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Mi vida como un perro

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De jovenzuelos, cuando íbamos al videoclub del barrio, teníamos muy claro lo que queríamos: una de hostias, para la testosterona, una de siempre, para la cultura, y una del porno, para las pajas. La terna era invariable, innegociable, pero a veces colábamos películas que nos llamaban la atención sólo por el título, juegos de palabras sexuales, o gilipolleces surrealistas, o versos evocadores que hablaban de nuestra tontuna adolescente, de nuestro desbrujulamiento en la vida. La madurez -o como se llame- no ha alterado ese acto reflejo -tan poco cinéfilo, tan poco consecuente- de elegir una película sólo por su nombre, sin saber muy bien de qué va, ni quién coño trabaja en ella, sólo porque te pilla exactamente en la misma tesitura, casi siempre en trágicas circunstancias, como si te cogieran de la pechera para gritarte tu mal al oído. Así han ido cayendo títulos como La enfermedad del domingo, que yo padezco, o La sombra de las mujeres, que me persigue, o De repente, el último verano, cuando se terminó el amor. Algunas cuajaron, otras me aburrieron, pero podría hacerse con todas un ciclo titulado “El cine que me apeló”, o algo así.





    Mi vida como un perro, aunque de título seductor, canino y humano a la vez, no hubiera tenido la oportunidad de colarse en el ciclo de no figurar Lasse Hallström en la dirección, y no porque yo sea un fanático del sueco, que salvo Las normas de la casa de la sidra todo lo suyo oscila entre la endeblez y la cursilería, sino porque en fin, uno persevera en su cinefilia, en su culturilla, y de la época nativa de don Hallström uno, la verdad, no tenía ni pajolera idea. La película, por supuesto, no tiene nada que ver con mi circunstancia personal, pues sólo era, una vez más, el título, que parecía que me llamaba: mi vida como un perro, eso sí, uno que ahora está abandonado, que se lame las heridas, que dormita con una oreja enhiesta por lo que pudiera suceder, que se alimenta de lo que le pone el frigorífico, que sale a pasear tres veces al día a ver qué se cuece por el vecindario, arrastrado por la correa de mi perrete Eddie, que lleva la vida del perro del maharajá.



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La pesca del salmón en Yemen

🌟🌟🌟

El jeque Muhammed, en vez de gastarse los petrodólares en comprarse un equipo de fútbol como todos sus amigos de los emiratos, decide construir un embalse en los desiertos del Yemen para criar salmones y luego pescarlos con caña, a lo franquista, que es su afición preferida después de retozar con sus esposas en la jaima, y de zambullirse en la piscina de monedas que le compró al tío Gilito tras la crisis de las subprime.

    En Yemen no existen los salmones en estado natural, sólo en las cocinas de los restaurantes más exclusivos, y no hay, por tanto, salmonólogos que puedan ayudarle en la crianza de estos peces que remontarán los ríos fantasmagóricos de su país. El jeque, por tanto, decide buscar ayuda en el extranjero, en los territorios lluviosos de los infieles, y antes de los hechos narrados en la película, se pone en contacto con el Gobierno de España porque un asesor algo desactualizado le cuenta que aquí hay un dictador que es muy aficionado a la pesca del salmón, y que suele ir a los ríos en nutrida compañía de cortesanos y lameculos que algo deben de saber del asunto. Pero claro: cuando el jeque aterriza en nuestro país, se encuentra con que la pesca del salmón ya no es un asunto prioritario para nuestros mandamases, y que estos, ahora, en democracia, prefieren invertir nuestros impuestos en aeropuertos sin aviones, y en autopistas sin tráfico.



    Así que Muhammed, que habla inglés a la perfección porque de joven estudió en Estados Unidos y se acostó con las cheerleaders más guapas del campus, decide, en último recurso, pedirle ayuda financiera al Gobierno de Su Majestad. Y ahí es donde empieza, propiamente dicha, La pesca del salmón en Yemen, que en realidad es un remake muy particular de Alguien voló sobre el nido del cuco. Porque aquí, como en la película de Milos Forman, sólo hay un personaje más o menos cuerdo que es el que encarna Emily Blunt -tan hermosa que dan ganas de llorar-, y el resto es una cohorte de pirados compuesta por un Primer Ministro algo imbécil, una alta funcionaria estresada por sus hijos, un jeque que inaugura pantanos en Medina de Badajoz, y un salmonólogo que decide sacrificar su matrimonio y su futuro profesional por seguir al tal Muhammed en su ictiológico capricho de los arábigos desiertos. Un congreso de pirados, a orillas del Golfo Pérsico...

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