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Aniquilación
Secretos de un escándalo
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1. Leo en un relato de David Sedaris que la edad mínima recomendable de tu pareja se calcula dividiendo tu edad entre 2 y luego sumándole 7.
Por tanto, Y≥X/2 +7 es la ecuación de lo razonable si no quieres que el salto generacional se convierta en un abismo de incomprendidos. En mi caso, por ejemplo, que tengo 52, tendría que detener las miradas de deseo en el piso 33, que es la edad de Cristo, pero también la edad de las resurrecciones. No sé... Me da que las matemáticas van por un lado y la realidad por el otro.
2. En el caso real que alimenta “Secretos de un escándalo”, Mary Kate, de 36 años, tendría que haberse enamorado de un muchacho de 25 siguiendo la misma razón algebraica. Pero Mary Kate -y de ahí viene el escándalo- se enamoró de un alumno que tenía 13 años, lo que es no sólo extraño, sino además ilegal. No enamorarse en sí, que eso es muy libre, sino acariciarle el pene con ternura. Para él, claro, miel sobre hojuelas; para ella, la cárcel y la vergüenza.
3. Es mejor no preguntarse qué película saldría de aquí si intercambiáramos los géneros de los amantes...
4. La historia es un dramón para todos los implicados. Unos morirán de pena el primer día y otros algo después. Mary Kate sabe que tarde o temprano será sustituida por una mujer más joven porque el deseo de los hombres es tan previsible como los equinoccios. ¿Pero qué significará para Vili buscarse una mujer más joven? ¿Una mujer de su misma edad?
5. Hay un personaje que no puedo quitarme de la cabeza: el marido abandonado. Pobre paisano... Si ya es triste que tu mujer te abandone por otro hombre -o por otra mujer- imagínate ser sustituido por un chaval de 13 años que todavía juega con sus maquetas de Star Wars.
6. Natalie Portman ya no es la mujer más guapa del mundo, pero sí es, con diferencia, la mujer con 43 años más guapa que conozco. Está diez años por encima de mi incógnita Y, así que aún no pierdo la esperanza. Dicen que quien tuvo retuvo, pero Natalie, como nunca tuvo nada -porque su cuerpo es el de un pajarillo celestial- no tiene que retener su belleza para que yo siga enamorado.
París je t'aime
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Las pequeñas historias que componen “Paris, je t’aime” transcurren en París como podían haber transcurrido en Viena o en Barcelona. No tienen nada de particular. Los personajes no necesitaban aparcar en Montmartre o pasear por las orillas del Sena para hacer lo que tienen que hacer o decir lo que tienen que decir. Ninguna “parisinidad” les impele. Ni siquiera se ven croissants en los desayunos, ni apenas brasseries. Las parisinas no van con gorrito y los parisinos no pintan sus acuarelas. París es un fondo muy bonito que decora las escenas pero nada más.
“París je t’aime” no es esa declaración de amor que se promete en el título como si la cantara Jane Birkin acompañada de Serge Gainsbourg. Ni siquiera es una película que trate de parejas que van a París a follar y salen más o menos fortalecidas de la experiencia. Apenas un par de historias abordan ese tema trascendental... Tan parisino.
El otro día, en “Herida”, una chica decía que las parejas solo van a París a hacer una cosa, y yo estuve a punto de gritarle que tenía más razón que una santa, pero que a veces las cosas se tuercen nada más llegar y no hay Ciudad del Amor capaz de enderezarlas. Y ahí está, la torre Eiffel, todo el puto día en el horizonte, como el símbolo fálico que se ríe de tu infortunio...
Para tomarte “París je t’aime” como un homenaje tienes que coger la metáfora un poco por los pelos: París como ciudad kilométrica y universal donde caben todo tipo de personajes: nativos, turistas, inmigrantes, vampiros de la noche... Mujeres tan francesas y tan chics como Natalie Portman, aunque ella naciera en Jerusalén -como aquel otro dios de los evangelios- y luego se criara en las Américas a base maíz y puré de patatas.
Sólo hay dos historias que podríamos calificar de puramente parisinas, y que son, por tanto, las que más me llegan al corazón. Porque yo también estuve en esos dos escenarios y viví emociones muy parecidas: un amor que se esfumaba en el cementerio de Père-Lachaise como un fantasma entre las tumbas, y una reflexión muy profunda sobre la inmensidad de lo turístico y la inanidad del turista accidental mientras me comía un bocadillo en los jardines de Luxemburgo.
Todos dicen I love you
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Todavía me dura la tontería de París. Hace ya varias semanas que regresé a la vida aldeana de La Pedanía -con sus senderos, sus viñedos, sus tontos del pueblo- pero el recuerdo de haber recorrido el Sena de acá para allá me asalta casi en cualquier recodo. Es lo que tiene estar tan poco viajado, que cualquier aventura deja un recuerdo muy marcado, casi mítico, como de haber estado en la Luna o en el País de las Maravillas. Viajar poco es como follar poco: cada hito se almacena en la memoria como un triunfo, como un trozo de vida excepcional, que sirve para alimentar después las noches muy largas del invierno.
Ayer mismo, viendo el Francia-Australia de rugby, me emocioné como cualquier gabacho mientras el Stade de France tarareaba al unísono “La Marsellesa”, que antes era el himno más bonito del mundo y ahora ya es también un poco el mío. Yo siempre fui un poco afrancesado para mostrar mi rebeldía contra esta monarquía hispano-borbónica avalada por el Papa, pero es que ahora, además, por las calles de París, los barrenderos están limpìando los restos de mi sudor, y mis cabellos caídos, y los pellejitos de mis pies, que tanto la patearon. Como diría un poeta digno de bofetón: una parte de mí se ha quedado en París para no volver.
