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Queer

🌟🌟🌟


¿Un viaje exótico? ¿En compañía de una amante poco entusiasta? ¿Con destino a un lugar donde puedes consumir droga sin que te molesten las autoridades locales? Joder... ¡yo he vivido eso! Otras mil cosas que salen en las películas no, pero ésta, justamente ésta, sí. Sin ser beatnik ni homosexual me siento interpelado por “Queer”. Aunque sea una película fallida y olvidable. La aventura psico-sexual de Daniel Craig podría ser mi propia peripecia un poco -o un mucho- deformada. 

Yo, desde luego, nunca he viajado a las selvas tropicales de Sudamérica para buscar el yagé junto a un muchacho de hielo que ha pactado echar sólo dos polvos a la semana. Pero sí fui una vez a Ámsterdam, en compañía de una mujer que me quería bastante menos de lo que ella aseguraba, a probar la hierba de los holandeses en un coffee shop que viniera recomendado en internet: fumada, o en infusión, o como ingrediente divertido en alguna galleta de fina pastelería.

Al igual que el personaje de Daniel Craig, yo también emprendí aquel viaje enamorado hasta las trancas pero sin ser capaz de engañarme. La culebrilla de la certeza -que es la prima de aquel gusanillo de la conciencia- reptaba lentamente por mi intestino para recordarme que jamás recibiría por su parte el mismo entusiasmo ni las mismas palabras. Lo notas, lo niegas, tratas de sepultarlo y aflora de nuevo al menor contratiempo... A veces pasa y tiene poco remedio. No es culpa de nadie. Yo mismo he sido a veces el espejo poco receptivo y decepcionante. La culpa es... de la sintonía. De las causas ajenas a nuestra voluntad, como en aquellas desconexiones de la tele.

Mi enamoramiento también tenía algo de suicida y de desesperado. Un imperativo, más que un colocón. A veces me quedo mirando al personaje de Daniel Craig y me conmueve. El amor, a veces, se mantiene vivo contra nuestra voluntad. Quisieras no querer, o no querer tanto, pero vas lanzado y no puedes frenar de sopetón. Necesitas una hostia de campeonato, o una pista de arena como esas que ponen en las bajadas de los puertos para ir frenando poco a poco hasta detenerte. 





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The Crown. Temporada 6

🌟🌟🌟🌟 

“The Crown” era una serie cojonuda hasta que apareció la Princesa del Pueblo y se convirtió en un culebrón venezobritánico. No había manera de evitarlo, supongo, pero de pronto ya no había Casa Real -aunque solo fuera para reírnos de ella o denostarla-, ni primeros ministros, ni relato histórico de trasfondo: sólo el cuento de hadas de Lady Di estrellado contra una pilastra. Si París está lleno de indigentes que duermen bajo los puentes del Sena, Lady Di encontró el sueño eterno bajo uno que está muy cerca de la torre Eiffel. Creo que hay una metáfora escondida en su destino pero prefiero ahorrármela de momento.

La Princesa del Pueblo... Hay que joderse. A Lady Di -y toda esa caterva de la realeza- no les hubiera parecido mal que los británicos pobres combatieran en Carajistán o en Atomarporelculistán solo para mantener intactos sus privilegios. Una vida de palacios y de yates, de clubs de golf en Escocia y de hoteles Ritz en París, bien merece el sacrificio de la purrela criada en las ciudades industriales o en los barrios bajos de la capital. Y si vuelven lisiados, pues mira: que se jodan, y que Dios salve a la Reina. 

Quiero decir que ver a Lady Di “preocuparse hondamente” por el asunto de las minas antipersona producía ganas de vomitar, lo mismo en la realidad ya lejana que en la serie de rabiosa actualidad.

Pero no hay mal que cien años dure, así que en el capítulo 4 se produce el fatal desenlace y el resto, hasta el final, ya vuelve a ser nuestra serie favorita de los últimos tiempos. Para que a un bolchevique antimonárquico le guste tanto es que tiene que ser una serie cojonuda. No hay otra. Mira que estos envarados anacrónicos me producen asco, repelús, inquina, incluso odio, pero hay escenas en las que no puedo dejar de emocionarme. La reina Isabel II eligiendo la música de su propio funeral ha sido el momento seriéfilo del año. ¿Por qué en España no se rueda “La Corona” de los Borbones?. Porque estas escenas sólo saben hacerlas los británicos. Imagínense al Emérito, por ejemplo, en tal tesitura musical.  






