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Inland Empire

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Recuerdo que en 2º de BUP, cuando yo tenía quince años, nos hicieron un test de inteligencia en el instituto. Una mañana, sin previo aviso, aparecieron unos psicólogos que jamás habíamos visto por los Maristas, nos pusieron un cuadernillo en el pupitre junto a un lápiz bien afilado y una goma de borrar, y nos dieron, no sé, una hora, o un par de horas, para resolver aquella miscelánea de pruebas verbales, rotaciones espaciales, seguimiento de series..., todo tipo de enredos lógicos y matemáticos. Cuando la respuesta era obvia, yo ponía otra distinta, temeroso de estar cayendo en una trampa; y cuando la respuesta era dudosa, yo recordaba que teníamos un examen a la vuelta del recreo y que si terminaba deprisa y corriendo quizá me quedara un rato para repasar.

A los pocos días llegó a casa un sobre con mi nombre, y al abrirlo, expectante, descubrí que padecía una discapacidad cognitiva leve: un CI de 64, resaltado en negrita, que ni siquiera llegaba a atisbar la frontera lejana con la normalidad. Mis padres se quedaron de piedra, y dijeron que tenía que haber un error: que no era lógico que un chaval que sacaba sobresalientes en todo salvo en gimnasia tuviera un “coeficiente” como de niño que no, que no estaba bien, que debería estar escolarizado en un centro muy distinto al que ellos sufragaban religiosamente cada mes.

Yo no dije nada, me encogí de hombros, y asumí lo que en realidad siempre había sospechado: que las buenas notas sólo enmascaraban una estulticia que se hacía evidente en otros terrenos de la vida. Los loros -me decía yo, resignado- también eran capaces de recitar poemas, y de agrupar formas geométricas, y sin embargo, en un test de inteligencia, andarían por los niveles más bajos del percentil.

A veces, en las euforias de la vida, pienso que quizá aquel test se equivocó en muchas yardas con el disparo. Que seguramente fui yo, que no tenía ganas de hacerlo, y me puse a enredar con las respuestas. Pero luego, cuando veo películas como Inland Empire y no entiendo absolutamente nada mientras los inteligentes de verdad – los críticos y los foreros- le encuentran a todo un sentido y una intención, vuelvo a asumir la realidad de mi condición, y regreso a la apertura de aquel sobre que determinó en gran parte mi destino.



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Mulholland Drive

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¿Y si lo que soñamos fuera lo real, y lo real, lo soñado? ¿Y si esta distinción entre “estar levantado” o “estar acostado” fuera otra convención social como conducir por la derecha, o poner los mapas con América a la izquierda?  Quizá esto que llamamos vigilia sólo sea otra versión de la realidad, tan válida como la otra, pero hemos acordado depositar en ella los derechos y las obligaciones para que nadie se escaquee diciendo que no estaba, que estaba dormido, en la otra dimensión, cuando le explicábamos la tarea.   

    Supongo que no soy el primero en preguntarse estas tonterías, pero me las pregunto todos los días al despertar porque yo sueño con mucho detalle, con mucha tripa puesta en la emoción, y muchas veces me conduzco por el día como si verdaderamente me condujera por el sueño, medio grogui, sonaja perdido, con las pesadillas todavía flotando sobre mi cabeza, como avispas puñeteras que revolotean y nunca terminan de irse. La densidad de lo que sueño es tan pesada que a veces me encorva al caminar. La noche es prácticamente la segunda consciencia de mi día, pero en escenarios recurrentes, y con personajes que se repiten una y otra vez, muy pesados, y poco generosos, pues me siguen regateando el amor o la atención, o la ayuda necesaria. Yo me pongo el pijama como quien se viste para bajar a la mina, o para subirse al cohete espacial. Es todo un traje de faena.



    Mulholland Drive es una película que nos gusta mucho a los que soñamos como si viviéramos una doble vida; y no les gusta nada -es más, ni siquiera la comprenden, y la odian- a los que no sueñan, o siempre olvidan sus sueños al despertar, que viene a ser lo mismo. Lo tengo comprobado. Es una película que saco muchas veces a colación en mis monsergas de cinéfilo, para ir calando al personal. Yo separo a la gente en dos grupos: a los que les mola Mulholland Drive y a los que no. Con los primeros puedo confesar sueños y pesadillas. Sé que ellos me entienden. Se establece una conexión... Con los segundos sólo hablo de política, de fútbol, de quimera sexuales, sin salir nunca de esta dimensión de la realidad. El vínculo con ellos es gratificante, pero menos estrecho.

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