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Baron Noir. Temporada 3

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Durante muchos años tuve un póster del Che Guevara clavado en la pared. Era, por supuesto, la archisabida foto de Korda, en un blanco y negro de duros contrastes que le compré a un nostálgico de la Revolución, en una feria del rojerío. Encima de mi cama, el Che, con su boina estelada y su barba de guerrillero, miraba al infinito del socialismo muy ajeno a mis pesadillas de las cuatro de la mañana, o a mis tejemanejes con el aparato sexual. Si las beatas, cuando llega el sábado-sabadete, sienten que ofenden al Jesús crucificado con la carne desnuda de su matrimonio, yo, a veces, en el asunto, me interrumpía pensando qué pensaría el Che si pudiera verme con sus ojos de papel, en mi refugio burgués, tan cobarde para la revolución y tan apocado para las mujeres, tan poquita cosa como rojo y como hombre; tan diferente a él, a su ejemplo, a sus santos cojones, él que se jugó el pellejo y murió en el empeño, y se convirtió en un mito desaliñado, y en un suspiro de añoranza.


Años después, en un ataque de madurez, quité el póster del Che y lo sustituí por algún cartel cinematográfico. Lo enrollé, lo aseguré con una goma y luego lo perdí en una de las mudanzas del amor. Son las argucias del subconsciente, que aprovecha cualquier despiste para hacer de las suyas, y conformar la decoración a su gusto. Hace un año, inflamado de nuevo, pensé en recuperar al Che para decorar la hornacina, pero justo entonces, gracias a un amigo, conocí a Philippe Rickwaert, el Barón Negro, el Barón Noir que al otro lado de los Pirineos también se deja la vida -esta vez simbólicamente- para que lo poco que nos queda de socialismo, de utopía redistributiva, no se vaya por el sumidero de la historia. Rickwaert combate en la Sierra Maestra de Dunkerque, que es donde tiene su campo base y su camarilla de guerrilleros. Él también tiene barba, y mala leche, y una inteligencia afilada y puñetera. Rickwaert, como el Che, como yo mismo, en mi insignificancia militante, no entiende qué cojones es eso de los medios y los fines cuando se trata de garantizar que la gente coma, o se cobije, o pueda disfrutar sin congoja del sol de la primavera. Voy a pedirle a los de Amazon un póster del Barón Guevara, o de Ernesto Noir, a ver si tienen.




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Baron Noir. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟


Cuando a los del círculo cinéfilo les recomiendo que vean Baron Noir -así como recomiendo yo las cosas, alternando los tacos con los epítetos en un brote de emoción-, todos me preguntan si la serie va sobre aviadores de la I Guerra Mundial, y yo tengo que aclararles que no, que ése es el Barón Rojo, no el Barón Negro, y que el Barón Negro es un político francés, contemporáneo, llamado Philippe Rickwaert, que gasta un entrecejo de muy mala hostia y es el hacedor en la sombra del Partido Socialista, siempre enfrentado a los fascistas del Frente Nacional, y a los extremistas del Partido Comunista, y a los traidores que afilan las garras dentro de su propio partido.

   Porque la verdad es que Philippe Rickwaert nunca descansa, y hay veces que uno termina los episodios tan exhausto como él, todo el día de la Ceca a la Meca, de Dunkerque a París, deshaciendo entuertos, cogiendo solapas, ideando estrategias, urdiendo abrazos... Luego, claro, apenas le queda tiempo que dedicar a su hija, que se lo reprocha con muy malos gestos, y casi nada para sus amores con las bellas señoritas del partido, que nunca llegan a fructificar porque al principio todas caen encandiladas por su personalidad arrolladora, y por su humor con mucha retranca, hasta que descubren que están en el segundo plano de sus inquietudes, o en el tercero, según como vaya la movida política, y eso, al final, no hay amor verdadero ni medio serio que pueda soportarlo.

    Los miembros del círculo cinéfilo siempre me responden que bueno, que vale, que toman nota del asunto, pero yo noto que lo hacen por compromiso, por quitarme de encima con una sonrisa educada, y porque además una serie francesa, así de entrada, no les engancha, no les suena bien, y ya todo el mundo está un poco hasta el gorro de las politiquerías españolas, y de las politiquerías americanas, como para adentrarse, encima, en los entresijos de los franceses, tan vecinos pero tan ajenos. Estoy solo, muy solo, en esta admiración mía por el Barón Negro, por Philippe Rickwaert, que ya es un santo principal en mi iglesia izquierdista y republicana. Sólo un amigo comparte conmigo las tramas y las derivas. A él, además, también le gusta mucho la señora Presidenta, Amélie Dorendeu, pero esta vez ya sólo en lo sexual, ay, porque en la segunda temporada nos ha salido rana de derechas, la muy jodía...



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