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Al filo del mañana

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Quién tuviera, ay, el poder de volver atrás en el tiempo, una y otra vez, hasta deshacer el error que nos condenó. Dormirse tras la jornada aciaga y despertar de nuevo en el mismo día, sin avanzar ni un minuto en el calendario. Como hace Tom Cruise en la película cada vez que muere en la batalla. 

Quién pudiera replantearse la decisión, la conversación, el itinerario. La llamada indebida. El exabrupto idiota. Decidir, quizá, no levantarse. Pero ya de levantarse, tomar aire veinte segundos antes de tropezar con la misma piedra. No volver a decir lo que se dijo, ni hacer lo que se hizo. Rectificar diciendo la verdad o contando una mentira. O no decir nada. O no hacer nada. Seguir siendo uno mismo o traicionarse: da igual. Lo que sea necesario para llegar a un arreglo. Cualquier cosa para llegar al final del día con la conciencia apaciguada, y el destino reencaminado. Recuperar una batalla que ya dábamos por perdida en mitad de la guerra.

Pero para eso, ay, habría que ser un superhéroe de la Marvel, o un semidiós con el talón de Aquiles vulnerable. O como en la película: bañarse en la sangre de un extraterrestre asesino capaz de hacer semejantes proezas. O sea, que nada, a seguir tirando, como humildes mortales, esclavizados por nuestro carácter y por nuestro infortunio. Dar por perdido lo que se perdió y seguir remando. Qué poco heroico, la verdad, y qué poco peliculero. Insuficiente para una producción de Tom Cruise salvando al mundo de nuevo. 

Al mundo civilizado, claro, porque España, en los mapas del alto mando -que me he fijado en una de las escenas- aparece ninguneada: ni invadida por los extraterrestres ni recuperada por los humanos. Nada: un baldío, un terreno sin valor estratégico. Un desierto político y demográfico. O un desierto, directamente. Dentro de nada aquí ya solo quedarán las lagartijas y las víboras. Hará tanto calor que ni siquiera los extraterrestres posarán sus naves para extraer minerales del subsuelo. Por eso la batalla final se desarrolla en el Louvre y no en el Museo del Prado. ¿Prado? ¿Qué prado? Dentro de poco ya no habrá ni hierba. 





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Barry Seal: el traficante

🌟🌟🌟

Barry Seal -el personaje real, no esta idealización molona y sexy que encarna Tom Cruise-, era un tipo fondón, con cara de pánfilo, como un matón secundario en la cohorte de Los Soprano. Un tipo que se movía entre el anticomunismo de parvulario y la codicia del Tío Gilito. Un tipo muy poco recomendable, peligroso incluso, al que seguramente daría asco conocer en primera persona. 

Por mucho que Tom Cruise se esfuerce, y por mucho que Doug Liman le siga el rollo, por mucho que nos ablanden con la historia de su matrimonio y con su empecinamiento de americano, Barry Seal es un personaje que no hace ni puta gracia, y sin embargo, la película se desvive por hacernos reír con las aventuras coloniales de este yanqui salvando los logros del Imperio. También conocimos el “lado humano” de Ray Liotta en Uno de los nuestros, o de Stringer Bell en The Wire, y jamás olvidamos quiénes eran. Aquí ha fallado algo. 

    La película hubiera sido distinta con otro actor menos operado del rostro, menos pendiente de sus tabletas. Con otro director de vocación más documental. Menos peliculera. Se agradecen los esfuerzos por entretenernos, pero la historia de Barry Seal, por sí misma, ya es entretenida de cojones. Todo un vodevil ochentero de la histeria anticomunista. No hacía falta pintar al fulano de colorines.  El mero hecho de elegir a Tom Cruise para encarnar a Barry Seal –o que el propio Cruise decidiera apropiarse de esta biografía- ya debería ponernos sobre aviso. Treinta y tantos años después haber derribado los cazas Mig-28 enviados por los soviéticos, el teniente Maverick vuelve a surcar los cielos para luchar contra los comunistas que amenazan el american way of life. Aunque ahora lo haga desde una avioneta civil, tirando fardos de droga o de fusiles sobre los parajes.





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