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El león en invierno

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Mis películas son el ducado de Aquitania; mis libros, el reino de Escocia. Mis ejemplares de “El Jueves, el país de Gales, y mis cómics de la niñez, el condado de Anjou. Irlanda sería este ordenador portátil, y Normandía, mi televisor de 42 pulgadas sin 4K. Estos serán los bienes reales que dejaré al mundo cuando yo muera. Ni joyas ni tierras, ni coches ni posesiones. Ni siquiera un apartamento en tercera línea de playa en Torrevieja, Alicante. Será todo tan cutre, tan mueble y tan inútil, que no creo que nadie quiera rapiñarlos tras celebrarse mi funeral. 

Ahora que estoy vivo -o al menos coleando- no existen conjuras entre los allegados para asesinarme y luego repartirse los despojos. Yo, el rey de estos dominios, Álvaro I de León, tuve una esposa legítima en la juventud y varias amantes queridas en la madurez, pero de estos retozos en las alcobas solo emergió un descendiente conocido: Alejandro, el Delfín, que será llamado Butra I de La Pedanía cuando reine. Él será mi heredero universal, primogénito y unigénito sin competencia. No me pasará como a Enrique II Plantagenet, que tuvo hijos como el que tiene cuervos para sacarle los ojos. En mi caso, el hijo único fue una decisión filosófica y luego ya irreversible, tras recibir el tijeretazo del urólogo. Así que Butra I reinará sobre mis estanterías del Ikea como heredero universal y también algo fastidiado. Porque nada de lo mío le servirá: el no lee lo que yo leo, ni ve lo que yo veo, y los soportes físicos de las películas ya le serán más un estorbo que una herencia. Nada vale nada, o está desfasado, o es demasiado personal, así que terminará vendiéndose en un rastro, en el mejor de los casos, o pudriéndose en el contenedor de la basura inclasificable, en el peor. 

Cuando yo muera, este humilde reino de mis posesiones desaparecerá como si nunca hubiera existido. El imperio material que he ido acumulando se repartirá entre cien casas ajenas y cien basureros distintos. La República Independiente de Mi Casa no perdurará. No figurará en los libros de historia. No habrá juglares que la canten, ni monjes que anoten su leyenda. 




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La mujer del año

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Katharine Hepburn fue capitana general en la segunda oleada del feminismo. Ella era hija de una sufragista que combatió en la I Guerra Mundial de las Mujeres, así que lo llevaba en los genes y luego se lo inculcaron en el hogar. Parece una bobada, pero en los años 40, Katharine Hepburn puso de moda los pantalones entre el sexo femenino, tal era su fama y su ascendiente. Se apuntaba a marchas, a discursos, a todo tipo de protestas que sirvieran para alcanzar derechos y justicias. Dicen que era bisexual y que la prensa no soltó prenda porque estaba muy bien pagada por los estudios de Hollywood. 

Katharine era guapa, inteligente, angulosa, con un carácter volcánico que casi le cuesta la carrera. Una pelirroja fueguina... De joven se pasó dos años sin salir de la cama de Howard Hugues, el aviador millonario con el que aprendió a volar sobre las sábanas y a pilotar aviones sobre las llanuras. Cuando Hugues se volvió majareta, nadie hubiese apostado un dólar a que Katharine Hepburn le abandonaría por un católico machista y borrachín, casado para siempre con su señora. El colmo de los colmos para una feminista... Pero así fue. Spencer Tracy era un hombre temeroso de Dios que prefería traicionar su matrimonio antes que disolverlo. Y como no soy muy ducho en cuestiones teológicas, no sé cuál de los dos pecados es el más tremebundo a ojos de Yahvé. Quiero creer que don Spencer sabía lo que se hacía,y que doña Katharine, que ya interpretó para siempre ese papel de amante subalterna, contradiciendo sus mensajes públicos de empoderamiento, también.

Igual que Humphrey Bogart y Lauren Bacall se enamoraron en vivo y en directo mientras rodaban “Tener y no tener”, Spencer Tracy y Katharine Hepburn se enamoraron ante las cámaras mientras compartian sus escenas de “La mujer del año”, que fue la primera de las nueve películas que rodaron juntos. En las escenas se nota que se sonríen de un modo especial y que los ojos -infantiles los de él, felinos los de ella- se dicen más cosas de las que vienen en el guion. Guarrindongadas, incluso.




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Historias de Filadelfia

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Por lo que he ido leyendo estas semanas, Katharine Hepburn prescindió de su oficio de actriz y se interpretó a sí misma en “Historias de Filadelfia”. Tracy Lord, su personaje, también es una pelirroja de la clase alta norteamericana, lista y huesuda, irresistible y caprichosa. La lengua afilada de día y la lengua menesterosa de noche. El volcán que por el día te abrasa y por la noche te calienta. Una pelirroja, vamos. 

