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El fin de la comedia. Temporada 1

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A Ignatius Farray le debo esa fea costumbre de decir “All right!” cuando quiero decir que estoy de acuerdo, y también esa manía de apostillar “la casualidad...” cuando se producen fenómenos extraños en lo cotidiano. Y por encima de todo: le debo la conciencia de pertenecer a una minoría oprimida que apenas sale en los periódicos de la izquierda: los padres leoneses divorciados y con gafas. Tuvo que ser él, Ignatius, en sus diatribas del descojono, en sus evangelios de la barbarie, el que instalara en mí la conciencia combativa de ser lo que soy y de saber quiénes son mis enemigos encarnizados.

Quiero decir que he integrado a Ignatius Farray en esa comunidad de demonios interiores que hablan por mi boca y me traicionan ante los hombres, y me ridiculizan ante las mujeres. Esos que también dicen “fistro”, o “digamelón”, o “pretty, pretty, pretty good”... El homenaje continuo pero muy perjudicial a los cómicos del catodicismo. 

Ignatius Farray es un comediante que lo da todo en el escenario. Él, en principio, ofrece el desnudo integral de su psique, pero si la gente no se ríe, no duda en ponerse a chupar pezones o en enseñar a Pollito de Troya para que los más fieles refuercen su fidelidad y los que pasaban por allí echen pestes del espectáculo. Farray no deja a nadie indiferente con esos pelos de loco y esa mirada de orate. Con esa pinta de haber salido de la cueva para contar sus desventuras y luego irse a cazar el mamut por los bares de Madrid.

Pero todo eso, por supuesto, sólo es una farsa. El recurso que él utiliza para ganarse la vida en la dura competencia con otros cómicos. Cuando se baja del escenario, Ignatius Farray se transforma en un tipo como cualquiera de nosotros: un hombre educado, afable, enamorado de sus libros y de sus películas. Un currante que busca contratos para llenar el frigorífico y pagar el alquiler. En el escenario es un Mr. Hyde que se comporta como un orangután y no conoce el filtro de las ocurrencias; pero luego, ya hecho carne entre nosotros, Farray es un Dr. Jekyll generoso y bonachón, muy grande y peludo, tan suave y tan blando por fuera que se diría todo de algodón.




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