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Ratatouille

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El pasado verano, en París, en uno de los kioscos de antigüedades que flanquean las orillas del Sena, le compré a mi hijo un póster de Remy, la rata cocinera de “Ratatouille”, que le deseaba bon appétit a los transeúntes con su sonrisa bigotuda. 

Como je ne parle pas français y además me da mucha vergüenza airear mi inglés macarrónico -no soy, para nada, un hombre de mundo-, me ahorré la otra vergüenza de explicarle a la vendedora que el póster -que me costó 6 euros franceses con vistas a Notre Dame- no era para un niño pequeño amorrado al Disney +, sino para un chavalote de 24 años que sigue soñando con ser cocinero cuando complete la formación, y entre en el negocio, y le sonría la fortuna en forma del reconocimiento de sus comensales.

En el viejo hogar de los Rodríguez, “Ratatouille” llegó  a ser una película sacramental. El retoño y yo la vimos en el cine cuando él tenía ocho o nueve años, y todavía recuerdo su cara de pasmo al caminar por las calles, de vuelta a casa. Ni hablaba, de lo emocionado que se sentía. Luego la vimos tres o cuatro veces en el sofá de casa, reproduciéndola en un DVD comprado en las rebajas; y cuando yo me bajé de la burra, el retoño debió de verla él solo no sé, diez, veinte veces más, hasta saberse los diálogos de memoria. Algo en las andanzas de Remy le tocó la fibra, pulsó la neurona correcta, y puede que fuera justo en aquella tarde mágica del cine cuando tomó la decisión -aún inconsciente- de dedicarse a la cocina. 

A mí me pasó lo mismo de crío, cuando después de ver “Tootsie” hice juramento de que algún día habría de casarme con una enfermera rubia, lo que una vez casi medio me sucedió...

Quería ver “Ratatouille” porque ando en este ciclo tonto dedicado a las películas que transcurren en París. Pero también porque el otro día vino el chavalote a cenar y nos pusimos -dado el juego lamentable del Real Madrid- a elaborar nuestro top 3 particular de las películas de Píxar. Y ésta era la única en la que coincidíamos los dos, todavía unidos por la nostalgia a aquella tarde en la que fuimos a ver una película y nos encontramos con una vocación. Y con un disfrute de la hostia.





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Misión Imposible: Protocolo Fantasma

🌟🌟🌟🌟

(He visto la película de nuevo, pero no voy a reescribir la crítica -o bueno, esas cosas que yo escribo- que ya quedó publicada el 1 de enero de 2016, meses antes de que nuestras vidas discurrieran por carriles diferentes, pero siempre paralelos y próximos, con mil áreas de descanso compartidas). 

Al despertar en este día de Año Nuevo recé al dios Tom para que convocara la lluvia y encerrase en sus casas a los amigos de mi hijo. Y el dios Tom, que es mucho más complaciente que el Yahvé de mis vecinos, escuchó mis plegarias: a eso de las cuatro de la tarde el retoño se dejó caer por el sofá comunitario y me dijo:

- Si quieres vemos una película… -que es la fórmula de su claudicación ante el infortunio; su último recurso para entretenerse cuando fallan los amigos del pueblo y el videojuego online se ha quedado sin saldo o sin cobertura. 

En la época de su infancia asombrada y de mi paternidad responsable, el cine era la eucaristía semanal y casi obligatoria de los ateos, pero desde que las hormonas alteraron su cuerpo ya no le doy la matraca para que vea conmigo tal serie o tal película, porque él, siempre al borde de la mutación en un Hulk negacionista, reacciona siempre con un rechazo mal disimulado. Así que me encapsulo, y me entretengo con lo mío, y aprovecho estas crisis de su aburrimiento para retomar los lazos de la sangre.

Hoy, en agradecimiento al dios Tom, que es uno de los lares protectores de nuestra familia, hemos puesto en el DVD “Misión Imposible: Protocolo Fantasma”, que es la penúltima barrabasada del ciclo antes de enfrentar la quinta entrega que ya anuncian por ahí. Mientras la abuela del retoño -en tradicional estampa navideña- roncaba su sueño en el sofá, nosotros la des-oíamos con los trompazos y las explosiones. Las hostias y los disparos. Y también algún bombeo extra del corazón, retumbando en nuestros tímpanos, cuando alguna "chica Hunt" paseaba su sensual figura por los fotogramas. Allí estábamos los dos: el viejo verde y el adolescente disimulante, cada uno con su deseo inconfesable, callados como cartujos en este sofá casi siempre solitario pero hoy abarrotado de público. Como en las grandes ocasiones.


