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La canción

🌟🌟🌟🌟


No veo un festival de Eurovisión desde que Rodolfo Chiquilicuatre compareció en Belgrado con su guitarrita de juguete. Y eso fue en el año 2008, que ya es como si me hablaran, pues eso, de Massiel y el “La, la, la”. El “chiki chiki”, por cierto, también es patrimonio nacional y algún día rodarán una serie explicando su gestación.

Lo de ver al Chiquilicuatre fue una excepción. Un seguir la broma de Buenafuente hasta ver cómo terminaba. Yo mismo, que jamás voy con España en ninguna competición internacional, hubiera dado dinero para que Rodolfo se llevara el premio y fuera declarado digno sucesor de Massiel. Pero fue por eso, ya digo: por la broma, por la cuchipanda, por las ganas de molestar... Llevaba 20 años sin ver el festival y han pasado otros 20 que tal cual. Mi indiferencia puede sonar a postureo intelectual o a desprecio aristocrático, pero es verdad que Eurovisión no me interesa en absoluto: los sábados por la noche siempre hay fútbol, o NBA, o un torneo de los magos del billar. No es que me dedique precisamente a leer a Proust o a practicar la meditación trascendental. Lo mío es la Tercera División del populacho.

Y sin embargo, poco después del “La, la, la”, hubo un tiempo infantil en que el festival de Eurovisión era fecha señalada en el calendario. Esa noche, en mi casa, se cenaba en el salón sacrosanto para no perdernos las canciones, y luego, con la barriga llena, nos sentábamos en el sofá para hacer nuestras quinielas y aprender los primeros números en idiomas extranjeros. Íbamos con España, claro, porque mi madre era una ciudadana ejemplar y yo todavía no sabía que esto es una monarquía bananera moldeada por un dictador.

Creo que la noche que Betty Missiego se quedó a las puertas de la gloria fue una de las más tristes de mi vida. Yo tenía 7 años y lo viví como un trauma de la hostia. Tan es así, que más de cuarenta años después me enamoré de otra india sudamericana que se le parecía un huevo cuando sonreía. A veces la llamaba Betty y ella se mosqueaba. Se pensaba que era por otra cosa y yo trataba de explicarle. Al final, ya ves tú, fue el menor de nuestros malentendidos.



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1992

🌟🌟🌟


Recuerdo a Carlos Pumares subiéndose por las paredes de su estudio una noche de 1992, en su programa “Polvo de estrellas”. Creo que ése fue el último año de Antena 3 Radio antes de su compraventa empresarial... Da igual, no es importante para la trama, pero sirve de referencia para explicar la pila de años que nos han caído desde entonces. Sobre todo a Pumares, pobrecito, que ya lleva tiempo siendo él mismo polvo de las estrellas.

Aquella noche, Pumares, aburrido de sus oyentes más bien mastuerzos y repetitivos, se puso a contar que había viajado a la Expo 92 con su familia y que le habían cobrado cien pesetas de las de entonces –“¡Cien pesetas!”, aullaba como un lobo herido- por una simple piruleta para su hijo. 

- Una piruleta, una simple piruleta, con su palito, y su caramelito, y su celofán... ¡Cien pesetas! ¡Es un atraco! Si en la calle una piruleta cuesta cinco pesetas, en la Expo, como mucho, yo pensaba que me iban a cobrar 10, o 20, ya asumiendo el latrocinio... ¡Pero me han cobrado cien! ¡Cien pesetas! ¡No hay derecho!”. 

Parafraseo, pero fue un poco así. Un grito indignado en la madrugada. El audio circula por la red y no es difícil encontrarlo. Ya es historia de la radio.

He recordado a Pumares mientras veía “1992” porque a él también lo imagino armado con un lanzallamas para vengarse treinta años después del feriante que le cobró cien pesetas por la piruleta. Y, ya de paso, ajusticiando a los empresarios y a los políticos que lo consintieron. Hubiera sido otra idea para la serie: no una trama con maletines llenos de millones, sino la pura venganza de un señor mayor, tal vez con algo de alzhéimer y fugado de su residencia, que lleva las cien pesetas clavadas en el alma y quiere irse de este mundo desquitándose del oprobio. 

Entre la chorrada que nos ha endilgado Álex de la Iglesia y esta chorrada que yo propongo no veo gran diferencia, la verdad. Una lástima que Pumares ya no more entre nosotros para convencer a los de Netflix y firmar el contratazo.

Eso sí: en mi serie, mucho más seria, los seguratas no dejan subir a la gente en el AVE con un lanzallamas. En el Sur no sé, pero en el Norte, desde luego, para ir de León a Chamartín, te miran con cien ojos y te obligan a pasar por el escáner. 





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