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Un tranvía llamado Deseo

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En la primera escena de la película, Blance DuBois coge, literalmente, un tranvía que se llama “Deseo”, y yo, después de tantos años de cinefilia, por fin entiendo el juego de palabras, la metáfora tranviaria que daba título a este clásico de los años 50. El otro descubrimiento insólito es que “Un tranvía llamado Deseo” es una película muy turbia, muy sucia, no con sexo epidérmico porque aún se rodó bajo la dictadura del código Hays, pero sí un sexo tropical muy sobreentendido y resudado.

Pero ya que hablamos de sexo, no empecemos a comernos las pollas todavía, como diría el señor Lobo. Los clásicos del cine son de obligado visionado, pero no de obligada celebración. “Un tranvía llamado deseo” no sería lo que es si Marlon Brando no compareciera con camiseta imperio y cara de mala hostia. Corría el año 1951 y aquello tuvo que ser una bomba erótica que volvió turulatas a las señoras y muy verracos a los homosexuales. Sin Marlon Brando, la función no es más que una cosa boba, afectada, teatral en el peor sentido de la palabra, donde se lleva la palma una actriz bipolar -Vivien Leigh- interpretando a una mujer bipolar. No vio un Oscar tan peculiar hasta que Marlee Matlin ganó su premio en 1986 por interpretar a una mujer sorda... siendo sorda. 

El tranvía llamado “Deseo” termina su recorrido en el barrio más prostibulario de Nueva Orleans, donde vive la hermana de Blanche, Stella, que es una pija aspiracional que terminó con un maltratador que alterna los bofetones del revés con los pollazos de machomán. Como corre el año 1951 no hay nadie en este selecto vecindario que se escandalice por el abuso. Más que nada porque todos los tipos son iguales, y porque todas sus mujeres están extrañamente enamoradas de sus virilidades. Estocolmizadas por completo. Me extraña que las políticas de cancelación todavía no hayan prohibido “Un tranvía llamado Deseo” en las plataformas más selectas de los hogares. Sería, eso sí, una aberración censora muy censurable. Esconder ciertas tipologías bajo la alfombra es el remedio que sólo se les ocurre a las podemitas y a la Shary Bobbins de “Los Simpson”.





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El hombre de Alcatraz

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“Una vida entera leyendo habría colmado todos mis deseos”.

    En el trasiego de sus viajes laborales, o de sus ocios vacacionales, el protagonista de Ampliación del campo de batalla echaba de menos una vida entregada a la lectura, lejos del ruido y de las gentes. Yo estoy con él, a ratos, a rachas, en los momentos más bajos del espíritu. ¿Pero quién tiene tiempo, hoy en día, para leer? Y cuando digo leer, digo leer de verdad, profundizar en las tramas y en los conocimientos. Ahondar, abismarse, sumergirse, y no esto que hacemos la mayoría de nosotros cuando se acerca la noche, que es pasear los ojos entre las líneas, un breve rato, pensativos de otras cosas, hasta que el cansancio nos rinde, y el sueño nos releva. Leer se ha convertido en un ocio de lujo, como jugar al golf o navegar en el yate.

   Se nos va la vida en trabajar, en acarrear niños, en buscar aparcamientos. Hay que cocinar, que comer, que fregar los platos. Hacer colas, rellenar papeles, clasificar la basura. Soportar a mucha gente que preferiríamos no ver o ver más espaciadamente. Apenas queda tiempo para leer. Sólo los barones en sus castillos, o las duquesas en sus palacios, tienen tiempo para eso. O los presos, sí, en sus horas de celda, o de biblioteca, apartados del mundanal ruido por imperativo de la ley. Sólo ellos, en su desgracia, gozan del privilegio de la despreocupación. 

    Superada la depresión de los primeros meses, en los que quizá sólo fijaban la mirada en los barrotes, o en los desconchones de la pared, deciden transformar las horas muertas en horas vivas, productivas. Lectoras. Los hay que se sacan carreras, que retoman vocaciones, que se zambullen en las obras completas de Agatha Christie. Los hay, también, como Robert Sproud, el birdman de Alcatraz, que se convierten en ornitólogos reconocidos en el mundo entero. Para cuidar al pobre gorrión que se cayó del árbol, Sproud consultó libros, amplió conocimientos, se convirtió poco a poco en un experto en la materia. Se zambulló en la investigación y en la lectura. Montó su pajarería, su clínica veterinaria, su centro de peregrinación, todo ello sin salir de la celda. Escribió sus libros. Encontró el camino. No le envidio la suerte -54 años en una celda de aislamiento- pero en algún momento de la película pienso que Robert Sproud encontró al menos un placer que aquí fuera ya no se consigue. El  tiempo infinito, diáfano, imperturbado, de la lectura.




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El rey del juego


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Entre los muchos defectos que tiene este blog hay uno que reconozco imperdonable, y que prometo corregir algún día: la poca presencia del cine clásico, o viejuno, según los gustos del personal. Los cinéfilos de verdad emigran a otros blogs donde el escribano habla de películas anteriores a 1980, que es la fecha primera de mis recuerdos, y también de mis raciocinios. En los primeros fascículos hice incursiones en el cine de Godard, de Bergman, de Alain Resnais incluso, pero la mayoría de las veces salí decepcionado de la experiencia, incómodo conmigo mismo por no saber apreciar, por no poder entender. Y en vez de fingir, como hacen otros, y de lanzarme a la escritura solemne de la obra maestra, me dio por hacer ironía con las películas sagradas. Y ahí morí. Cualquier pretensión de construir un blog para los círculos intelectuales se fue por el retrete en aquellas escrituras, que querían poner humor donde sólo había analfabetismo cinematográfico, y rendición de la inteligencia.


           Mi desencuentro con el cine viejuno viene de los tiempos mozos, de cuando me quedaba roque los lunes por la noche viendo los debates de Qué grande es el cine. José Luis Garci y sus eruditos diseccionaban truños infumables que a mí me dejaban noqueado en el sofá. Me los imagino, por ejemplo, hablando de esta película que hoy he pescado en el TCM, en un esfuerzo titánico por redimirme. El rey del juego no es una película en blanco y negro, pero es de 1965, que casi es lo mismo. Steve McQueen es un as del póker que quiere derrotar al mejor jugador del país, un viejete con el aplomo y la mirada penetrante de Edward G. Robinson. Si cambiáramos la baraja francesa por el taco de billar, casi nos saldría otro El buscavidas, con Paul Newman desafiando al Gordo de Minnesota.

    En El rey del juego también hay amores tortuosos y aromas de fracaso. Un homenaje a los losers del sueño americano, tan impropio en aquella cinematografía de colorines. La película no está mal, con sus actores de tronío y sus doblajes de la época, que me retrotraen a los tiempos felices del Sábado Cine. Pero no es más que eso, una partida de póker estirada en sus prolegómenos, y en su desarrollo. Pero claro: esto lo digo yo, que sólo me fijo en lo accesorio, porque en Qué grande es el cine harían retratos psicológicos, y análisis socioeconómicos, y tesis doctorales sobre las posiciones de cámara, y no dirían ni mu sobre el único recuerdo perdurable que a mí me dejará esta película: la belleza mareante de Ann Margret, a la que dedicaría una florida y tierna poesía de no haber terminado ya con el espacio. 


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