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Uno de nosotros

🌟🌟🌟

A mitad de película, aprovechando que existían unos paralelismos evidentes, de quedarse uno mosca y pensativo en el sofá, había decidido escribir un memorándum sobre mi exfamilia política, que es (bueno, era, en lo que a mí concierne) algo así como los Weboy de la montaña oriental: un paisaje que también tiene algo de Dakota del Norte, con sus montañas, sus planicies, sus territorios a medio colonizar.

Mi exfamilia, como los Weboy de Uno de nosotros, o como los sicilianos de El Padrino (¿alguien vio alguna vez a la familia de Diane Keaton en el bautizo o en la comunión de Anthony Corleone?), también decidió, llegado el momento, que el nieto -que era mi hijo- era suyo y de nadie más. ¿Fifty/fifty?  No sabían ni qué era eso. Para ellos, el nieto sólo llevaba un apellido, que era el suyo, y el otro era como una molestia en los documentos, como un recordatorio de que para engendrar a un hijo, de momento, para permanecer dentro de la ley, y hasta que la ciencia no lo remedie, hace falta un gameto procedente de otra familia.

Pero ya digo que este plan de escritura sólo era el original. Porque luego, a mitad de película, los Weboy se separan de la línea evolutiva de los neandertales para convertirse en una pandilla de psicópatas que, la verdad sea dicha, queda forzadísima y caricaturesca. Nada que ver con mi exfamilia política, que sólo era gente decimonónica, varada en ritos ancestrales y en costumbrismos de la sangre. Sicilianos de León, o leoneses de Sicilia, a saber.  Ellos no eran, por supuesto, como estos salvajes de Dakota, que son como los hermanos Dalton traspapelados en un western del siglo XXI. Lo que pasa, supongo, es que Kevin Costner necesita una panda de malotes a la que apuntar con el rifle, o con el revólver, para quedar como el jicho de la función. Y no sé para qué, la verdad, porque Costner ya está en ese punto de madurez que sólo con mover una ceja ya llena la pantalla. Podría dedicarse a películas de otro calado, como ya hizo, ay, hace demasiado tiempo.





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Corazón salvaje

 

🌟🌟🌟🌟

Me pregunto cuántas parejas como Sailor y Lula no volverán a verse hasta mayo, separadas por los gobiernos, que también conspiran para que los amores puros sean arrancados de raíz, y no den mal ejemplo con su sexo salvaje, y su complicidad instantánea. El amor puro no está perseguido por la ley, pero ponen trabas de cojones, desde las alturas, para consumarlo. Es lo que sucedió, sin ir más lejos, en el Paraíso Terrenal, que era el reino de los bonobos, y la fiesta de los sentidos. Ayer mismo amenazaron con cerrar las fronteras interiores, entre los reinos de Taifas, para que el virus no viaje a lomos de los coches ni de los peregrinos. Como si el virus no encontrara siempre quien le lleve, autoestopista tenaz y consumado.

    Todos sabemos que los políticos le están poniendo puertas al mar. Retrasando el confinamiento inevitable. Es cuestión de semanas, o de días. Y mientras tanto, para ir apaciguando los fuegos, para ir clausurando el tiempo del amor e inaugurando el tiempo de las pajas, van a poner a los ángeles flamígeros vigilando las fronteras autonómicas, disfrazados de policías. Para que Sailor y Lula, que uno vivía en Albacete, y la otra en Murcia, queden separados por una raya ficticia y burocrática, y ya sólo puedan gritarse su amor desde la distancia, a pocos metros, desesperados, como cuando en la película los separa la Bruja Malvada, o un gángster tenebroso de David Lynch.

    Quién nos iba a decir, cuando lo inventaron, que el Estado de las Autonomías iba a terminar en esto, en territorios estancos para el amor. Quién nos iba a decir que la demarcación romana, el capricho aristocrático, la curva del río o la raya arbitraria en el trigal, iban a devenir alambre de espino, muro de Trump, valla vigilada. Qué infortunio, para los amantes autonómicos, que creían vivir en el mismo país y resulta que van a vivir en dos continentes distintos, más alejados, en la práctica, que Australia y Madagascar. Pero llegará mayo, cuando nazcan las flores, y canten los pájaros, y la primavera será la estación de los polvos sin fin, de las jodiendas sin freno. Del jadear que acallará todos los sonidos de la naturaleza.



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Chinatown

🌟🌟🌟🌟🌟

Mientras veo Chinatown me pregunto -en segundo plano, claro, como los antivirus, o las actualizaciones del sistema, porque la trama es absorbente e inaplazable -, qué hacía yo hace diez o quince años cuando la película no era una obra maestra, como ésta, sino el aburrimiento supino, e incluso prono, que me recomendaba un amigo, una damisela, o yo mismo, autoengañado, por querer dármelas de cinéfilo puretas. 



    Qué hacía yo, en los tiempos de la pre-tecnología digital, sin un teléfono móvil a mi lado para traicionar mi fidelidad a la película. Qué hacía uno, en la juventud, cuando se enfrentaba al tostón insufrible de Dreyer, o de Godard, o al truño infumable de un director de Taiwan que otros aspiraban como el mejor de los porros orientales…  Qué hacía uno con las manos, con el pensamiento, con las posturas incómodas, cuando el viernes por la noche ponían en Canal + un estreno que también venía muy aplaudido, y muy premiado en los festivales, y que luego, a la media hora, provocaba el bostezo, la decepción, las ganas casi de suicidarse,  mientras los demás estaban ahí fuera, tras la ventana, despreocupados de la cinefilia, gozando la alegría loca de los encuentros y los desencuentros.


    El teléfono móvil se ha convertido en el termómetro de nuestro entusiasmo por la cultura. Y no hay que ponérselo en el sobaco, ni que metérselo en el culo, para dar la temperatura exacta de nuestro aburrimiento: basta con contar las veces que echamos mano de él para medir la fiebre del trastorno compulsivo.

    Viendo películas como Chinatown, nuestro espíritu no necesita una toma de temperatura. En esas dos horas queda inmune al virus del despiste, de la interrupción, de la ida de olla… Las películas como Chinatown extinguen, calcinan, arrasan como un lanzallamas todo ese mundo de curiosidades, amistades y rabiosa actualidad que nos aguarda en el teléfono. Los juegos, los chismorreos, la hoguera de las vanidades… El cine se inventó para evadirnos de la realidad, y sumergirnos en los sueños. Pero en los sueños coordinados, claro, los coherentes, no esa mierda que soñamos por las noches, que es gratis, y así sale de enredada, de poco clarificadora, proponiendo una pesadilla que siempre es peor que la enfermedad.


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