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París je t'aime

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Las pequeñas historias que componen “Paris, je t’aime” transcurren en París como podían haber transcurrido en Viena o en Barcelona. No tienen nada de particular. Los personajes no necesitaban aparcar en Montmartre o pasear por las orillas del Sena para hacer lo que tienen que hacer o decir lo que tienen que decir. Ninguna “parisinidad” les impele. Ni siquiera se ven croissants en los desayunos, ni apenas brasseries. Las parisinas no van con gorrito y los parisinos no pintan sus acuarelas. París es un fondo muy bonito que decora las escenas pero nada más.

“París je t’aime” no es esa declaración de amor que se promete en el título como si la cantara Jane Birkin acompañada de Serge Gainsbourg. Ni siquiera es una película que trate de parejas que van a París a follar y salen más o menos fortalecidas de la experiencia. Apenas un par de historias abordan ese tema trascendental... Tan parisino.

El otro día, en “Herida”, una chica decía que las parejas solo van a París a hacer una cosa, y yo estuve a punto de gritarle que tenía más razón que una santa, pero que a veces las cosas se tuercen nada más llegar y no hay Ciudad del Amor capaz de enderezarlas. Y ahí está, la torre Eiffel, todo el puto día en el horizonte, como el símbolo fálico que se ríe de tu infortunio...

Para tomarte “París je t’aime” como un homenaje tienes que coger la metáfora un poco por los pelos: París como ciudad kilométrica y universal donde caben todo tipo de personajes: nativos, turistas, inmigrantes, vampiros de la noche... Mujeres tan francesas y tan chics como Natalie Portman, aunque ella naciera en Jerusalén -como aquel otro dios de los evangelios- y luego se criara en las Américas a base maíz y puré de patatas. 

Sólo hay dos historias que podríamos calificar de puramente parisinas, y que son, por tanto, las que más me llegan al corazón. Porque yo también estuve en esos dos escenarios y viví emociones muy parecidas: un amor que se esfumaba en el cementerio de Père-Lachaise como un fantasma entre las tumbas, y una reflexión  muy profunda sobre la inmensidad de lo turístico y la inanidad del turista accidental mientras me comía un bocadillo en los jardines de Luxemburgo. 





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El año más violento

🌟🌟🌟🌟

Recuerdo que mi madre siempre decía -y lo sigue diciendo, afortunadamente- que no existe ningún rico honrado. Afortunadamente para su longevidad, quiero decir, no para los pobres que los sufrimos.

La recuerdo abriendo la revista Lecturas de nuestra vecina y señalando a todo el mundo hoja por hoja, marqueses y monarcas, políticos y empresarios: “Mira, un ladrón, y otro, y otro más, y una ladrona...”, y así hasta que llegaba al final y cerraba la revista con un gesto de hartazgo, como diciendo que para qué narices la hojeaba, si siempre era lo mismo: hijos de puta, golfos, listillas, gente que pagaba ese ático en Madrid o ese chalet en Miami -con frecuencia las dos cosas a la vez- con el dinero que robaba a sus empleados, o distraía a la hacienda pública. O que había heredado de otros latrocicinos anteriores, ya olvidados por la historia. Prescritos. O que lo ganaba dentro de alguna ley que amparaba el robo sistemático, porque la ley, hijos -nos recordaba siempre- no dirimía lo justo de lo injusto, sino los robos de los ricos de los robos de los pobres. Lo dicho: más razón que una santa. ¿Populismo?: váyase a cagar.

Esto -por supuesto- es más viejo que eso, que el cagar, y basta con saber un poco del mundo para entenderlo y asumirlo. Pero siempre hay un tonto que parece no darse cuenta. Un rico tonto, a veces, como este fulano de “El año más violento”, al que da vida -y qué vida- Oscar Isaac. Este tontolaba se cree que su empresa está barriendo a la competencia porque él es muy listo, y tiene un par de huevos, y los dioses le sonríen. All legal, señor juez. Abel Morales es un buen hombre, un tipo justo, pero no se entera de la misa a la mitad. Su inconsciente quizá sospecha que su empresa no es trigo limpio, pero prefiere, como buen emprendedor, pensar que se lo debe todo a sí mismo, y no a su señora, que le lleva las cuentas, y al amigo, que le oculta el reverso mugriento de los billetes. 

Abel prefiere columpiarse en una versión más cómoda de la realidad; que es, en verdad, lo que hacemos casi todos, salvo los locos lúcidos. Abe lo hace para forrarse, y otros, simplemente, lo hacemos para poder soportarnos.





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María, llena eres de gracia

🌟🌟🌟🌟

Que no lloren los ateos, ni sonrían los meapilas. Ni me he caído del caballo camino de Damasco ni el calor del solsticio me ha freído las meninges. María llena eres de gracia no es un biopic sobre la Virgen María, uno que empiece con su angélica concepción de Jesús y termine con su asunción corporal a los cielos. La María de esta película es una mujer del siglo XXI, terrenal y muy guapa, por cierto. Se apellida Álvarez, malvive en Bogotá, y se gana el sustento en una empresa de floristería, dejándose las manos y la sangre en desespinar los tallos de las rosas. Permanece horas de pie trabajando junto a sus compañeras mientras aguanta al "emprendedor" de turno que se pasea entre las filas, jaleándolas, riñéndolas, denegándoles los respiros porque son unas improductivas de mierda, y unas comunistas quejicas. Cuando termina de trabajar, la vida tampoco le sonríe gran cosa a María: en casa le esperan varias arpías familiares con las que comparte cocina y dormitorio, y en las calles le aguarda un novio bastante imbécil -y bastante ciego- que prefiere irse de calimocho con los colegas, o de motorismo con los malotes.


    Desesperada de todos y de todo, María se prestará a hacer de mula para los narcotraficantes que introducen cocaína en Estados Unidos. El premio es un fajo de billetes que le permitirán iniciar una nueva vida muy lejos de su jefe, y de su hermana, y de ese gilipollas con el que se acuesta de vez en cuando. El riesgo es que la pesquen en la aduana de Nueva York, y pasarse los próximos años protagonizando Orange is the new black para alegría de las lesbianas que allí sueñan con la llegada de un bellezón colombiano. Un destino terrible, en efecto, pero altamente improbable, según los traficantes que la reclutan. Porque la cocaína va encapsulada, en su propio estómago, en cuarenta y tantas pepitas que son como uvas de las gordas. Ni los perros las huelen ni los policías las cachean. Sólo hay que mantener el gesto impasible al llegar a la aduana. Y tragarse las pepitas en Bogotá, claro, que no es asunto baladí, porque no pueden romperse ni rasgarse, y han de ser engullidas con el cuidado infinito de los tragasables del circo, o de las estrellas del porno. Desde que Paul Newman se tragara los cincuenta huevos duros en La leyenda del indomable no sentía yo estas arcadas reflejas en la garganta. 




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