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La noche de 12 años

🌟🌟🌟

De entre todos los tipos que nunca seré -como cantaba Joaquín Sabina en La del Pirata Cojo- me hubiera gustado ser guerrillero en Sudamérica, en la época de las revoluciones fallidas, para seguir el camino marcado por el Che Guevara. Hacer de Cuba no la excepción, sino el primer hito. Ser un héroe para los pobres, para los parias, para los esclavos del capital. Dejarme barba, vestir con boina, planear golpes de mano con los camaradas. Imprimir octavillas, moverme en secreto, viajar con pasaportes falsificados. Ser cortejado por mujeres hermosas que vieran en mí al hombre ideal, homérico, generoso. Que ellas me enredaran los rizos del pecho mientras yo les hablaba de mis batallas por los montes. Una aventura peligrosa y excitante: a un lado, la posibilidad de la victoria, de la gloria, del cambio histórico; al otro lado la muerte, la detención, la tortura en la cárcel. La mierda y las ratas. La locura y la soledad. La vida peor que la muerte…




     Pero ya digo que nunca seré ese tipo llamado Álvaro Guevara, o Álvaro el Tupamaro, porque ahora no toca, y porque, aunque tocase, en un cataclismo improbable que nos devolviera a las barricadas, el Álvaro real, el Rodríguez de toda la vida, vive convencido de que si los proletarios nos liamos a hostias vamos a salir perdiendo. No es una cuestión de ética, sino de estrategia. Sólo en los bares, ante los conocidos, con alguna cerveza en el coleto, me pongo bravucón y un poco idiota, añorando a Lenin subido en el tanque...

    El Álvaro real, además, el que se mira al espejo y deja de soñar con guerrillas quiméricas mientras ve La noche de 12 años, opina, como Boris Grushenko, que en una guerra sólo podría ser prisionero. O me conozco muy mal, o ante la primera llamada de reclutamiento me haría más el sueco que el uruguayo. Me ofrecería, como mucho, a colaborar con los pasquines, con la intendencia, a llevar y traer el pan a los compañeros, gilipolleces muy poco comprometedoras para mi pellejo. No tendría los cojones de estos tres tipos de la película, que permanecieron vivos donde otros hubiéramos claudicado al tercer día. Los admiro, los envidio, me hubiera gustado ser como ellos en el universo paralelo de la valentía y del compromiso ciego.




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Whisky

🌟🌟🌟🌟

Si no fuera por sus futbolistas, y por los escritos de Benedetti y Galeano-y últimamente, también, por la figura del presidente Mújica, que es un hombre más salado que las pesetas- Uruguay sería otro país ignoto del que sólo nos llegan noticias cuando hay elecciones generales o cuando se raja la tierra en algún terremoto. Tan grave es el desconocimiento que tenemos sobre los charrúas, que ni siquiera decimos guay del Uruguay, sino guay del Paraguay, que es otro país de fantasía que únicamente conocemos gracias a los mundiales de fútbol. Y al chiste de Tip y Coll, áquel del soy paraguayo y vengo a pedirle la mano de su hija para hacerla feliz...
- ¿Para qué..?
- Paraguayo.

    Que yo recuerde, en mi larga y cansina cinefilia -que es otro modo de conocer mundo y de acercarse a las gentes- mi holograma sólo había estado tres veces en Uruguay: en Estado de sitio, la película de Costa-Gavras sobre la dictadura militar; en El lado oscuro del corazón, cuando el argentino Oliverio se plantaba en Montevideo para enamorarse de Ana, la bella prostituta; y en Whisky, que es la película que hoy he revisitado porque he visto su DVD en la reordenación de mi videoteca y me ha picado la curiosidad, y la mala hostia de quien conserva una película y apenas recuerda nada del argumento. 

     Hace diez años, en mi última visita al Uruguay, uno todavía recordaba por qué hacía las cosas y por qué grababa con mimo las películas del Canal +. Pero ahora, que ya casi tengo la edad de estos desgraciados de Whisky, de estos solitarios de la vida cumplida y los sueños enterrados, la memoria se me ha vuelto selectiva, adaptativa, concentrada en el núcleo esencial de muy pocas cosas. Todo lo demás se difumina por los márgenes, como cayendo en cascada hacia el abismo de un desagüe.

    En Whisky he aprendido que en Uruguay, cuando tienes que posar para una fotografía, no se dice patata, sino whisky. Que existe una ciudad turística llamada Piriápolis donde los montevideanos se dan un respiro en su lucha por la vida. Que algunos no sueltan el cacito del mate ni aunque los revientes a patadas. Que sobrepasados los cincuenta años, allí, en el hemisferio sur, como sucede aquí, en el hemisferio norte, la cosa del amor y de los sentimientos ya está muy jodida, casi sentenciada. Que hay muchas heridas, y muchos miedos, y muy pocas energías para pelear. Que ha llegado el tiempo de las sopitas y del buen vino. De contentarse con el mal menor de la soledad antes que emprender la aventura, muy poco halagüeña, del penúltimo amor.




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