre del que usted me habla, criado políticamente en el norte, moderado y sabio, padre de la patria y espejo de virtudes, era Abraham Lincoln. El mismo que cuatro años después, ya metido hasta las rodillas en el fregado de la guerra, responde así a las presiones del ala radical de su partido, impaciente por el retraso en la aplicación de las leyes abolicionistas:

“Querido señor: mi objetivo primordial en esta lucha es la salvación de la Unión, y no el salvar ni destruir la esclavitud. Si pudiera salvar la Unión sin liberar a ningún esclavo, lo haría; y si lo pudiera conseguir con la liberación de todos los esclavos, también”.

Steven Spielberg nos muestra a Abraham Lincoln sólo dos años más tarde, en 1864, acariciando el fin de la guerra y el inicio de la prosperidad económica. Pero este Lincoln es muy distinto del que se adivina en los escritos antes expuestos. El de la película es un hombre idealizado sobre el que se posan los ángeles, y da vueltas la aureola, aunque ésta no se vea porque reluce dentro del sombrerón de copa. Siempre que el personaje de Lincoln toma la palabra -y da igual que sea un gran discurso que una anécdota del abuelo cebolleta- una música de resonancias celestiales nos recuerda que no es un simple mortal el que rebate las ideas o se va por los cerros de Virginia, sino un santo de la política y del humanismo sin tacha. Un héroe americano que murió como un mártir por defender a la raza negra, y que ahora inspira a los presidentes electos y a los líderes del mundo mundial.

Si Abraham Lincoln se presentara a unas elecciones del siglo XXI, su ideario encajaría únicamente en un partido xenófobo de ultraderecha. Son las paradojas que surgen cuando se quieren analizar realidades de hace diez generaciones con postulados que rigen el mundo posmoderno. Cuando se hacen películas de época con el filtro ideológico que hoy  separa lo correcto de lo aberrante. Cuando se hacen buenas películas como Lincoln que uno, sin embargo, aunque lo intenta con todas sus fuerzas, porque es de Spielberg, y actúa Daniel Day-Lewis, y se come la pantalla Tommy Lee Jones, nunca termina de creerse.




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