Los girasoles

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Creo que es la mujer más guapa que he visto en mi vida. O al menos esta semana, en las innumerables ficciones donde encuentro mi refugio. Pero no estoy hablando de Sophia Loren -que a mí, la verdad, disidente de mi generación, siempre me ha provocado una inexplicable indiferencia. Una subjetividad gélida frente a la objetividad de sus encantos.

Yo estoy hablando de Lyudmila Savelyeva, la campesina en la que Marcelo Mastrioanni encuentra la paz de las nieves y el calor en la cabaña. Lyudmila es un ángel de la estepa; la aparición mariana de una tovarich comunista y pelirroja. El ideal político-sexual de este bolchevique encanecido... Hasta hace un par de horas, Lyudmila era una completa desconocida para mí; a partir de hoy, será la musa principal de mis añoranzas. La carne y el hueso de mis ideales enamorados. Ya no sabré si decantarme por ella o por Mary Kate Danaher cuando un reportero dicharachero me pregunte por la calle.

He buscado a Lyudmila en internet y apenas existen cuatro referencias -y todas en inglés- sobre su carrera profesional. Un puñado de películas soviéticas y un permiso del comisario político para rodar con Vittorio de Sica una película en Occidente. Podría buscarla en ruso, por supuesto, en ese idioma adorable que ella parlotea como un pajarillo y que ahora la tecnología ya traduce casi el instante al cristiano verdadero. O mejor aún: podría hacer como Sophia Loren en la película: coger el petate e irme directamente a Moscú, a buscar el amor perdido tras la guerra devastadora. Porque existen las guerras mundiales y las guerras particulares.

Lo que pasa es que ahora ir a Moscú está más difícil que en tiempos de la Guerra Fría. Se necesitan más permisos y además corres el peligro de que tu avión sea derribado por los ucranianos. O por los mismísimos rusos, para luego echarle la culpa al cha-cha-chá. 




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