Es por eso que ante la duda sigo escogiendo películas que se filmaron por sus rincones, para devolverme un poco la emoción de los hallazgos. “Todos dicen I love you” es un musical tontorrón que tarda mucho rato en trasladarse a París, pero cuando lo hace, jo... ¡Yo estuve allí!, en ese mismo puente de Notre Dame donde Woody Allen y Goldie Hawn bailaban suspendidos de unos cables. En mi catetez me he sentido, no sé... parte del mundo. Cinéfilo participante.
También tengo que decir que ese recodo no está tan limpio como aparece en la película. Bajo los puentes del Sena ahora se desarrolla una película que no es un alegre musical, sino un drama de vagabundos durmientes en colchones sucios y meados. El París real y el París de las películas... Como cuando rueden una película en La Pedanía y esto parezca la Arcadia de los pastores, cuando en realidad es un pueblo asaltado por el tráfico.
V de Vendetta
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El fascismo no ha muerto. Sólo estaba de parranda. Cuando
veíamos a los nostálgicos del III Reich avanzar en todos los países europeos,
aquí, en la excepción española, donde todo llega con décadas de retraso, lo
mismo la modernidad que la fatalidad, nos preguntábamos: ¿dónde está esa gente?
¿No vota? ¿Se ha extinguido de muerte natural? ¿La modélica Transición pilotada
por Campechano I les ha reformado las entrañas? ¿O es que esa gentuza -los
racistas, los golpistas, los falangistas de pueblo, los matones, los camisas
pardas al servicio de los evasores fiscales, los machistas, los analfabetos de
la historia -vota con la nariz tapada a la gaviota que se caga? Y era lo último,
sí, como todos nos temíamos.
El franquismo sociológico estaba ahí, agazapado en la calle
Génova, en las tertulias de la COPE, en los exabruptos de Federico, esperando
su oportunidad. Llevaban cuarenta años esperando al Mesías; y el Mesías, con su
barbita bíblica, y su mirada de iluminado, apareció entre los fieles, señaló al
demonio de color rojo, y reagrupó a las huestes para proseguir el combate. De
momento, a golpe de voto. Luego ya veremos... El Mesías sólo tuvo que disipar los
complejos y las mariconadas. "Soy facha, sí, ¿qué pasa?", es la nueva desvergüenza callejera.
El fascismo siempre vuelve. No es un movimiento puntual, sino
una marea de la historia. En esto también hay bajamares y pleamares. No lo
inventó Mussolini en un rapto de locura: él sólo se subió a la ola. El fascismo
es un asunto inscrito en los genes: tiene sus raíces en el miedo instintivo, y
en la ausencia de reflexión. Y la mayoría de la gente es así. Lo raro es que no
saquen muchos más votos. Que no arrasen. Todavía queda mucho franquismo
sociológico por aflorar. La cosa pinta jodida: el virus no se va, la pobreza se
extiende, el cabreo se inflama... Crece el orgullo nacional, como si los testículos
y los ovarios rojigualdas fueran de una biología especial. Quizá la preferida por
Dios. La bandera ondea cada vez en más balcones. Ya nos vamos pareciendo a la
América profunda. Sólo nos falta el rifle y la espiga en la boca. Convenía ver “V
de Vendetta” para recordar todo esto.
Jackie
La primera vez que vi Jackie fue un día raro de
cojones. Recuerdo que vi la película a media tarde, llevado por el nombre de
Pablo Larraín, que suele ser una apuesta segura, y que terminé la película demudado,
tocado en cierta parte del espíritu. Natalie Portman -tan hermosa como siempre,
quizá la mujer de mi vida aunque ella no lo sepa- logró que yo
me conmoviera por esta mujer tan aristocrática y tan alejada de mi mundo.
Natalie no interpretaba, sino que era, Jacqueline Kennedy, destrozada tras el asesinato
de su marido. Tan desorientada, tan perdida de pronto en un mundo que creía
fortificado, el Camelot de los cuentos de hadas, que tardó un día entero en quitarse el traje de color rosa, manchado de sangre, y de restos de cerebro. La escena de su
ducha en la Casa Blanca, a pura sangre y a pura lágrima, es una de las más terribles del
cine contemporáneo. Da mucho más miedo que aquella de Hitchcock en el motel.
Después de ver la película vino a buscarme a casa quien era mi pareja de
entonces. Tuvimos un sexo extraño, volcánico, íntimo hasta la médula. Nos
quedamos mucho rato en silencio, tratando de asimilar lo que nos había sucedido.
Nos daba miedo abrir la boca. Fue, paradójicamente, el principio del fin. Luego nos vestimos para ir a la ópera, como si
viviéramos, precisamente, dentro de una película de aristócratas. Por un momento,
camino del teatro, pensé que ella era como Jacqueline, y yo como John, y que sólo
una desgracia morrocotuda conseguiría separarnos... Cuando todo terminó, yo
también me duché para desprenderme de su presencia. A lágrima viva, y a
estropajo puro.
Hoy vuelto a ver Jackie en la soledad del confinamiento. Han
llovido mares de gotas y de recuerdos desde entonces. Ahora la vida es muy distinta, pero
también es rara de cojones. Está visto que no puedo ver esta película en un
contexto normal, con mantita, y compañía, y el mundo de afuera más o menos
arreglado. Esto de ahora es la Nueva Normalidad, que es un eufemismo bastante
desafortunado. Jackie, por cierto, ya nunca conoció la normalidad después de todo aquello.