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ETA, el final del silencio


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Tuvo que ser por el año 1997 o 1998. Yo estaba con mi mujer en San Sebastián, recuperando una luna de miel que los virus habían frustrado el verano anterior. Paseábamos por el centro de la ciudad y vimos, anunciada en unos carteles, una manifestación que ya no recuerdo si convocaba Herri Batasuna o la refundida Euskal Herritarrok. De pronto descubrimos el porqué de las vallas en las aceras, de la presencia policial, que nosotros habíamos achacado a que era domingo y que tal vez se celebraba alguna fiesta local: un evento ciclista, o gastronómico, o religioso incluso, todo tan propio de la ciudad.

    Mi mujer reaccionó con miedo: vámonos al hotel, volvemos por la tarde, mira que todavía nos tiran algo a la cabeza…, pero a mí me pudo más la curiosidad que el temor. Por aquel entonces, las manifestaciones del llamado “entorno de ETA” eran un ingrediente habitual de lo telediarios, con la pancarta que pedía el acercamiento de los presos abriendo la marcha y los enfrentamientos entre la policía y “los de Jarrai” intercambiándose pelotas de goma y cócteles molotov. Quise verlo con mis propios ojos, asistir en directo a ese pugilato ideológico que yo siempre veía en diferido, y resumido, y seguramente manipulado por los censores del telediario de La 1.



    Lo que vi aquel día en San Sebastián, con 25 o 26 años, cambió mi modo de ver el asunto del voto batasuno. Hubo pancarta abriendo la manifestación, sí, con excarcelarios o futuros carcelarios que la sujetaban, y hostias entre la policía y varios descerebrados al final de la marcha, por el Paseo de la Concha. Pero en el medio, desfilando en silencio, como quien va de paseo o de romería, porque era domingo, y hacía sol, y luego por la tarde los íbamos a encontrar desparramados por la playa y por las cafeterías, tomándose un helado y charlando de fútbol o de hipotecas, familias enteras que no iban tapadas con pasamontañas, ni llevaban los pelos largos con pendientes en las orejas, ni tenían la mirada de psicópatas de algunos dirigentes del partido. Yo vi a miles de personas como usted y como yo, abuelos, padres, adolescentes, que simpatizaban con la causa independentista y abertzale, socialistas autóctonos que tenían el vasco por lengua materna. Nada criminal. Nada objetable.

    Allí, en la manifestación que luego salió editada a conveniencia en el Telediario, no había millares de asesinos en acto o en potencia. Seguro que había cómplices, simpatizantes de la violencia, gente que se enteraba de un atentado y se quedaba tan pancha pensando que el muerto seguramente era culpable de algo. Tampoco me como los mocos, ni soy tan inocente.  Hubo gente que alguna vez gritó “¡Gora ETA!” desde las profundidades de la masa, pero nadie secundó los gritos. Tampoco nadie los recriminó. Por miedo, o por pasar del tema, o porque en realidad aquello ya era como quien oye llover… No lo sé. En octubre de 1998, 224.000 personas como aquellas votaron a EH en las elecciones al Parlamento Vasco. El pasado noviembre, con ETA ya disuelta, o en proceso de disolución, sigue habiendo 277.000 votantes de Bildu que no parecen ser todos unos asesinos. Algo sigue sin cuadrar, cuando la desinformación llega a la Meseta.



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ETA, el final del silencio: Miguel Ángel

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El tercer episodio de la serie documental ETA, el final del silencio se titula “Miguel Ángel”. Aborda, por supuesto, la figura trágica de Miguel Ángel Blanco, pero digo “por supuesto” porque tengo 47 tacos y escribo para gente que es más o menos de mi generación, cana arriba o cana abajo. Y quién, de entre nosotros, y de entre nosotras, no se acuerda de todo aquello... Del secuestro, del asesinato, de la estupefacción general. De las movilizaciones callejeras. De los políticos del PP riéndose de Nacho Cano en el concierto mientras contaban los votos futuros como mafiosos contando billetes en Las Vegas. Incluso los iletrados, los despistados, los que nunca leen un periódico o sólo ponen el telediario para poner los deportes y el tiempo, recuerdan dónde estaban aquella tarde cuando dieron la noticia de que sí, qué hijos de puta, los de ETA, qué par de huevos miserables, habían cumplido finalmente su amenaza.

