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Upon Entry

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Me puse a ver la película pensando: “Bah, la miro veinte minutos mientras como y luego ya la retomo tras la siesta...” Pero me jodió la siesta, la puñetera película. Ya no pude desengancharme. Cuando quise pegar la cabezadita, a horas ya intempestivas, tenía al perrete encima de las piernas suplicándome el paseo. El perro y las películas...

Al principio parece que han rodado “Upon Entry” para quitarte las ganas de viajar a Estados Unidos. Una campaña quizá subvencionada por el propio gobierno americano para descongestionar los aeropuertos y evitar que se les cuele algún terrorista. Todos conocemos algún famoso de Telecinco o algún primo del pueblo que aterrizó allí tan campante y fue conducido a unas oficinas medio mazmórricas donde le auscultaron hasta el blanco del ojete, simplemente por tener la tez oscura, o por tartamudear en el interrogatorio, o por haber leído las obras completas de Lenin, que ya todo lo canta el ordenador. 

Yo mismo, por ejemplo, creo que no podría entrar nunca en los Estados Unidos. Y mira que me gustaría conocer Nueva York, y California, que son mi segunda patria de las películas. Casi he pasado más tiempo en esos lugares que en mi casa, aunque sea de un modo virtual. Pero viendo “Upon Entry” he descubierto que los policías de aduana, cuando se ponen farrucos, te preguntan por tu nickname en las redes sociales, supongo que para comprobar que no fabricas bombas caseras o no deseas el triunfo global del socialismo. Y yo, en eso último, soy hombre muerto. O mejor dicho: deportado. 

Lo aviso por si alguna bella señorita -de esas tan sospechosas que pululan por internet- cree que podría liarme para entrar en el sorteo anual de la Green Card. Porque la película, superado el parecido inicial a “El Proceso” de Kafka, va de eso: del amor globalizado. De la crisis de la pareja en el siglo XXI. Del límite difuso que a veces separa el amor de la conveniencia. De que en realidad nadie conoce a nadie; ni siquiera los enamorados que cruzan el charco para empezar una nueva vida.






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