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La ballena

🌟🌟


En “La ballena” no hay sutilezas, ni elegancias, ni rincones del alma sin alcanzar. Si a las películas para adultos -bueno, eso era antes- las llamamos pornográficas porque en el despliegue se ve toda la chicha y toda la limoná, sin que nada quede a la imaginación del espectador, a este espectáculo del obeso mórbido y lacrimógeno habría que llamarlo, del mismo modo, pornografía sentimental. Cuando finaliza “La ballena” ya no queda nada por contar, por llorar, por echarse a la cara entre los personajes. Si en el porno carnal quedan vacíos los genitales, aquí quedan vacíos los lagrimales. Yo lo llamaría un “tear cum”, por si hace fortuna la expresión. 

A ningún personaje se le llegan a ver los susodichos genitales, pero el espíritu de todos se pasea desnudo por la casa de Brendan Fraser, que es el único escenario donde transcurren las muchas catarsis. Aronofsky ha querido rodar un drama y le ha salido un dramón. Se ha pasado mucho de rosca -como suele ser habitual- y así es difícil empatizar con el personal. Hay un momento, en todo dramón, en el que sientes que la mano del director está hurgándote por dentro, manipulándote con músicas y diálogos, y es ahí, en ese contacto no consentido -porque no es no también en la ficción- cuando te sales de la película y comprendes eso, que estás viendo una película, y que ya apenas te crees lo que ves y lo que escuchas, aunque el esfuerzo de actores y actrices sea descomunal y digno de agradecer.

Había otra película en la que sus protagonistas decidían suicidarse comiendo hasta reventar. Se titulaba “La gran comilona” y recuerdo que salían en ella Mastroianni y Michel Piccoli. Como el guion era de Rafael Azcona la cosa no terminaba en dramón, que menudo era don Rafael para caer en la trampa de las cursilerías. “La gran comilona”, por no ser, no era ni un drama, sino una astracanada cuyo final la verdad ya no recuerdo. Es igual... Son dos formas de entender el cine, y yo me quedo con la de Azcona y Marco Ferreri. 

Posdata: me puse a ver “La ballena” después de la siesta, con el café y dos panes de leche en el regazo, bien untadicos en mantequilla, y tal fue mi impresión al ver a Brendan Fraser que aparté uno para la cena, avergonzado de mí mismo.





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