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Tetris

🌟🌟🌟

En segundo de BUP me hicieron un test de inteligencia y salí señalado como deficiente mental. Ligero, eso sí. Un “borderline” que decíamos entonces, antes de que los eufemismos convirtieran el retraso mental casi en un superpoder, como dice Paco Calavera. 

Y no voy a decir que se equivocaron con el diagnóstico o que los test de CI no sirven para nada. Yo creo sobre todo en la ciencia y en el progreso. Lo que pasa es que nunca he sido muy listo y a las pruebas me remito... Pero disimulo muy bien, y en cuestiones de verborrea tengo cierta facilidad. Aquella mañana del test, además, yo venía casi sin dormir porque había preparado unos exámenes muy exigentes que nos esperaban tras la encerrona. Sirva de atenuante.

Como llevaba años medrando en el ecosistema escolar, me sabía los trucos y sacaba sobresalientes en casi todo, pero en cuestiones de inteligencia visoespacial -como el test puñetero atestiguaba- mi intelecto solo podía rivalizar con los loros que trajinan con formas geométricas. Ellos con sus picos y yo con mis dedos, podríamos disputar un torneo interespecies si alguien nos cronometrara y luego pusiera nuestro desafío en el YouTube.

Cuento todo esto para explicar que yo de chaval apenas jugué al Tetris. Primero porque no tenía Game Boy; segundo porque mis padres no me daban dinero para ir a las salas recreativas y no podían sufragarme la compra de un ordenador; y tercero -y lo más importante- porque la rara vez que podía jugar yo veía caer las piezas del cielo y me entraba un sudor frío de incomprensión. “¡Pero dónde coño va esta pieza! Esto es imposible...” Mi cerebro no acertaba a girar las formas en el espacio, así que todas caían a plomo, como Dios las había diseñado, y solo de puta chiripa, al llegar al suelo, formaban una bonita línea sin huecos y se desintegraban.

Pero si yo, ay, hubiera sabido entonces que el Tetris era la invención de un ingeniero soviético, y que fueron los cerdos capitalistas quienes se llevaron la fama del invento y los millones de sus derechos, hubiera perseverado en su práctica solo para hacer honor al esfuerzo de aquel camarada ninguneado por la historia.



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Stan & Ollie (El Gordo y el Flaco)

🌟🌟🌟🌟

El amor provoca erecciones, y las erecciones generan hijos, y sobre ese poderío mecánico y fecundo del amor se han hecho grandes películas que a veces me conmueven y me hacen llorar. Pasiones de leyenda, y padres sacrificados, y madres que se dejan la piel para sacar a sus retoños del atolladero. Da igual, en verdad, que el amor sea un sentimiento nacido del alma o caído del cielo. Una farsa bioquímica que sólo persigue la replicación de nuestro genoma. Sólo cuando me preguntan, o cuando vengo a este blog a desbarrar, me pongo a citar a Richard Dawkins y me sale el asqueroso materialista que llevo dentro. En la vida civil yo también soy un tipo que  se enamora y que se conmueve con el amor de los demás. Pero sí: sospecho que hay algo involuntario, como de marioneta manipulada por el ventrílocuo. Algo nos empuja que no procede de nuestra voluntad serena, ¡del libre albedrío!, si tal cosa pudiera existir. Los genes son unos umpalumpas muy listos, veteranos de mil procreaciones, de mil noches de bodas con sus mil proles consiguientes, y saben cómo convencernos de que el amor por la pareja o por los hijos brota directamente de nuestro corazón…

    La amistad -que es a lo que yo venía- es un sentimiento superior y más puro que el amor. Lo dijo una vez Friedrich Nietzsche en las alturas de Sils Maria, y si no lo dijo da igual: le queda como anillo al filósofo. Porque los genes pueden fingir el amor, pero no pueden fingir la amistad. O sí, quién sabe, por caminos más tortuosos todavía: al fin y al cabo, el amigo nos ayuda, nos sostiene, nos permite seguir vivos o cuerdos, y eso también favorece la supervivencia de nuestros genes. Pero tal teoría ya es, quizá, demasiado rebuscada, y de tener que creérmela prefiero no hacerlo. Prefiero pensar que la amistad ente Stan Laurel y Oliver Hardy no procedía de oscuros cálculos que los genes hacen en las hojas de Excel del núcleo celular. Prefiero pensar que lo suyo es una historia conmovedora que sobrevivió al tiempo, a las avaricias, a los desencuentros contractuales. Y que muerto el uno, el otro se quedó como muerto en vida.
(Qué grandes son estos dos tipos, Steve Coogan y John C. Reilly)




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