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Aún estoy aquí

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Ahora mismo, en España, ser comunista es una práctica de bajo riesgo para la salud. Al menos no te juegas el pellejo como antes. Como mucho te ganas una burla, o una mirada aviesa. Un insulto que se lleva el viento cuando ventilan el humo del bar.  Y si la cosa se pone caliente -que casi nunca se pone, porque yo con los fascistas mantengo la otra hermandad del madridismo- lo más grave que te puede caer es una hostia del revés, o una patada voladora de los Rangers de Texas. Peccata minuta. Sacrificios de chichinabo, si llegaran algún día, por defender la causa obrera que ya ni los mismos obreros quieren defender. 

Ser comunista, en los tiempos que corren, puede ser desesperante en las noches electorales, pero en cuanto a la integridad física casi sale gratis y encima hay mujeres que valoran tu compromiso caducado y se acercan a curiosear.

Los comunistas con cojones eran los de antes, los que vivían bajo una dictadura militar, y no bajo esta dictadura de los mercados que de momento no necesita sacar tanques a la calle. Ser comunista con un fusil siguiendo tus movimientos es ser comunista de verdad y lo demás son heroísmos de cafetería. Rubens Paiva, por ejemplo, no se dejó asustar por los milicos. Él llevo hasta las últimas consecuencias la certeza de que todos los derechos laborales conquistados fueron eso, conquistados, arrancados a hostias, o a resistencias numantinas, pero jamás concedidos por los de arriba. Él tuvo el valor y la integridad de seguir peleando en la primera fila de las barricadas, disparando palabras y compromisos.

Me incomoda mucho “Aún estoy aquí” y no es sólo por el dramatismo de la historia: es porque veo a Rubens Paiva -que si no era comunista al menos era izquierdista colorado -y pienso en las cobardías que hubiera perpetrado yo bajo circunstancias parecidas.  




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Estación Central de Brasil

🌟🌟🌟


Hay películas que te quitan las ganas de visitar aquellos países donde se ruedan. Funcionan como verdaderas anti-campañas de su Ministerio de Turismo. Yo, desde luego, si fuera el gobernante, a estas películas que luego triunfan en el extranjero les obligaría a devolver las subvenciones concedidas. Las realidades chuscas tienen que quedarse en casa, como sucedía en el cine franquista gracias a los censores, que vendían una realidad paralela donde todo el mundo comía tres platos diarios y estaba encantado de conocerse.

Antes de ver “Estación Central de Brasil”, la excolonia portuguesa ya ocupaba el puesto número 67 en mi lista de preferencias viajeras. En Brasil, si hacemos caso de sus películas, la violencia campa a sus anchas, hace un calor inhumano, pulula demasiada gente sin oficio y en cualquier contexto aparece alguien montando una batucada para interrumpir el sagrado derecho a nuestro silencio. Copacabana y sus mulatonas ya no son atractivos recomendables si lo que buscas es paz y ausencia de tentaciones.

Antes que Brasil tendría que recorrer Europa entera y luego aventurarme en el choque cultural con el Extremo Oriente. Conocer Australia, y Nueva Zelanda, y por supuesto Estados Unidos, que es el escenario eterno de mi cinefilia. Y aprovechando el viaje también Canadá, e incluso México, si me juran por Huitzilopochtli que no va a hacer demasiado calor. La lista de países es larga y exige sacrificar muchas pagas extraordinarias. Brasil ya no me llamaba nada la atención, y ahora, por culpa de la película, ha descendido 20 posiciones en el ránking. Es como ver cualquier película ambientada en la India o en Indonesia. No sé: me agobia.

Esta es la segunda vez que veo “Estación Central de Brasil”, pero la primera que puedo verla en portugués con subtítulos gracias a las opciones de Movistar +. Pero me ha gustado menos que entonces. Donde antes había sentimientos hoy sólo he visto sensiblerías. Apenas dos momentos entrañables salvan esta road movie que transcurre por el inhóspito sertão. Creo que ya solo me conmueven las historias de desamor. Para todo lo demás me ha salido una piel como de elefante. 






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