La calumnia

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Puede que le hayan caído los años encima, pero a mí me gusta mucho “La calumnia” porque también me calumniaron una vez. Gravemente. Son esos casos en los que la realidad y la ficción se entrecruzan. Mientras asisto al drama de William Wyler, siento que las neuronas espejo trabajan a destajo, identificándome con estas pobres mujeres acusadas en falso.

Los niños -y las niñas, y les niñes, joder, qué soberana tontería- no son unos benditos del Señor. Los que hay que sí, claro, pero también hay mucho hijoputa que milita entre sus filas. La infancia es el mundo de los adultos en miniatura, y no el paraíso de los santos inocentes. El señor Rousseau hizo mucho daño con sus teorías sobre la bondad natural. Hace unos años, en un equipo del fútbol base, un chaval que apenas jugaba se vengó de mi compañero diciendo que éste “le tocaba” en el vestuario. Es un tema candente y los chavales lo saben. A veces es cierto y el tipo sale en los telediarios, provocándonos el asco. Pero a veces es falso y el acusado sufre un calvario personal en el que va dejando jirones de salud y de dignidad. Muchos defendimos a mi compañero y no nos equivocamos. La vida no es siempre un reality show para marujas aburridas.

En “La calumnia”, Audrey Hepburn y Shirley MacLaine son dos profesoras de un internado acusadas de mantener “relaciones ilícitas”. Que se pegan el lote, vamos, cuando las alumnas ya duermen tranquilamente. Como esto es la América Profunda y además estamos en 1961 -la obra teatral es incluso anterior- se monta un escándalo mayúsculo. “Mi hija no puede permanecer más tiempo en este lugar de mujeres licenciosas” y tal. Como si el lesbianismo fuera en primer lugar un pecado y en segundo lugar una enfermedad contagiosa. ¿Queda el consuelo de que estas cosas ya no pasarían en el año 2023? Pues según y dónde, como decía mi abuela.