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Nomadland

🌟🌟🌟🌟


Muchas veces me he preguntado qué sería de mí si un día el colegio cerrara y me quedara sin trabajo. Qué haría yo, a las nueve de la mañana, para ganarme el sustento, de pronto nómada entre las horas, si un llegara de Madrid o de Bruselas un recorte presupuestario de la hostia, ya definitivo, que mandara la Educación Especial al carajo, considerada no esencial para el tejido productivo, un dispendio insostenible para el Estado. Sé que ese día llegará, sin duda, pero espero que me pille jubilado del trabajo, o jubilado de la vida.

Qué sería de mí, repito, yo que sólo sé hacer esto, educar a niños autistas, o con graves discapacidades, incapacitado yo mismo para realizar otra labor pedagógica o no pedagógica. Qué sería de mí, tan inútil como soy, al borde los cincuenta años, incapaz de manejar una azada sin clavármela en el pie, sin saber cómo plantar un tomate, cómo conducir un coche, cómo convencer a nadie por teléfono de que compre una Biblia o se pase a Vodafone. No sé hacer nada, nada de nada: ni siquiera escribir, y eso que me pongo a ello todos los días. Yo sólo soy válido en mi negocio, y ni siquiera por validez, sino por acumulación, porque he aprendido más viejo que por sabio, como dicen que fue haciendo el mismísimo demonio.

Qué haría yo si un día me pasara lo mismo que a Frances McDormand en Nomadland: levantarte de la cama y encontrarte de pronto sin trabajo, sin casa, lanzada de pronto a la carretera, al trabajo ocasional, demasiado orgullosa también para aceptar el techo que le ofrecen las amistades. Qué haría yo -que no tengo ni carnet de conducir- viviendo la vida nómada de las caravanas, de las furgonetas, durmiendo al raso si no fuera por el techo de aluminio. España no se diferencia gran cosa del paisaje majestuoso de los americanos: aquí también hay estepas, desiertos, estribaciones montañosas... Atardeceres y amaneceres como estos que salen en Nomadland, que son de una belleza extraordinaria, y llenan por sí solos la película. Se podría vivir así, de subempleo en subempleo, de camping en camping, pero yo no duraría ni tres días viviendo como vive esta mujer que se adapta a todo, que lo supera todo,  orgullosa de sí misma y en paz con su espíritu, y con sus manos laboriosas. Una mujer que lo mismo te empaca una caja en Amazon que te recoge la remolacha o te deja los baños como los chorros del oro, sabiendo que afuera le espera la libertad y el cielo despejado.





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The Rider


🌟🌟🌟🌟

Decía Jerry Seinfeld que los hombres somos capaces de inventar cualquier cosa para llamar la atención de las mujeres. A los guapos les basta con presentarse en la fiesta y sonreír con naturalidad, pero los demás tenemos que hacer mucho el gilipollas para destacar entre la multitud: escalar montañas, diseñar máquinas, escribir libros, viajar al espacio, presentarnos a los Juegos Olímpicos de Moscú…

    En el Salvaje Oeste de los americanos, hubo una vez un John enamorado de una Mary que para demostrar su hombría se subió a un caballo desbocado, lo montó durante ocho segundos interminables y terminó pegándose una hostia tremenda contra el suelo. La estrategia tuvo que ser, por fuerza, exitosa, porque rápidamente se multiplicaron los valientes que se subían a los equinos majaretos. Y aunque muchos murieron en el intento, o se quedaron tontos, o parapléjicos, los mecanismos evolutivos favorecieron a estos centauros que se jugaban el tipo para que sus genes tuvieran una oportunidad de propagarse.



    Cuando a Brady Blackburn, en The Rider, le comunican que nunca más podrá subirse a un caballo si no quiere quedar lisiado para siempre, es como si los cielos de Dakota, abiertos y bellísimos, se le cayeran encima aplastándole los pulmones. Casi dos siglos después de que el John  primigenio se subiera a un caballo que corcoveaba, Brady llora en silencio la desgracia de su retiro. Brady ya montaba caballos diabólicos mucho antes de saber que existían las chicas, y ahora tiene que renunciar a ellos como el niño que nació con una pelota bajo el brazo y ya no puede seguir jugando en los campos verdes del fútbol.   Esa percepción angustiosa e intolerable de que el mundo se termina de repente. De que uno se queda sin propósito en la vida, a merced de las horas muertas. Condenado a reinventarse en otra labor para la que ya nunca reunirá el mismo talento, ni el mismo entusiasmo. Es una película muy triste, y muy hermosa, The Rider.



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