Mi vida como un perro

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De jovenzuelos, cuando íbamos al videoclub del barrio, teníamos muy claro lo que queríamos: una de hostias, para la testosterona, una de siempre, para la cultura, y una del porno, para las pajas. La terna era invariable, innegociable, pero a veces colábamos películas que nos llamaban la atención sólo por el título, juegos de palabras sexuales, o gilipolleces surrealistas, o versos evocadores que hablaban de nuestra tontuna adolescente, de nuestro desbrujulamiento en la vida. La madurez -o como se llame- no ha alterado ese acto reflejo -tan poco cinéfilo, tan poco consecuente- de elegir una película sólo por su nombre, sin saber muy bien de qué va, ni quién coño trabaja en ella, sólo porque te pilla exactamente en la misma tesitura, casi siempre en trágicas circunstancias, como si te cogieran de la pechera para gritarte tu mal al oído. Así han ido cayendo títulos como La enfermedad del domingo, que yo padezco, o La sombra de las mujeres, que me persigue, o De repente, el último verano, cuando se terminó el amor. Algunas cuajaron, otras me aburrieron, pero podría hacerse con todas un ciclo titulado “El cine que me apeló”, o algo así.





    Mi vida como un perro, aunque de título seductor, canino y humano a la vez, no hubiera tenido la oportunidad de colarse en el ciclo de no figurar Lasse Hallström en la dirección, y no porque yo sea un fanático del sueco, que salvo Las normas de la casa de la sidra todo lo suyo oscila entre la endeblez y la cursilería, sino porque en fin, uno persevera en su cinefilia, en su culturilla, y de la época nativa de don Hallström uno, la verdad, no tenía ni pajolera idea. La película, por supuesto, no tiene nada que ver con mi circunstancia personal, pues sólo era, una vez más, el título, que parecía que me llamaba: mi vida como un perro, eso sí, uno que ahora está abandonado, que se lame las heridas, que dormita con una oreja enhiesta por lo que pudiera suceder, que se alimenta de lo que le pone el frigorífico, que sale a pasear tres veces al día a ver qué se cuece por el vecindario, arrastrado por la correa de mi perrete Eddie, que lleva la vida del perro del maharajá.