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Aún estoy aquí

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Ahora mismo, en España, ser comunista es una práctica de bajo riesgo para la salud. Al menos no te juegas el pellejo como antes. Como mucho te ganas una burla, o una mirada aviesa. Un insulto que se lleva el viento cuando ventilan el humo del bar.  Y si la cosa se pone caliente -que casi nunca se pone, porque yo con los fascistas mantengo la otra hermandad del madridismo- lo más grave que te puede caer es una hostia del revés, o una patada voladora de los Rangers de Texas. Peccata minuta. Sacrificios de chichinabo, si llegaran algún día, por defender la causa obrera que ya ni los mismos obreros quieren defender. 

Ser comunista, en los tiempos que corren, puede ser desesperante en las noches electorales, pero en cuanto a la integridad física casi sale gratis y encima hay mujeres que valoran tu compromiso caducado y se acercan a curiosear.

Los comunistas con cojones eran los de antes, los que vivían bajo una dictadura militar, y no bajo esta dictadura de los mercados que de momento no necesita sacar tanques a la calle. Ser comunista con un fusil siguiendo tus movimientos es ser comunista de verdad y lo demás son heroísmos de cafetería. Rubens Paiva, por ejemplo, no se dejó asustar por los milicos. Él llevo hasta las últimas consecuencias la certeza de que todos los derechos laborales conquistados fueron eso, conquistados, arrancados a hostias, o a resistencias numantinas, pero jamás concedidos por los de arriba. Él tuvo el valor y la integridad de seguir peleando en la primera fila de las barricadas, disparando palabras y compromisos.

Me incomoda mucho “Aún estoy aquí” y no es sólo por el dramatismo de la historia: es porque veo a Rubens Paiva -que si no era comunista al menos era izquierdista colorado -y pienso en las cobardías que hubiera perpetrado yo bajo circunstancias parecidas.  




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