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Laurel y Hardy en el Oeste

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Tengo la manía de atusarme los pelos del cogote cuando se me desmorona el huevo frito, o se me esfuma la conexión del wifi, frustraciones tontorronas y cotidianas. Yo sabía que este gesto venía de lejos, de la infancia, de algo que vi en la vieja Philips en blanco y negro, pero yo lo situaba en el universo del Un dos tres, que era donde salían los cómicos más afamados de la época, aunque ahora nos parezca no vintage, sino directamente paleolítico. Los hermanos Calatrava haciendo el gili, el dúo Sacapuntas palmeando “Veintidó, veintidó…”, o Bigote Arrocet, ahora renacido como semental en la programación rosa, haciendo aquello de “Piticlín, piticlín…” cuando cogía su teléfono imaginario, que yo, todavía, alguna vez, hago la misma gilipollada cuando voy a coger el móvil para llamar a alguien, “Piticlín, piticlín…”, y seguro que algún ligue se cayó de la burra justo en el mismo instante del homenaje.



    Yo tenía la idea, confusa, que eso de rascarme los pelos del cogote lo había copiado de Antonio Ozores cuando soltaba aquellos discursos chorras ante Mayra Gómez Kemp, y que él de algún modo, al terminar el parlamento, se echaba la mano a la cabeza. Mi pista más fiable, sin embargo, era Pepe Viyuela, que en el Un dos tres hacía el numerito de la silla que nunca terminaba de desplegarse. Viyuela ponía cara de panoli magistral en cada contratiempo, y se rascaba la cabeza con aire de fastidio, pero a decir verdad, ya de aquella Pepe Viyuela casi no tenía pelos en la cabeza, y mucho menos en el cogote.

    Hoy he descubierto que no, que estaba yo muy errado en mis recuerdos. Era de mi niñez, sí, lo de rascarme el pelo, pero de la otra vertiente, la de las películas, porque era Stan Laurel el que hacía esa tontaca del cogote, después de quitarse el sombrero bombín para mostrar su desconcierto, que el tío clavaba sus caras de tonto como si fuera panoli de verdad, que muchos llegaron a pensarlo, como que Harpo era mudo, o que Buster Keaton jamás sonreía.


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Compañeros de juerga

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En Compañeros de juerga, Laurel y Hardy, que pertenecen a una sociedad masónica que no se reúne para dominar el mundo, sino para beber y flirtear con las camareras, mienten a sus esposas para poder pasar el fin de semana en Chicago, con los compadres, y no en casa, en el sofá, bajo la mantita, aburridos sin el televisor que por entonces aún no se había inventado, escuchando un serial de la radio, o recortando recetas de cocina. Laurel y Hardy, que son dos tontos de remate, se creen en realidad muy listos, los hombres de la casa, y consiguen, en principio, engañar a sus esposas. Pero los personajes femeninos de 1933 no son como los que vinieron años después, en la época dorada de Doris Day -que pobre Doris Day, qué culpa tuvo la pobre- y en vez de quedarse tan panchas en el hogar, dedicadas a sus menesteres, la partida de bridge, o el club de las esposas lectoras, se quedan con la mosca detrás de la oreja, atentas al desliz, porque saben que sus maridos son dos gilipollas de campeonato, siempre chanchullando sus escapadas, y que cuando Hardy menea el bigote, y Oliver se rasca el cogote, algo huele a podrido en la Dinamarca del respeto conyugal.




    Varios años más tarde, ante el pelotón de fusilamiento de los productores, hubiera estado muy mal visto que un par de mujeres fueran más inteligentes, más responsables, que los mentecatos de sus maridos, reducidos casi a la oligofrenia, a la tontuna infantil. En cierto modo, la relevancia de los papeles femeninos ha vivido una evolución, una involución y una nueva evolución. Una U invertida que es la campana de Gauss dada la vuelta, repicando en el campanario con mucha violencia. Ahora que las actrices reclaman con justicia papeles enjundiosos, centrales, de llevar las riendas y la iniciativa – de llevar los pantalones, que se decía antes- habría que darse un paseo por el cine de hace muchos años, incluso el cine pueril y tontolaba de Oliver y Hardy, para ver que hubo una edad distinta, fructífera, que se fueron cargando entre el código Hays, las monsergas de los curas y los excesos de la testosterona.



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