Katharine Hepburn y Rita Hayworth fueron las pelirrojas fetén de los años 40, aunque en el blanco y negro de la época todas las mujeres que no fuesen rubias pasaran por morenas o por cenicientas. Menos mal que el personaje de Cary Grant -el ya inmortal C. K. Dexter Haven cuyo nombre yo adoptaré cuando sea millonario, porque mola mazo- se dirige a ella llamándola “pelirroja” para que no olvidemos la comunión indisoluble de su fenotipo con su carácter. En realidad la llama “red” en la versión original -“red, I love you”, o “red, I hate you”, como suele suceder cuando uno se enreda con una pelirroja- pero entiendo que en el doblaje franquista optaran por la traducción menos comunista de las posibles. 

Es por eso, porque Katharine es ella misma, de nuevo instalada en la mansión de papa y mamá en Nueva Inglaterra, que la Hepburn queda tan natural en la película que parece como si flotara en las escenas, en este clásico de los clásicos que en verdad es una obra de teatro. Y lo digo sin acritud, como decía el traidor al socialismo, porque “Historias de Filadelfia” sigue aguantando con buena cara el desafío de los años. Sus líneas argumentales son la lucha de clases y los amores equivocados, y esos son los temas universales que a todos nos siguen zarandeando ochenta años después.

Esto por lo que respecta a Tracy Lord. Porque luego está Traci Lords, la actriz porno, que tomó su nombre en homenaje al personaje, y que protagonizó aquel escándalo mayúsculo de su explotada juventud. Es posible que alguna vez, en el videoclub del barrio, porque éramos así de raros y de eclécticos, mis amigos y yo alquiláramos la historia de Tracy en Filadelfia junto a alguna travesura de Traci en vete tú a saber dónde.




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La costila de Adán

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Adam es un fiscal del distrito casado con una de sus costillas. Ella -que se llama Amanda y no Eva- es una mujer que ejerce de abogada en su mismo distrito de Nueva York, sin que ningún espectador europeo sepa muy bien qué es esto del distrito americano.

Como hasta ahora nunca se habían tenido que enfrentar en los tribunales, Adam y Amanda se llevan de puta madre, tanto como Spencer Tracy y Katherine Hepburn se llevaban en la vida real. De hecho es que ni actúan, los muy tunantes, y sólo se dejan llevar. Cuando toca arrumaco, te los crees a pies juntillas, y cuando toca discusión, solo tienen que tirar de recuerdos domésticos, quién sabe si del mismo día del rodaje. La naturalidad de Hepburn y Tracy es tan pasmosa que arranca una sonrisa en el espectador, y eso contribuye a que la película no derrape en demasía, tan tontorrona y pasada de rosca como se quedó.

Adam es un hombre de su época (bueno, y de ésta misma, porque el feminismo moderno solo es un barniz sobre el comportamiento de los hombres): Adam es dominante, de derechas, muy macho y dictatorial, y no le gusta que su mujer, tan inteligente como él, le iguale en la certeza de los razonamientos. Su costilla le ha salido ágil, muy guapa y respondona. La pesadilla de un fiscal del dichoso distrito que aspira a medrar dentro del Partido Republicano... 

En el fondo sabemos que él valora tener una mujer así, tan distinta a las demás, pero tiene que mostrar que le jode tanta igualdad para dar una imagen ante sus amigotes en el bar, y ante sus compañeros en la oficina. Pero cuando llega la hora del anochecer todo se perdona y todo se resuelve en el matrimonio de los Bonner: ella se olvida de su machismo y él de su marimandonez, y el sexo redentor desciende sobre ellos para sanar las heridas abiertas. 

Pero ay, cuando Adam y Amanda se vean abocados a enfrentarse en un tribunal... La guerra de los sexos que enfrenta al demandante y a la demandada se extenderá como un incendio hasta llegar a sus mismos pies. Ellos, que se sientan en escritorios contiguos y rivales, tendrán que tirar lápices al suelo como hacíamos en la escuela para escrutarse las intenciones. 





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La fiera de mi niña

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Es ahora, en las vacaciones de verano, cuando muchos progenitores no gestantes y sí gestantes están descubriendo que sus niñas -y sus niños, y sus niñes- son unas fieras indomables. Como el leopardo que sale en la película. Mejor dicho: el segundo leopardo, porque el primero, Baby, es como un gato amoroso con manchitas circulares.

