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París visto por...

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París, para los parisinos, es como Palencia para los palentinos: la ciudad donde viven y nada más. La torre Eiffel no les impresiona porque la han visto desde pequeñajos y ya la dan por descontada en el paisaje. El turista en París acaba cogiendo una tortícolis porque todo es magnífico, o histórico, o le suena de alguna película. Cuando no es un palacio es un palacio de la hostia, o un parque divino, o un rincón espectacular. O una zagala inencontrable en otro lugar. Pero el parisino camina por sus calles pensando solo en lo suyo, que suele ser la lucha por la vida: el amor y el dinero, el deseo y la felicidad, aspiraciones universales que no distinguen entre el viajero y el oriundo. 

(En Palencia, en cambio, son los parisinos los que miran con curiosidad al Cristo del Otero mientras piensan que un huracán se ha traído en volandas al Cristo -¿pero no era más grande?- que perdió el mechero en Río de Janeiro).

En “París visto por...”, seis directores de la Nouvelle Vague aportaron su granito de arena para contar una historia que llevase lo parisino en su médula espinal. Una visión inexportable. Pero luego, ay, París casi no se ve, apenas un poco al principio, y un poco al final, lo justo para que entendamos que es una ciudad eterna que ha cambiado muy poco en casi sesenta años, más allá de los coches viejunos y de los rótulos de las tiendas.

Las historias de “París visto por...” podrían suceder en cualquier lugar del mundo que tuviera edificios altos, tráfico intenso y estaciones de ferrocarril. Son historias de urbanitas estresados e insatisfechos. Las podrían haber rodado en la misma Palencia, ya que me ha dado por ahí. En Palencia también hay desamor, socavones, burgueses cornamentados... Pero hay un cortometraje, “Gare du Nord”, el firmado por Jean Rouch, que lleva días rebotando por mi cabeza. ¿Qué harías si un día apareciera en tu vida el amor que siempre esperaste: exacto, calcado, como extraído de tus sueños? Y además en París, mientras paseabas distraído. ¿Tendrías el valor supremo de cambiar un sueño perfecto por una realidad la mar de sospechosa?





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Barfly

🌟🌟

La verdad es que no me apetecía mucho ver “Barfly”. Presuponía, no sé por qué, que iba a ser un rollo macabeo. El III Libro de los Macabeos, concretamente, que emigraron a California en el siglo IV para colonizar los bares y las playas.

Suelo equivocarme con las personas y con los libros, pero con las películas casi nunca. Ahí tengo un sentido arácnido que pocas veces me falla. Una especie de precognición jedi que me quedó de mis largos estudios en Coruscant. Y con “Barfly”, esta vez, la Fuerza tampoco se equivocó. La película de Schroeder es cutre, postiza, inverosímil. Mickey Rourke está pasado de rosca y las frases suenan todas rimbombantes, literarias, como jamás serían pronunciadas por unos borrachuzos de neuronas arrasadas. O sí, quién sabe, justamente por eso... 

La película es fallida, y boba, pero tenía que verla porque se la debía al viejo Bukowski, que además de escribir el guion aparece de extra en un par de escenas, sentado en el taburete mientras empina el codo con esa maestría que dan los muchos años en la parroquia. Haber sido eso, un “barfly”, una mosca cojonera que nunca se va del bar porque cuando lo cierran se esconde en el cuarto de baño o en el armario de las escobas.

(Había que verla por eso y por las piernas de Faye Dunaway, claro, que siempre aparecen en algún cruce portentoso porque ella misma -según contaba el mismo Bukowski en “Hollywood”- exigía esa exhibición antes de dar el visto bueno a cualquier proyecto). 

La semana pasada terminé de releer las novelas del viejo provocador -y sus cuentos, y su biografía, y sus poesías escogidas- y pensé que "Barfly" sería un buen colofón para despedirme. El remate ideal de estas III Jornadas Bukowskianas donde yo debato conmigo mismo los pros y las contras de su obra. Su vigencia y su anacronía. Un homenaje a su maltrecha figura, ahora que somos posmodernos y al leerle nos damos cuenta de lo mucho que hemos cambiado. De lo poco que nos reímos ya con la mística del borracho violento que encuentra la verdad en el fondo de un vaso de whisky y todo ese discurso.





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El misterio von Büllow

🌟🌟🌟

Cuentan por internet que Jeremy Irons, para encarnar a Claus von Bülow y mantener el misterio de su culpabilidad, interpretaba algunas escenas con cara de asesino y otras con cara de inocente. Ayer, que volví a ver la película, me fijé en el truco, y el efecto es realmente escalofriante. Nadie en estos últimos treinta años de cinematografía ha vuelto a fumar los cigarrillos como Jeremy Irons en El misterio von Büllow. A veces parece un nazi de las películas bélicas; otras, un aristócrata decadente de Visconti; y otras, en los momentos de mayor fragilidad, solo un pobre hombre azotado por el reverso de la fortuna. Esa manera de sostener el cigarro entre los dedos y de sopesar entre el humo a su interlocutor, merecía el Oscar de sobra. Aristocráticamente de sobra…



    ¿Claus von Büllow intentó realmente asesinar a su esposa? En el primer juicio, un tribunal le declaró culpable: poco después, refutadas ciertas pruebas, otro tribunal le declaró inocente. O, al menos, dictaminó que existían muchas dudas. Supongo que todos los que hemos visto la película nos moriremos con el interrogante. Sunny von Büllow nunca despertó del coma, y murió hace años en la habitación privadísima de un hospital. Claus, su marido infiel, dejó este mundo justo el año pasado, antes de estas movidas coronavíricas. Las únicas dos personas que saben lo que ocurrió de verdad en aquella madrugada ya no pueden hablar.

    De todos modos, El misterio von Büllow tiene una trama más interesante que la meramente detectivesca: la historia del abogado defensor de Claus, el archifamoso Alan Dershowitz. Un abogado progresista, liberal, al que los ricachones de yate y mansión le caen básicamente como el culo. Claus es rico, es un jeta, tiene aires de superioridad, y además es muy probable que se merezca los treinta años de cárcel que le impuso el primer tribunal. No es, ni de lejos, un “caso Dershowitz”, de esos que sientan jurisprudencia para defender al ciudadano humilde. Y sin embargo,  Dershowitz lo acepta.

    Su personaje, en la película, dice que un abogado fetén tiene que aceptar desafíos que vayan contra su naturaleza. Seguramente, la verdad sea mucho más pedestre: Dershowitz, a von Büllow, le cobró lo que no estaba en los escritos para redistribuir un poco mejor la riqueza de los americanos.



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