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La Strada

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Gelsomina está en edad de merecer, pero ningún hombre valora sus merecimientos. Ella es pobre, poco agraciada, medio lela, y además no sabe cocinar. En la posguerra italiana, como en la posguerra española, su destino más probable hubiera sido el convento, encargada del huerto comunal, o de la recogida de expósitos en el torno. Pero Gelsomina, que vive sin teléfono en una casa que además no figura en los distritos postales, todavía no ha recibido ningún mensaje del Señor. Su familia, enfrentada al dilema de cómo alimentar a n polluelos con n-1 gusanos, decide venderla por diez mil liras al mejor postor; y así, de buenas a primeras, en el tiempo que se tarda en meter cuatro trapos en una maleta, se descubre recorriendo las carreteras secundarias -y muchas de las terciarias- en la furgoneta de Zampano, que es un forzudo que la utiliza de figurante en sus performances pueblerinas, y que se acuesta con ella en las noches más crudas del invierno, cuando las prostitutas del lugar no están disponibles para él, o arrecia la Cuaresma en los páramos del calendario.

    Ahora que está de moda hablar de las relaciones tóxicas, La Strada podría ilustrarlas en las facultades de psicología. Pero La Strada no serviría para ilustrar el camino correcto de la liberación, de la autoafirmación de quien dice: "hasta aquí hemos llegado, bonita, o que te den por el culo, mamón". La pelicula serviría, como mucho, para advertir que a veces, simplemente, no se puede, o no se quiere, salir del laberinto. Que a veces, como Gelsomina, nos quedamos varados como ballenas en la playa, y que aunque llegan las olas que podrían devolvernos al mar, y los helicópteros que nos tienden la cuerda del rescate, nos quedamos atados al vínculo por una convicción muy íntima, intraducible para quien nos escuchaba y aconsejaba. Porque Zampano es un homínido apenas evolucionado, un hombre simple que piensa en términos estrictos de supervivencia y desfogamiento sexual. Las florituras de la vida sólo le confunden, y le despistan de su oficio. Gelsomina lo mismo podría ser para él una mujer que una burra, una muñeca hinchable que una esclava de Babilonia. O eso es al menos lo que él cree, tal vez embrutecido sin remedio por la pobreza. 

Ya será demasiado tarde cuando descubra que ese mariposeo que sentía al despertar junto a Gelsomina, o al rematar con ella una función, era el amor que él creía tonterías de las novelas que nunca leía.




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