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Lluvia negra

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Y tras la explosión de Little Boy sobre Hiroshima -y los muertos desintegrados, los muertos abrasados, y los muertos que se murieron un rato después- vino la lluvia negra, la lluvia radioactiva que cayó sobre Hiroshima y tres días más tarde sobre Nagasaki, porque los americanos, ya se sabe, tuvieron un par de huevos para lanzar las bombas atómicas sobre la población civil, uno para cada una, que además, si lo piensas bien, los artefactos, tenían la forma de sus cojonazos alimentados con mantequilla de cacahuete, descolgándose sobre los tejados...

    Los habitantes de Hiroshima que vivían alejados del centro no perecieron al instante, ni sufrieron graves heridas o quemaduras, pero quedaron contaminados con las partículas que caían del cielo, una mezcla de hollín, isótopos y restos humanos. Don Mariano, el nuestro, transustanciado en Marianiko Rajoyochi, ministro del Interior de Japón, hubiera dicho que llovían “hilillos de plastilina” muy fina, imperceptibles, y muy sanos para la salud, además. Propaganda roja y tal…  Años después, los hiroshimitas más desafortunados empezaron a sentirse débiles, a resentirse de todo, a padecer bultos y tumores. La radioactividad mata despacio, como la pobreza, o como la soledad, y a veces, como ellas, te va pudriendo por dentro sin que casi te des cuenta.



    Yasuko es una joven en edad de merecer, guapa, muy educada, con ese punto siempre tan erótico de las japonesas delicadas,  y su tío anda buscándole marido entre los jóvenes más prometedores de su generación. Pero Yasuko, ay, estuvo expuesta durante días a la lluvia negra, y aunque los hombres que la pretenden no piensan demasiado en esas cosas, porque cuando la ven pierden el oremus y lo único que quieren es llevársela a la cama, los suegros potenciales nunca ven claro el matrimonio, porque temen que ella sea infértil, o que vaya a dar a luz un recién nacido deforme, con cuatro dedos, como los habitantes de Springfield, Los Simpson, y sus vecinos, que no por casualidad también viven pegados a una central nuclear.



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La balada de Narayama

🌟🌟🌟

Cuando ya no podamos pagar las pensiones de los jubilados, lo primero que harán será obligarnos a trabajar hasta los 70 años. Ya están a punto de aprobarlo. Saldremos de nuestro tajo o de nuestra oficina y al día siguiente ingresaremos directamente en el asilo, sin que nos den tiempo a dar de comer a los gorriones, ni a seguir la marcha de las obras en el barrio. Aplicarán la doctrina del shock en cualquier país de mierda controlado por la CIA, o acojonado por los mercados financieros -uno asiático o subtropical que sin embargo tenga los índices de natalidad por los suelos- y luego, por este orden, implantarán la medida los británicos, que son los palmeros del Imperio, más tarde los americanos, dando ejemplo al mundo liberal, y al final, como siempre, last but not least, los estados europeos del bienestar, que aprovecharán un despiste del electorado para meternos la ley por el culo disfrazada de sexo satisfactorio. Supongo que por entonces ya será Íñigo Errejón, como secretario general del PSOE, el que comparezca cariacontecido ante las cámaras del Telediario. Todo esto ha sucedido ya tantas veces…



    Pero no será suficiente. Unas décadas más tarde, cuando en los países civilizados ya no nazcan niños porque la gente se irá de casa a los cincuenta años, los alquileres estarán a precio de Palacio Real, y las guarderías públicas serán un mito del pasado, algún becario de la prensa más conservadora descubrirá -en alguna filmoteca perdida, en un mercadillo de DVDs- una copia subtitulada de La balada de Narayama, y saldrá corriendo hacia la sede del periódico gritando “Eureka, eureka…” En la película, cuando los ancianos del valle miserable alcanzan los 69 años, deben ser llevados por sus hijos al monte Narayama, a cuestas, como fardos simbólicos, para que les acoja en su seno el dios benefactor. Y morir en paz. Esto, por supuesto, no es más que un camelo de los sacerdotes japoneses, y de lo que se trata, en realidad, es de que las raciones del puchero toquen a más, y dejar hueco en la mesa a las nueras, a los yernos, a los nietos que van naciendo casi a cada polvo que se echa.

