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Sangre y dinero

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Viendo los primeros episodios pensé que “Sangre y dinero” se merecía las cinco estrellas que otorga esta modesta revista de provincias, siempre escorada hacia la izquierda. “Sangre y dinero” es una serie basada en hechos reales, sí, pero también es un alegato socialista  contra esos hijos de puta que roban al Estado y luego nos dejan sin carriles bici ni ambulatorios. Y es que hay muchas formas de robar: legales e ilegales, plebeyas y coronadas, a punta de pistola y a punta de corbata.

Luego, con el correr de la trama, aunque el socialismo seguía burbujeando por mis venas, rebajé las estrellas a cuatro porque los malotes repetían una y otra vez la misma escena de lanzar billetes al aire despreciándolos como confeti. Doce episodios, como sucede casi siempre, son demasiados. “Sangre y dinero” promete mucho pero luego se desinfla. En eso es igual que la mayoría de las series. Igual que la vida... Nos explican una y otra vez los asuntos triviales como si fuéramos bobos y luego, la chicha de la cuestión, la mecánica financiera del robo del IVA, la tienes que buscar en internet para enterarte. 

La malévola conclusión es que había unos ladrones por un lado y un Estado deseando ser robado por el otro. Al final resultó que Alí Babá había formado dos equipos coordinados de 20 ladrones cada uno. Y en el medio, pobrecito, luchando contra todos con su espada láser de juguete, un funcionario ímprobo, un Vincent Lindon imperial que resiste cualquier soborno sexual o monetario que le lancen a la cara. De hecho, “Sangre y dinero” es casi el remake a la francesa de “El lobo de Wall Street”, aquella historia del ladrón que siempre volvía a casa en yate y del policía que le perseguía y que volvía a la suya en el metro cochambroso.

La pregunta que yo me hacía mientras veía la serie es: ¿cuál será el posicionamiento ético de la mayoría de espectadores de Movistar +? Por pura estadística -y además sesgada, porque aquí los abonados suelen ser gente de dinero- muchos simpatizarán antes con los estafadores que con el funcionario que los persigue. Justo al revés de lo que dicta la decencia... Cuando votas al PP y a cosas peores es porque también sueñas con pegarte esa vidorra de criminal a costa de hurtarle recursos al Estado. El velero llamado Libertad. 




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Golpe de suerte

🌟🌟🌟


En verdad ha sido un golpe de suerte que Woody Allen ya no ruede sus películas en Estados Unidos. A los admiradores nos ha venido de puta madre que por un lado los puritanos del Mayflower ya no quieran financiárselas y por otro él se encuentre tan a gusto en el Viejo Continente. Aquí, entre la gente civilizada, además de encontrar productores para sus ideas y un apartamento de la hostia en el centro de París, Woody Allen ha encontrado una sociedad que salvo las cuatro podemitas que quieren cortarle la polla y colgarla luego de la torre Eiffel no acaba de tomarse muy en serio lo de su causa judicial.

Digo esto del golpe de suerte porque nuestro hermano Konigsberg -y que quede entre nosotros, por favor- ya ha entrado un poco en la chochera, y repite mucho sus argumentos de antaño, casi diálogos exactos, y ya sólo faltaba que sus últimas películas transcurrieran en Manhattan para que el déjà vu fuera preocupante y nos hiciera rajar un poco de él en las tertulias. Y eso sería lo último, y además muy desagradable.  

“Golpe de suerte”, por ejemplo, es una mezcla al fifty/fifty entre “Match Point” y “Delitos y faltas”, pero como está rodada en París -¡y cómo retrata Woody Allen los otoños de París!- nos entretenemos mucho con los paisajes urbanos y con los interiores de las casas donde viven los burgueses. Yo, por ejemplo, que estuve el verano pasado por allí -un poco como Paco Martínez Soria pateando los Campos Elíseos- he detenido de vez en cuando la película para buscar las localizaciones en el Google Maps, lo que por una parte me alejaba de la trama pero por otra me hacía sentir un parisino más, uno honoris causa, y me hacía regresar a la película implicado del todo, con fuerzas renovadas, como un figurante más de los que rondaban por las escenas.

También es verdad que cuando la actriz principal es guapa de romperse -guapa chic, muy francesa, perfecta para anuncios de colonias- uno también se muestra más paciente y más comprensivo con las lagunas argumentales, y con las pesadeces ya un poco cebolléticas del abuelo. 




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Las cosas que decimos, las cosas que hacemos

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El que titula no es traidor: las cosas que decimos y las cosas que hacemos no suelen coincidir. O coinciden menos de lo deseable. Pasa en todos los órdenes de la vida, laborales o familiares, deportivos o judiciales, pero en el amor nos llevamos la palma. Es ahí donde solemos decir digo y hacer Diego, o donde nos dicen Diego, y nos hacen digo. Creo que me explico... La mentira es una hipocresía lamentable, pero inevitable, porque con la verdad absoluta por delante, con el corazón en la mano, y la lengua sin pelos, aquí sólo sobrevivirían los más aptos, como en la teoría de Darwin. Apenas quedarían por el mundo tres o cuatro parejas verdaderamente ensartadas por la misma flecha, capaces de mirarse a los ojos sin descubrir la sombra de una duda o de un secreto deplorable.

Las cosas que hacemos y las cosas que decimos se bifurcan, sobre todo, en el desamor, que es ese estado límbico (de limbo) que precede a la ruptura, y en el que el amante desertor ya apunta con el catalejo a otra isla de promisión. Ahora está muy de moda lo de vivir la soledad como una fortaleza, como una oportunidad para el descanso de los genitales desamparados, pero en realidad, quienes así peroran, sólo están predicando la necesidad como virtud, y la desgracia como evangelio. Si se puede, si uno tiene cierto valor en el mercado, aquí nadie salta sin red, como demuestran estos franceses y estas francesas de la película, que se enamoran de continuo, luego se desenamoran, y hasta que consolidan el siguiente amor, incapaces de vivir solos, llegan a casa a las dos de la mañana diciendo que se perdieron en el metro, o que se les hizo tarde en el trabajo.

Lo bueno de la película -y del mundo real donde se mueve esta gente tan guapa- es que aquí nadie sale dañado del todo, porque el engañado, o la engañada, cuando se sabe cornudo, o cornuda, apenas tarda un cuarto de hora en arreglarse, bajar a la cafetería, pedir un café con croissant y despertar el deseo en catorce mesas a la redonda. Así cualquiera.





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