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Tokyo Vice

🌟🌟🌟


En realidad, “Tokyo Vice” venía resumida en la inmortal canción de los “No me pises que llevo chanclas”. El primer verso ya habla de un amigo que “ma invitao a que me vaya con eeu, de vacasione, ar Japòn”, y no es muy difícil adivinar que el tal amigo es Jake Adelstein, el periodista de raza, el reportero indómito, que no logró convencer al vocalista del grupo y al final se fue él solito en el vuelo directo Sevilla-Tokyo que venía de Missouri.

En Japón, en efecto, como anticipaban los pioneros del agropop, la gente come cosas muy raras, muy raras, y “no te conocen a ti ni saben hablar como tú”. O sea, que te quedas lost in traslation perdido, como les pasaba a Scarlett Johansson y a Bill Murray en la otra película. Jake Adelstein, sin embargo, se libró de tales choques culturales porque él aterrizó en el Aeropuerto Internacional empollado de la filología del lenguaje: konichiguá, y arigató.

La otra canción del pop español que ya nos anticipó los acontecimientos descritos en “Tokyo Vice” es, por supuesto, “Japón”, de Mecano, donde a ritmo industrial y machacón, como de Charles Chaplin apretando tornillos, se nos recordaba que los japoneses son más de un billón donde nace el sol, y que básicamente no paran de trabajar y de producir. Quizá porque no son rubios ni altos, más bien tipo reloj, y en un metro caben dos. O eso cantaba, al menos, Ana Torroja, arrimándose un poco al racismo descriptivo.

Y de ahí, de la rebelión contra esa existencia tan rentable como miserable, surge precisamente la Yakuza, que es un grupo de holgazanes epicúreos y algo sociópatas que prefieren embolsarse la plusvalía de los obreros antes de que se la embolse el empresario que los explota. Para sus fines lucrativos, los yakuza utilizan el recurso primario de la amenaza y la extorsión, pero siempre armados con ferrallas que no llegan ni a katanas de Quentin Tarantino. La Yakuza acojona mucho por los tatuajes y por los rostros inescrutables, pero donde esté un gordo de New Jersey con su Beretta, o un siciliano cejijunto con su lupara, que se quiten estos matones de los ritos indescifrables.





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Origen

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Esta debe de ser la cuarta o la quinta vez que veo Origen. La verdad es que ya no lo hago por gusto, sino por saber si la dichosa peonza sigue girando o si ya reposa su baile de derviche. Es una pedrada, sí, pero no muy distinta a tantas otras. Si otros no pueden dormir pensando en la independencia de Cataluña, yo, por mi parte, que me la sopla, y que tarareo mucho lo de cada loco con su tema, no puedo conciliar el sueño pensando si al final Leonardo DiCaprio se encontraba con sus hijos, o si, por el contrario, los besaba en las profundidades de su quinto o sexto sueño. Si usted ha visto Origen sabrá de lo que hablo, y seguramente compartirá mi congoja; y si no, le va a dar igual, porque el lío es tan morrocotudo que cualquier spoiler es como una lágrima perdida en la lluvia.

Cada cuatro o cinco años repaso la película para tratar de entender lo que antes no entendí. Y la verdad es que aún quedan entendimientos para rato... Estas cosas de Nolan están por encima de las mentes mediocres y perezosas como la mía. Pero no voy a desistir. ¿Qué son un par de horas dedicadas a la película cada cinco años? Nada: otra gota en la inmensidad del tiempo. Yo quiero formarme una opinión sólida, con fundamentos, que no me deje en mal lugar cuando un reportero me pregunte. “¿Usted qué opina del indulto a los presos del procés...? Y, por cierto: “¿Usted es de los que piensa que la peonza de DiCaprio sigue girando o que termina derrumbándose?”

Pero esta vez, por añadidura, he venido a Origen como quien acude a la consulta de un psicoanalista. He venido a tomar apuntes para expulsar al fantasma de mis sueños. Porque yo -al igual que DiCaprio en la película- también tengo una mujer fantasma que se pasea por mis noches, y que nunca me deja soñar en paz. Da igual lo que sueñe, y donde ubique lo soñado: ella revienta cualquier argumento, y se presenta en mitad de las escenas sin ser invitada, con su sonrisa perversa, a perturbarlo todo: a joder conmigo, o a joderme, o joder la marrana...  Lo mismo que hace Marion Cotillard en la película, aunque Marion, para los espectadores enamorados, siempre es bienvenida.




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