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The Crown. Temporada 5

🌟🌟🌟🌟


La quinta temporada de "The Crown" es un desafío a nuestra credulidad. Ver a McNulty disfrazado del príncipe de Gales produce una disociación cognitiva de tal calibre que ya no sabes si es que el príncipe está de visita en Baltimore, aprendiendo a colocar micrófonos en las esquinas, o si es que McNulty, que resultó ser el 38º aspirante al trono en la línea sucesoria, ha sido investido príncipe porque toda la Familia Real quedó electrocutada en la toma de una foto oficial, como le pasaba a John Goodman  en “Rafi, un rey de peso”.

Pero McNulty -o sea, Dominic West- domina bien el registro principesco, y además sale maqueado que lo dejan como un pincel, así que nuestra credulidad, superado este reto, tiene que enfrentarse al hecho lamentable de que la princesa Margarita no es que se haya convertido en una señora mayor: es que no es, ni por asomo, la misma mujeraza que en las primeras temporadas nos dejaba con la boca abierta, estupefactos ante su belleza. A esta Margarita le han caído los años, sí, pero también le han recortado los centímetros -demasiados-, y le han comprimido el cuerpo hasta resultar irreconocible. Y además es mucho más fea... Uno no entiende que en una serie tan detallista, tan “british” en todo lo demás, se cometan estos errores de bulto. No será por actrices para elegir, digo yo, en el elenco de las isleñas.

Y luego está Diana de Gales, a la que la serie trata con suma condescendencia: la "Princesa del Pueblo”, y toda esa mierda. Ahora la interpreta una mujeraza de cuerpo mareante que debe de andar por el metro ochenta de estatura. Cuando Diana llora sentada, te la crees a pies juntillas, pero cuando se yergue para llorar de pie, sabes que no es ella, sino Elizabeth Debicki, la que se queja con amargura de vivir como una princesa millonaria. Es entonces cuando uno se va del personaje, y también un poco de la serie, y empieza a pensar que “The Crown” -tan fastuosa todavía, tan interesante a pesar de retratar las vidas de esta gentuza impresentable- empieza a descuidarse un poquitín, o a confiar demasiado en sus seguidores.


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Uno de nosotros

🌟🌟🌟

A mitad de película, aprovechando que existían unos paralelismos evidentes, de quedarse uno mosca y pensativo en el sofá, había decidido escribir un memorándum sobre mi exfamilia política, que es (bueno, era, en lo que a mí concierne) algo así como los Weboy de la montaña oriental: un paisaje que también tiene algo de Dakota del Norte, con sus montañas, sus planicies, sus territorios a medio colonizar.

Mi exfamilia, como los Weboy de Uno de nosotros, o como los sicilianos de El Padrino (¿alguien vio alguna vez a la familia de Diane Keaton en el bautizo o en la comunión de Anthony Corleone?), también decidió, llegado el momento, que el nieto -que era mi hijo- era suyo y de nadie más. ¿Fifty/fifty?  No sabían ni qué era eso. Para ellos, el nieto sólo llevaba un apellido, que era el suyo, y el otro era como una molestia en los documentos, como un recordatorio de que para engendrar a un hijo, de momento, para permanecer dentro de la ley, y hasta que la ciencia no lo remedie, hace falta un gameto procedente de otra familia.

Pero ya digo que este plan de escritura sólo era el original. Porque luego, a mitad de película, los Weboy se separan de la línea evolutiva de los neandertales para convertirse en una pandilla de psicópatas que, la verdad sea dicha, queda forzadísima y caricaturesca. Nada que ver con mi exfamilia política, que sólo era gente decimonónica, varada en ritos ancestrales y en costumbrismos de la sangre. Sicilianos de León, o leoneses de Sicilia, a saber.  Ellos no eran, por supuesto, como estos salvajes de Dakota, que son como los hermanos Dalton traspapelados en un western del siglo XXI. Lo que pasa, supongo, es que Kevin Costner necesita una panda de malotes a la que apuntar con el rifle, o con el revólver, para quedar como el jicho de la función. Y no sé para qué, la verdad, porque Costner ya está en ese punto de madurez que sólo con mover una ceja ya llena la pantalla. Podría dedicarse a películas de otro calado, como ya hizo, ay, hace demasiado tiempo.





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