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Los Increíbles 2

🌟🌟🌟🌟

La vida moderna es un programa de humor que te convalida varias asignaturas de la carrera de Sociología. En ella, el catedrático Quequé tiene una sección habitual que se titula “Cómo hemos cambiado”, y que es un canto a los avances cívicos de nuestra sociedad. De todos modos, es evidente que los bárbaros todavía no han sido domesticados del todo. Todos los días, en este país, se insulta a un negro, se explota a una mujer, se humilla a un homosexual, se echa a un deficiente de un bar porque da mala imagen al negocio... Los bárbaros siguen siendo la mayoría silenciosa en este país, descendientes muy poco mestizados de los vándalos que entraron a saco tras las legiones romanas y esparcieron por la Península su semilla poderosa. Creemos, con inocencia, que las buenas gentes son mayoría porque en los medios decentes todo el mundo escribe con raciocinio y sensibilidad. Pero basta con salir a la calle, entrar en un bar o darse un paseo por Internet, para saber que van a pasar varias generaciones, casi tantas como en un pasaje plúmbeo de la Biblia, para que esto se parezca a una sociedad de la que poder presumir sin rubor.

    Y sin embargo, como demuestra Quequé en su sección, tirando de hemerotecas y del archivo sonrojante de Radio Televisión Española, viajamos a una velocidad sorprendente, hiperespacial, alejándonos de clichés que eran norma hasta hace nada y que ahora nos parecen antediluvianos y ridículos. “¡Al loro, que no estamos tan mal!”, dijo una vez Joan Laporta en frase inmortal. Y era cierto. La presencia de mujeres en ámbitos donde antes ni estaban o eran personajes secundarios, es un asunto que mejora a una velocidad próxima a la de la luz, aunque nos parezca que no terminamos de despegar de este planeta perdido en la galaxia. En Los Increíbles 2, por ejemplo, es la heroína quien se juega el pellejo para salvar al mundo mientras el maromo se queda en casa cuidando a los retoños. Y no nos choca. Y casi no caemos en la cuenta de lo extraño que era esto hace poco, en nuestras pantallas. El día que no tengamos ni que mencionarlo la batalla habrá sido ganada. Antes estas cosas sólo pasaban en el cómic underground, en el teatro alternativo, en las películas rarunas y descacharradas que Quentin Tarantino veía en su famoso videoclub de Brooklyn...


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Los increíbles

🌟🌟🌟🌟🌟

En mis tiempos de opositor, en el temario de Educación Especial, había veinticuatro temas dedicados a la discapacidad y sólo uno, el último, dedicado al problema de los alumnos con sobredotación intelectual. Un tema marginal dentro de los márgenes escolares.

    Se suponía que nosotros, vocacionales del reglón torcido, misioneros de la enseñanza paciente, estudiábamos para ayudar al que sufría una desventaja, no para socorrer al que nacía con un intelecto que la genética le regalaba. Un superdotado, o una superdotada, solo fracasaba en la escuela porque le daba la gana, o porque había nacido en una familia disfuncional que le cortaba las alas. 

    El tema número 25 de la oposición era tan estrambótico, estaba tan fuera de lugar, que muchos opositores pasaron de él confiando en la diosa fortuna del bombo. Yo, sin embargo, que tuve algún compañero de clase perteneciente a ese colectivo, me dejé llevar por la curiosidad, y descubrí que el mundo de los superdotados puede ser igual de problemático que el de los infradotados, al otro extremo de la campana de Gauss. Al fin y al cabo, la etapa escolar es una lucha continua por la normalidad, y el esfuerzo por establecerse en la media es igual de titánico si vienes por detrás o si te has pasado de largo. Tan duro es pedalear para alcanzar al pelotón como sobrepasarlo y tener que desandar lo pedaleado. 

    Antes de que se desate la verdadera competición por los puestos de trabajo, todo el mundo quiere pasar desapercibido. No destacar ni por encima ni por debajo, para que no lo tomen a uno por  raro, o por excéntrico, y convertirse así en el centro de los comentarios y las bromas. Los alumnos excelentes no pueden ocultar sus sobresalientes, pero hacen todo lo posible por borrar sus huellas. No alardean. Fingen que sus méritos son producto del azar, o del capricho divino. Algunos, en un esfuerzo hercúleo por no destacar, por ser como los demás, se atocinan voluntariamente, se dejan llevar, se ponen al ralentí, y negándose a sí mismos fracasan estrepitosamente como alumnos y como personas.


    Me venían a la cabeza estas cosas mientras veía Los increíbles, que es una obra maestra de la animación que va de superhéroes que quieren ser personas normales y no lo consiguen.







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