    En la distopía que nos espera, la Solución Narayama será a los viejos lo que la Solución Final a los judíos. Los que mandan rebuscarán citas en la Biblia, harán campañas publicitarias, apelarán a la población sostenible culpabilizando a la anciana que insiste en seguir viviendo, al hijo irresponsable que no cumple con su obligación eugenésica, y en unos años, dos generaciones a más tardar, convertirán el monte Teleno -que es el que nos toca a los de León- en un cementerio a la intemperie donde yacerán al fresco nuestros mayores. Abajo, mientras tanto, seguiremos en la terracita de verano aspirando el humo de los coches, hablando de los fichajes veraniegos…




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La anguila

🌟🌟🌟

El proceso es el siguiente: en la revista de cine lees que ha fallecido Fulaneshi Menganata, el maestro del cine japonés, o que se cumplen cien años de su nacimiento, y ponen un reportaje con sus grandes películas: la que ganó en Cannes, la que fue nominada a los Oscar, la que dejó patidifusa a la crítica allá por 1976... Fulaneshi es un tipo del que llevas oyendo hablar toda la vida en los foros de la cultura, pero jamás has visto sus películas porque sabes, por experiencia propia -porque de joven te asomabas a filmografías exóticas a ver si el rollo intelectual colaba entre las mujeres- que el cine japonés no te va, no te emociona, que nunca entiendes las reacciones de sus personajes, tan ajenos en la cultura, y tan lejanos en los mares. Todos hablan como gritando, como pasados de rosca, achumodoTÁ, unguriDÉ, incluso cuando se aman, o se quedan paralizados en silencios que casi meten más miedo, budistas, o laotsetianos. Además, los personajes se mueven de un modo raro, alternando la pasividad corporal con la hiperactividad de una guindilla en el culo. 

        Lo sabes, estás convencido, que Fulaneshi no te va a gustar, que ya te aburriste mucho de joven con el cine japonés -salvo con las películas de Kurosawa, claro, que era un occidental que se estiraba los párpados. Pero ahora tienes cuarenta y siete años, se supone que has madurado, que has adquirido un criterio, unas canas, una visión más vasta y a la vez más profunda de la vida, y que ya estás preparado para enfrentarte, treinta años después, cien peripecias más tarde, a la filmografía de Fulaneshi Menganata. Y porque además ya huele un poco a desidia tu renuencia, tu pereza, tu vaguería de cinéfilo impostor.




    Así que terminas descargándote películas como La anguila, “una joya”, “una virguería”, “una obra maestra”, pero nada más obtenerla te arrepientes, te entra el canguelo, y la guardas durante meses en el disco duro, hasta que te enfrentas a la etapa más aburrida del Tour de Francia, que ya es mucho decir, y entre el marasmo y el sudor pegas un respingo de orgullo y te conjuras: “ A tomar por el culo. Hoy voy a ver La anguila…”

    Takuro Yamashita descubre a su mujer acostándose con otro tipo y la mata. Después de ocho años en prisión, sale a la calle en libertad condicional, se retira al lugar más apartado de la isla y abre una vieja barbería para intentar reinsertarse en la sociedad. Pero allí, como una extraterrestre caída del cielo, improbable, inverosímil, aparece una mujer llamada Keiko que es más bella que el nenúfar, y que el cerezo en flor -y pardiez que lo es- y Takuro se desgarra por dentro al descubrirse enamorado, y al recordarse asesino. Contada así, La anguila parece un drama casi shakesperiano, de prospecciones muy profundas en el alma contrariada.  Pero luego te pones a la faena y la trama se interrumpe con mil tontacas que no vienen a cuento. Con reiteraciones que parecen puestas para que el espectador más tonto no se pierda. No sé… Son japoneses, y son así de raros. Lo que he sacado en claro de La anguila es que, efectivamente, en algunos diálogos a veces se dice arigató, y konichiwá, como los japoneses de carne y hueso que a veces pasan por delante de mi casa, camino de Santiago, y me preguntan amablemente por la próxima posada sin saber que seguramente soy el único en treinta kilómetros de trayecto que está viendo las películas de Shohei Imamura, pero que prefiero de momento, por respeto al sol naciente, reservarme la opinión.




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