Sucede que durante el curso las bestias ferinas permanecen ocultas porque están en el colegio o enredadas en las mil y una actividades extraescolares. En invierno, la estructura familiar sobrevive gracias a que sus miembros interactúan muy poco entre sí y se ahorran las fricciones más desesperantes del día. Pero cautivos en casa, sin un aula o un tatami donde poder desfogar las malevolencias, los chavales de ahora dan po'l culo mucho más que los chavales de antaño, que nos conformábamos con un tebeo o con un madelman para entretener las tardes muertas del verano.

Pero me estoy yendo del tema... “La fiera de mi niña” no es una película sobre el culto al rey Herodes en la canícula del verano. Va de un paleontólogo con gafas que vivía feliz en su rutina hasta que conoció a una pelirroja caótica que se lo puso todo del revés. Con lo de “pelirroja” y “caótica” sé que he construido una figura literaria que repite dos veces el mismo concepto... Se llamaba... Da igual.  Quiero decir que las pelirrojas como Susan Vance lo van abrasando todo a su paso, con ese cabello fueguino que es como una antorcha prestada por los dioses. Una bendición para abrirse camino por la vida, pero una maldición ecológica que lo quema todo a su paso. Y yo sé bien de lo que hablo... Y eso que mi contraria no era pelirroja natural, sino que se teñía; pero es como si el tinte, a través de los folículos capilares, se filtrara en su torrente sanguíneo para convertirla en una pelirroja de verdad: volcánica, impresivible, hipersexualizada pero fatal. Y peligrosa.

Qué atractiva era Katherine Hepburn... No pasan las modas por ella. Yo que no tengo un fenotipo ideal diría que ella era mi fenotipo ideal: la pelirrojez, la esbeltura, el pechamen apenas adivinado... El rosto afilado, los ojos rasgados, la expresión indudable de ser más lista que el hambre de los leopardos en la selva. 



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De repente, el último verano

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Hay títulos inevitables, insidiosos, que se te meten en la cabeza para apoderarse del soliloquio: De repente, el último verano... De repente, el último verano... Aunque sepas de sobra que esconden un rollo macabeo de los de arrepentirse al instante. Una película infumable que por dignidad, por coherencia, por cabezonería estúpida, apuras hasta el final como un cinéfilo de verdad, y como un gilipollas no menos cierto.

    Un cilicio en la mente, en la atención, casi en el nabo, me atrevería a asegurar que es De repente, el último verano. Esos diálogos de Oxford relamido, de Cambridge afectado, literarios e inconcebibles. Ridículos. Ese aire respetable de obra maestra acartonada que ya mueve un poco a la risa, al bostezo, al desengaño de la cinefilia. Katherine Hepburn haciendo de vieja pelleja que habla en verso y en alegorías; Elizabeth Taylor interpretando a la sobrina que pierde y recupera la chaveta cuando la agitan por los hombros, como si le fallaran las pilas o algo así. Y Montgomery Clift, el pobre, con su cara ya recosida para siempre -para el poco siempre que le quedaba- yendo de un lado para otro con cara de escrutador de locas, a ver quién de las dos, si la tía o la sobrina, si la que parece cuerda o la que parece trastornada, le está engañando aprovechando los calores. Un puro dislate.

    De repente, el último verano... Pero habia que verla, por cojones, ya medio olvidada en la memoria, en esta siesta de la canícula, a ver si cogía el sueño en la ola de calor, la primera del verano, que viene a vengarse con espada flamígera de los respiros anteriores: del extraño julio primaveral y sus noches tan frescas y benignas. De repente el último verano... Es que ni a huevo. Hace unos pocos meses supe de la muerte de un ex compañero mío de la Universidad: un cáncer galopante, de esos que se ensañan con los organismos todavía lucidos y llenos de nutrientes. Para mi infortunado colega, el verano de 2017 fue, de repente, el último verano. Y no es el primer coetáneo de aulas que cae en la batalla de la vida, que es más sangrienta que Verdún, o que Stalingrado, o que el Waterloo de los cojones, porque al final caemos todos en ella, sin excepción, solo que en un espacio de tiempo más dilatado. 

    Así que quién sabe: éste de 2018 podría ser, de repente, de sopetón, mi último verano, y yo malgastando el tiempo -¡los dos meses de los maestros!- en las quejumbres habituales, en las rutinas infructuosas del pre-jubilado casi otoñal, en vez de irme a Tahití, o a las Chimbambas, a celebrar de una puta vez que estoy vivo, a lo loco, pero sin faldas, sin reparar en gastos, como decía el viejete de Jurassic Park, a ponerme hasta arriba de la alegría de seguir por aquí. Todavía no sé qué cojones hago aquí, al teclado, en esta ventana que da al patio de luces... Pero es que no me sale.




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