La heredera

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La heredera en cuestión es Catherine Sloper, la hija del doctor Sloper, una neoyorquina del siglo XIX que viste con corsés y miriñaques incluso pasea por su casa. Me acordé de Carlos Pumares cuando se reía de aquel cardenal de “El Padrino III” que era asesinado en su propio palacio vestido como tal, a las tantas de la madrugada, sin haberse puesto el pijama para tomarse el cola-cao o recibir la compañía sexual de la dolce vita vaticana. 

Peccata minuta, en todo caso, lo de Catherine Sloper y su vestuario fuera de lugar. Cosas de las viejas películas, que a veces, en su afán de recreación, para que se viera la labor de vestuario y el diseño de producción, no estaban muy pendientes de estos detalles que ahora nos rechinan. “La heredera” es un clásico cojonudo, insospechado, que yo enfrentaba con el dedo ya apretando el botón de los bostezos. Yo quería, en esta semana de Pasión, a modo de penitencia por mis muchos y horrendos pecados, proseguir por aquí este miniciclo dedicado a William Wyler, que es un director que sale muy citado en los libros de conversaciones con Billy Wilder. Primero porque los dos eran amigos -ambos exiliados centroeuropeos y residentes en Hollywood-, y segundo porque mucha gente los confundía por el apellido y enredaba la autoría de sus películas. Cuenta Billy Wilder que ellos mismos se llamaban entre sí señor Monet y señor Manet, para hacer la gracia y compararse con aquellos dos pintores del impresionismo francés. 

Y al final, ya ves, la película me gustó, y tuve que tragarme mis prejuicios de cinéfilo moderneta. El tema central de “La heredera” es que por el interés la quería don Andrés. En este caso no Andrés el del dicho popular, sino el caballero Morris Townsend, un petimetre descarado que ha puesto el ojo en los 10.000 dólares de renta anual que ella disfruta por cortesía de su padre. Catherine es una mujer poco inteligente, feúcha, con muy poco mundo recorrido. Y lo peor de todo: una enamoradiza que dice sí al primer interesado en sus favores. Carne de cañón para los desalmados que no le hacen ascos a un polvo sin deseo, pero bien remunerado.