    Yo, en concreto, estaba en León, en la cafetería Candilejas, jugando a las cartas con los amigos, cuando interrumpieron la programación en la tele y todos los presentes -los camareros y los clientes, los de izquierdas y los de derechas, los republicanos y los monárquicos– nos quedamos boquiabiertos, sin decir palabra, poniéndonos en la piel de aquel pobre chaval al que liaron para entrar en política, se dejó liar, dijo algo contra los batasunos en un pleno del ayuntamiento, y poco después fue asesinado en un bosque de Lasarte con dos tiros en la cabeza.



    Claro que me acuerdo, y que nos acordamos, los que ya vamos para la colonoscopia programada o para la mamografía acojonada. Sin embargo, de los veintitantos jóvenes que salen al principio del documental -estudiantes universitarios que no parecen precisamente poco preparados- sólo a una chica le suena lejanamente el nombre de Miguel Ángel: “Sí, ETA, y tal, un secuestro muy largo...”. Yo mismo, si le preguntara a mi hijo de 20 años ya no sólo por Miguel Ángel Blanco, sino por ETA en general, por sus tropelías y por sus disoluciones, sólo recibiría respuestas vagas, inconcretas, como de quien hace un esfuerzo por recordar cosas que veía de niño en los telediarios sin entenderlas ni asumirlas. Los jóvenes, por supuesto, no tienen la culpa de esta ignorancia. Es el tiempo, el viento, el que va cubriendo de polvo aquellos recuerdos. El que va redondeando las aristas y erosionando las figuras. Lo que nos parecía insuperable, terrorífico, de estar todo el día con el “qué hijos de puta”  en la boca cuando saltaba la noticia de un nuevo atentado, ahora, para nuestros hijos, ya sólo es una chapa de los carrozas que se juntan en el bar. Como era para nosotros el año del hambre, o la Brigada Político-Social. Afortunadamente.



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ETA, el final del silencio: Zubiak


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Yo no podría comer con el asesino de un ser querido. Por muchos años que hubieran pasado. Por mucho arrepentimiento que ese hombre hubiera demostrado. Me da igual. No lo querría ver ni en pintura. Le negaría la mano en un acto de reconciliación. Le esquivaría la mirada en un encuentro callejero. Me cagaría en sus muertos. Según en qué estado de ánimo me pillara, tendrían hasta que sujetarme, los que fueran conmigo. Sería una puta tortura, vivir cerca, o encontrarse cada equis tiempo, con quien un día empuñó la pistola, o sirvió de apoyo logístico, o decretó que aquello era un crimen necesario: dejar a mi ser querido -a mi mujer, a mi padre, a mi hijo- tirado entre las sillas de un bar, o abatido en mitad de una acera, con una bala en la cabeza.



    Yo no podría perdonar ni olvidar. No emprendería la venganza porque la venganza no es solución, y sólo alimenta el fuego. Es poco práctica, y además terminas en chirona. Pero no creo que moralmente sea censurable. Se me revolvería la bilis si alguien me propusiera salir en un documental como éste, compadreando con el enemigo, haciendo como que entiendo que está arrepentido, que está de vuelta, que él también tiene sentimientos… Mi cabeza podría asumirlo, pero mis tripas no. Que le den morcilla. Me llamarían por teléfono los de producción para ver si participo en el documental y les preguntaría si es una puta broma, si están de cachondeo. Si no saben respetar mi dolor. No, no podría compartir un plato de comida con esa persona, ni charlar animadamente sobre lo que pasó, y además en mi casa, en mi propia casa, como invadido, como puta que además pone la cama.

    No: no podría comportarme tan humanamente como hace la viuda de Juan María Jáuregui en Zubiak, que es el primer capítulo de ETA, el final del silencio. Me fallaría el temple, el temperamento, el juicio benévolo. Tendría que ir drogado, o muy bien pagado, para fingir lo que no siento. Ella lo siente. Se le nota en la mirada tranquila, en el hablar reposado: que ella sí perdona. Que ella sí ha hecho borrón y cuenta nueva.  Toda mi admiración. Toda mi envidia.



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