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Perfect Days

🌟🌟🌟🌟


Mientras veía al señor Hirayama limpiando los retretes de Tokio me acordaba mucho de Lester Burnham, el hombre que al otro lado del océano, en “American beauty”, decidió dejar su maletín de ejecutivo y dedicarse a servir hamburguesas en el McAuto, liberado de responsabilidades, entregado a una rutina sin sobresaltos y más feliz que una perdiz. Porque lo que mata, más que la clase social, es el estrés. Y si bien es verdad que cuanto más abajo más atajo -hacia la muerte-, a veces, en los trabajos más chungos, uno puede encontrar un nirvana de armonía ya que no de monetario. Que a tu lado no haya un emprendedor, un liberaloide, un hijo de la gran puta hecho a sí mismo gritándote al oído también ayuda mucho a limpiar los retretes con mansedumbre.

En un momento de “Perfect Days” se da a entender que el señor Hirayama proviene de otro estrato social, o al menos de otra capacitación profesional, y que ha elegido voluntariamente este empleo que otros consideran más propio del lumpen o del desesperado. Pero el señor Hirayama parece contento, para nada resignado. También me recordaba un poco a mí, la verdad, que yendo para ministro -como creía mi madre- o al menos para subsecretario -como creían mis amigos- decidí bajarme de la vida y trabajar en esto mío tan modesto y tan poco cualificado, pero que me deja mogollón de tiempo para mis cosas. Si el señor Hirayama saca tiempo para sus fotografías, sus lecturas y sus sueños de seductor, yo lo saco para ver películas extrañas en las que sale, por ejemplo, el señor Hirayama, y luego escribir las reflexiones que se me ocurren, también muy alejadas del sector productivo de la sociedad.

El señor Hirayama es mayor que yo y ha aceptado plenamente su decisión. Se nota en que deja los servicios públicos como los chorros del oro sin ninguna necesidad. También es verdad que él vive en Tokio, y no en Madrid, donde el velero llamado “Libertad” lo ha puesto todo perdido de meados de borrachos. Yo, en cambio, todavía estoy en proceso de aceptarme. Cuando me quiera dar cuenta me habré jubilado sin haber alcanzado ese nirvana que fabrica los “perfect days”, absolutamente limpios de conciencia y de sueños raros.





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La anguila

🌟🌟🌟

El proceso es el siguiente: en la revista de cine lees que ha fallecido Fulaneshi Menganata, el maestro del cine japonés, o que se cumplen cien años de su nacimiento, y ponen un reportaje con sus grandes películas: la que ganó en Cannes, la que fue nominada a los Oscar, la que dejó patidifusa a la crítica allá por 1976... Fulaneshi es un tipo del que llevas oyendo hablar toda la vida en los foros de la cultura, pero jamás has visto sus películas porque sabes, por experiencia propia -porque de joven te asomabas a filmografías exóticas a ver si el rollo intelectual colaba entre las mujeres- que el cine japonés no te va, no te emociona, que nunca entiendes las reacciones de sus personajes, tan ajenos en la cultura, y tan lejanos en los mares. Todos hablan como gritando, como pasados de rosca, achumodoTÁ, unguriDÉ, incluso cuando se aman, o se quedan paralizados en silencios que casi meten más miedo, budistas, o laotsetianos. Además, los personajes se mueven de un modo raro, alternando la pasividad corporal con la hiperactividad de una guindilla en el culo. 

        Lo sabes, estás convencido, que Fulaneshi no te va a gustar, que ya te aburriste mucho de joven con el cine japonés -salvo con las películas de Kurosawa, claro, que era un occidental que se estiraba los párpados. Pero ahora tienes cuarenta y siete años, se supone que has madurado, que has adquirido un criterio, unas canas, una visión más vasta y a la vez más profunda de la vida, y que ya estás preparado para enfrentarte, treinta años después, cien peripecias más tarde, a la filmografía de Fulaneshi Menganata. Y porque además ya huele un poco a desidia tu renuencia, tu pereza, tu vaguería de cinéfilo impostor.




    Así que terminas descargándote películas como La anguila, “una joya”, “una virguería”, “una obra maestra”, pero nada más obtenerla te arrepientes, te entra el canguelo, y la guardas durante meses en el disco duro, hasta que te enfrentas a la etapa más aburrida del Tour de Francia, que ya es mucho decir, y entre el marasmo y el sudor pegas un respingo de orgullo y te conjuras: “ A tomar por el culo. Hoy voy a ver La anguila…”

    Takuro Yamashita descubre a su mujer acostándose con otro tipo y la mata. Después de ocho años en prisión, sale a la calle en libertad condicional, se retira al lugar más apartado de la isla y abre una vieja barbería para intentar reinsertarse en la sociedad. Pero allí, como una extraterrestre caída del cielo, improbable, inverosímil, aparece una mujer llamada Keiko que es más bella que el nenúfar, y que el cerezo en flor -y pardiez que lo es- y Takuro se desgarra por dentro al descubrirse enamorado, y al recordarse asesino. Contada así, La anguila parece un drama casi shakesperiano, de prospecciones muy profundas en el alma contrariada.  Pero luego te pones a la faena y la trama se interrumpe con mil tontacas que no vienen a cuento. Con reiteraciones que parecen puestas para que el espectador más tonto no se pierda. No sé… Son japoneses, y son así de raros. Lo que he sacado en claro de La anguila es que, efectivamente, en algunos diálogos a veces se dice arigató, y konichiwá, como los japoneses de carne y hueso que a veces pasan por delante de mi casa, camino de Santiago, y me preguntan amablemente por la próxima posada sin saber que seguramente soy el único en treinta kilómetros de trayecto que está viendo las películas de Shohei Imamura, pero que prefiero de momento, por respeto al sol naciente, reservarme la opinión.




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