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Diamantes en bruto

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En contra de lo que dicen los libros de texto y los intelectuales de la radio, la Ilustración sólo nos dejó, como legado, la manía de comprar enciclopedias con las que forrar los armarios de nuestros salones. Y ya ni eso... En cuestiones de política, la Ilustración nos dejó tres principios morales que los mandatarios actuales sólo fingen respetar, y en cuestiones de nigromancia, su cruzada contra la superstición se estrelló contra la dura mollera del homo sapiens, que en términos evolutivos sigue siendo un proyecto en pañales, un mono sin pelo que todavía se rasca las axilas y busca gnomos debajo de las setas.



    Dos siglos después de que aquellos venerables franceses se tiraran de los pelos y de las pelucas -tan adelantados a su tiempo que todavía caminan varios milenios por delante de nosotros- los bípedos sin vello nos hemos vuelto más laicos, más desconfiados, pero no menos supersticiosos. El hombre moderno que se conecta a Internet y conduce su BMW en realidad sigue siendo un bosquimano con taparrabos, y sigue pensando que existe una conexión mágica entre las cosas creadas en el Génesis. Un animista que compra sus trajes en Cortefiel y luce pelucos de los que cuentan calorías y golpes de pelvis, pero que luego, cuando le rascas el barniz, sigue creyendo que más allá de la materia existe una realidad paralela, intersticial, no detectable con el microscopio o con el acelerador de partículas, donde aún son posibles los milagros y las premoniciones. Los caprichos de los dioses y las carcajadas de los duendes.

    Los personajes de Diamantes en bruto creen en los amuletos, en el karma, en los caminos de la Fuerza que explicaban los caballeros Jedi en la otra galaxia.  Creen cosas tan absurdas como que acariciar un pedrusco da buena suerte, o que el destino particular está escrito en la cábala numérica de las apuestas. Pensamientos místicos, cuasi religiosos, de los que Voltaire y compañía se carcajeaban en sus cartas escritas con pluma y tintero. Y claro: al final, la realidad es más dura que cualquier diamante extraído en las minas remotas de Etiopía, y tallado en las joyerías más protegidas de Nueva York.



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