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Origen

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Esta debe de ser la cuarta o la quinta vez que veo Origen. La verdad es que ya no lo hago por gusto, sino por saber si la dichosa peonza sigue girando o si ya reposa su baile de derviche. Es una pedrada, sí, pero no muy distinta a tantas otras. Si otros no pueden dormir pensando en la independencia de Cataluña, yo, por mi parte, que me la sopla, y que tarareo mucho lo de cada loco con su tema, no puedo conciliar el sueño pensando si al final Leonardo DiCaprio se encontraba con sus hijos, o si, por el contrario, los besaba en las profundidades de su quinto o sexto sueño. Si usted ha visto Origen sabrá de lo que hablo, y seguramente compartirá mi congoja; y si no, le va a dar igual, porque el lío es tan morrocotudo que cualquier spoiler es como una lágrima perdida en la lluvia.

Cada cuatro o cinco años repaso la película para tratar de entender lo que antes no entendí. Y la verdad es que aún quedan entendimientos para rato... Estas cosas de Nolan están por encima de las mentes mediocres y perezosas como la mía. Pero no voy a desistir. ¿Qué son un par de horas dedicadas a la película cada cinco años? Nada: otra gota en la inmensidad del tiempo. Yo quiero formarme una opinión sólida, con fundamentos, que no me deje en mal lugar cuando un reportero me pregunte. “¿Usted qué opina del indulto a los presos del procés...? Y, por cierto: “¿Usted es de los que piensa que la peonza de DiCaprio sigue girando o que termina derrumbándose?”

Pero esta vez, por añadidura, he venido a Origen como quien acude a la consulta de un psicoanalista. He venido a tomar apuntes para expulsar al fantasma de mis sueños. Porque yo -al igual que DiCaprio en la película- también tengo una mujer fantasma que se pasea por mis noches, y que nunca me deja soñar en paz. Da igual lo que sueñe, y donde ubique lo soñado: ella revienta cualquier argumento, y se presenta en mitad de las escenas sin ser invitada, con su sonrisa perversa, a perturbarlo todo: a joder conmigo, o a joderme, o joder la marrana...  Lo mismo que hace Marion Cotillard en la película, aunque Marion, para los espectadores enamorados, siempre es bienvenida.




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El jardinero fiel

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El jardinero es fiel, sí, y además muy guapo. Se parece mucho a Ralph Fiennes, el de las películas. Un tipo ideal para lucirlo en las fiestas de la embajada británica en Kenia, pero en verdad un funcionario de segunda al que sus superiores no dejan mirar los documentos confidenciales. Y aunque los viera: Justin Quayle cree en la bondad natural de las personas, en el evangelio colonial de los británicos, y no concibe que sus amigos, sus camaradas de la carrera diplomática, anden haciendo cosas muy feas con los negritos que supuestamente han venido a socorrer.

    Es por eso que su esposa, que es más lista que el hambre, y que anda husmeando en los asuntos turbios de la industria farmacéutica, prefiere no contarle lo que va descubriendo en sus viajes por la sabana: que los colegas de Quayle -tan civilizados, tan británicos que no perdonan un té a las cinco ni un partido de golf si el tiempo lo permite-, están probando un medicamento en cobayas humanas que resulta ser más perjudicial que la bacteria misma, y en lugar de rehacer la fórmula, y de retrasar los jugosos dividendos que las pastillas habrán de dar en bolsa, hacen como que en África no ha pasado nada y dan órdenes de triturar documentos, incinerar cadáveres y asesinar limpiamente a los tocapelotas subversivos que impiden el libre comercio y la ganancia lícita de beneficios.



    Los hombres como Justin Quayle suelen pasar por la vida sin enterarse de nada, tan felices en su mundo que nadie se atreve a perturbarles la paz que emana de sus cabezas, como aureolas de los santos. Sólo una desgracia mayúscula, una hostia del destino como aquellos tortazos que repartía Bud Spencer en las películas, será capaz de resintonizar las estructuras neuronales del jardinero fiel, como hacíamos de pequeños con los televisores. Después de la gran hostia, Justin Quayle comprenderá que se ha equivocado de patria y de vocación, cosa que el espectador de la película ya sabía mucho antes que él. Porque cuando conoces a una mujer como la Rachel Weisz de la película, ya no puede haber más geografía que su cuerpo, ni más ideología que su sonrisa.


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