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La verdad es que nunca me hizo gracia “El jovencito Frankenstein”. Recuerdo que la vi de jovenzuelo porque el impulso cinéfilo era ecuménico y devorador y me pareció una payasada sin más hallazgo que el chiste de las aldabas. Un chiste con el que te partes el culo, sí, pero que a los lectores habituales de “El Jueves”, acostumbrados a un humor mucho más bestia, nos parecía más bien como de patio de colegio: las aldabas, sí, o las domingas, o las brotas, como decía un conocido mío que a saber dónde andará.
He tardado más de treinta años en volver a ver la película. En parte porque mi recuerdo decepcionado no terminaba de borrarse, y en parte porque he estado muy liado todos estos años, con otras pelis, y con varios desamores, y con muchas aventuras nacionales y europeas del Real Madrid. Han sido treinta años muy densos, moviditos, plenos de experiencias que un escritor talentoso y concienzudo, uno al estilo de David Sedaris, podría convertir en novelas de éxito y pasaportes hacia la fama. Pero como no es el caso, sigo viendo películas noche tras noche hasta que se me aparezca la Virgen María o pasen las Musas de visita. Y claro, de tanto ver estrenos y reestrenos, al final se me coló de nuevo “El jovencito Frankenstein”, tan recordada en los podcasts de los cinéfilos como una pelicula cojonuda y rompedora.
Hoy he vuelto a verla y reconozco que me he reído más de una vez. En concreto dos, porque no me acordaba de su final maravilloso: de esa mesa de operaciones donde el Dr. Frankenstein y su monstruo intercambiaban un trozo de cerebro por un trozo -considerable- de miembro viril. Cómo se me pudo haber olvidado este chiste tan cercano a mi sensibilidad... Porque es más que un chiste: es un planteamiento filosófico. Una disyuntiva que te retrata como hombre: ¿ser un lerdo con un superpoder en la entrepierna? ¿O ser un poeta que se apaña con la media nacional? ¿Qué es lo que prefieren las mujeres? Ay, si uno supiera...
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