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Mulholland Drive

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¿Y si lo que soñamos fuera lo real, y lo real, lo soñado? ¿Quién nos asegura que la vida de verdad no es la que empieza cuando cerramos los ojos, y la soñada la que comienza justo cuando los abrimos?

Supongo que no soy el primero en preguntarse estas tonterías, pero me las pregunto todos los días porque yo sueño con mucho detalle, con mucha tripa puesta en la emoción. Muchas veces me conduzco por el día como si aún transitara por el sueño, medio grogui o sonaja perdido. La densidad de lo que sueño es tan pesada que a veces me encorva al caminar. La noche es prácticamente la segunda consciencia de mi día. También transcurre en escenarios recurrentes y con personajes que se repiten una y otra vez, muy pesados y poco generosos. 

En los sueños, a veces, como le sucede a Betty/Diane en “Mulholland Drive”, soy el triunfador que se desquita del fracaso de la vigilia. Otras veces fracaso allí también y es como si me ensuciara dos veces en el mismo charco. A veces -las menos- es en el sueño donde encuentro el reverso aguafiestas de la felicidad. Ya dijo el abuelo Sigmund que soñar es como vivir una aventura. Yo me pongo el pijama como quien se viste para navegar por los mares o para ser nombrado rey de España y marido de Leticia. Un traje de faena, y también la ruleta de la fortuna.

“Mulholland Drive” nos gusta mucho a los que soñamos, y no les gusta nada -es más, ni siquiera la comprenden- a los que no sueñan o siempre olvidan sus sueños al despertar. Lo tengo comprobado. Es una película que siempre saco en mis monsergas de cinéfilo para ir calando al personal. Amigos, amantes, simples conocidos..., todos pasan tarde o temprano por el test de “Mulholland Drive”. Cuando descubro un espíritu afín sé que puedo confiarle sueños y pesadillas. Con los demás me limito a hablar de fútbol y de banalidades machirulas, sin salir nunca de esta dimensión de la realidad. El vínculo con ellos puede ser gratificante, pero es mucho menos personal.






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