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Después de toda una vida entregada a la cinefilia sigo teniendo mis complejos y mis conflictos sin resolver. Todo va bien mientras veo estrenos raros y clásicos de siempre. Ahí me siento un hombre evolucionado y medio artista, sensible y cultivado. Pero siempre hay un día en el que veo películas como “Jungla de Cristal: La Venganza” y descubro que el cine de palomitas no me ha abandonado del todo, y que el adolescente que se lo pasaba pipa en las salas de cine sigue sentado a mi lado, jaleando las hostias facilonas y los hostiazos al tuntún. Un chaval infantilizado por los yanquis, más bien acrítico y tontorrón.
Otros cinéfilos han asumido esta dualidad del espíritu y disfrutan repantigados unas películas y las otras. Se han reconciliado consigo mismos y son felices. Yo también lo intento, ay, pero me cuesta. Soy un mostrenco al que le cuesta mantener las dos naranjas en el aire haciendo malabarismos. En mi ensoñación cultureta, “Jungla de Cristal: La venganza” debería ser un mero divertimento, la película chorra que eliges de tu videoteca para que la siesta no se convierta en una modorra de babas y legañas, y no esta aventura divertidísima, cojonuda, sin pies ni cabeza pero altamente adictiva, que te mantiene -¡oh, milagro!- casi dos horas sin acordarte de que existen los teléfonos móviles y sus putos cuadraditos.
La disfruto sí, pero con un punto de culpabilidad. La ensalzo, sí, pero con un deje de falsedad. En el fondo me gustaría que no me gustara tanto. Ya sé que es una gilipollez. Al menos ya tengo ese camino recorrido.
Por lo demás, en 1995, los malos de la película seguían siendo los comunistas de Europa del Este. Peor aún: comunistas ávidos de oro, ya sin ideales ni nada parecido. En varias escenas se ven las Torres Gemelas al fondo. Faltaban seis años para que los malos oficiales ya vistieran con turbante y dijeran jamalajá. Lo que no sé -porque nunca las he visto- si en las próximas entregas John McLane les grita a ellos lo de “Yipi ka yei, hijos de puta”.