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Wolfs

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George Clooney acaba de soplar 63 velitas sobre la tarta de manzana; Brad Pitt, 60. Me sacan una década de diferencia y sin embargo es como si yo les sacara diez años a cada uno. Vivimos en el mismo planeta pero no en la misma realidad. Ni siquiera creo que pertenezcamos a la misma especie. Habría que consultar a Juan Luis Arsuaga sobre todo esto... Mientras tanto, Juan José Millás podría escribir un nuevo best seller con esta disyuntiva antropológica: “La biología explicada por un guapo a un desastrado". Si una especie se define por la viabilidad genética del apareamiento, está claro que George Clooney y Brad Pitt pertenecen a otra rama evolutiva del género Homo: una que se ha escindido en Estados Unidos y ya procrea sus propios cachorros.

Dicen que los sesenta son los nuevos cuarenta gracias a los avances de la medicina y de la cosmética, pero eso sólo funciona con los que son guapos de nacimiento, por designio genético. Lo que no da natura, tataratura, decía mi abuela. Tataratura, por cierto, debe de ser un leonesismo muy arcaico, ya perdido por los montes, porque nunca he podido encontrar esta expresión en internet. Cuando la uso, la gente me mira raro. No es sólo la ausencia de belleza: es también el lenguaje fuera de contexto.

Yo, por ejemplo, tengo 52 años y podría pasar perfectamente por un hombre de 51. No más. Y eso sólo en los días buenos, cuando la pereza y el nihilismo no descienden sobre mí. En esos días, los “blue days”, desarreglado y vestido de cualquier modo, podría pasar perfectamente por un jubilado al que han condenado a volver a trabajar. Son las ojeras, y la barba, y el peine como sin púas... Mis yogures desnatados sólo han conseguido que el sol haya dado una vuelta menos alrededor de mi planeta, tan poco lustroso y tan poco habitable. A mi lado, George Clooney y Brad Pitt son estrellas en pleno apogeo de su hidrógeno. 

¿La película? Lo que nos temíamos: un “vehículo de lucimiento”. Una bobada. Que son muy guapos y tal... La primera media hora promete un producto digno pero luego se despeña sin remedio. Yo me iba entreteniendo con estas consideraciones mientras la trama -tan molona como ininteligible- avanzaba hacia la medianoche para dar otro “blue day” por concluido. 



 


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¿Qué fue de Brad?

🌟🌟🌟🌟

No es la primera vez que la ficción se solapa con mi realidad. Que una experiencia propia se ve reflejada al día siguiente, o a veces el mismo día, en una película de la que a priori desconozco la trama. Puede ser la casualidad, obviamente, de tantas películas como veo al cabo del año. Pero puede ser, también, y ése es mi sospechoso principal, el inconsciente traidor, que guía mis búsquedas con referencias que yo mismo desconozco. Esto sería muy freudiano, y yo soy muy seguidor del abuelo Sigmund. Así que es posible que haya dos cinéfilos conviviendo dentro de mí: el que elige las películas para escapar de la realidad -del que soy consciente y brazo ejecutor- y el que busca en ellas una explicación a mis inquietudes sin que yo haya concedido tal prerrogativa.


   Ayer mismo, en León, como Brad Sloan en Massachusetts, me encontré con un viejo amigo del bachillerato al que veo cada año para contrastar nuestros respectivos avatares, que ya no son los hijos, ni los trabajos, ni los proyectos vitales, pues la suerte está más o menos echada. Ultimamente nos centramos en las canas que nos van saliendo en la barba, y poco a poco en el alma, yo muchas más que él, claro, que le saco unos cuantos meses, y unos cuantos reveses. En la terraza de la cafetería, mientras él hablaba de los viejos compañeros a los que hace treinta años que no veo, yo era un poco como el Brad Sloan de la película: un hombre de 46 años que escucha el relato de cómo sus compañeros de aula fueron triunfando en la vida, obteniendo puestos muy codiciados en la empresa privada, o sillones muy confortables en la función pública, mientras que uno, que era mejor estudiante que ellos, que estaba llamado a ser un don Alguien de la vida, que leía de todo y sabía de todo y era el pasmo de sus profesores y tutores, se ha quedado relegado en su rincón del noroeste, con sus extraños alumnos, con sus chavalicos del fútbol, con su blog de cine que nadie lee. Perdido en un laberinto muy peculiar de proyectos locos y depresiones de fosa Mariana.

    Sin embargo, al contrario que Brad Sloan -que es un poco panoli de la vida, el papel de toda la vida de Ben Stiller- uno sabe que la felicidad no reside en el estatus, ni en la comparativa, ni en el sentimiento de superioridad del macho que escala la pirámide. Que la sensación de estar a buenas con el mundo se siente o no se siente, se tiene o no se tiene, y que tiene muy poco que ver con la cuenta bancaria o con la envidia de los demás. En eso soy muy poco Sloan, muy poco Stiller. 





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